Incluso el periódico Financial Times, la biblia económica europea, lo ha llevado a su portada. Entre los restaurantes con estrellas Michelin, la última tendencia pasa por suprimir las tradicionales cartas gruesas de tapa dura, roja o negra de preferencia, que contenían miles de opciones y más parecían enciclopedias. Los clientes ya no podrán elegir. Se impone el menú fijo o como mucho un par de menús distintos. Eso permite a los chefs ofrecer una selección de lo mejor que saben hacer, reducir los restos de comida que se tiran y ajustar costes.
Quizá la primera vez que vimos esta moda fue en el mítico Bulli de Ferran Adrià: sin carta, pero una treintena de platos para degustar. También el mejor restaurante de Nueva York, el Eleven Madison Park, se ha pasado al menú único. Muchos grandes chefs ofrecen además un menú de mediodía corto y con precios más ajustados. Vale la pena. En realidad, yo lo prefiero así. Incluso me decepcionan los restaurantes de alta cocina sin menú de degustación. Me pasó en el Dinner del chef Heston Blumenthal en Londres: ya que me voy a gastar tanto dinero, quiero probarlo todo.
En una reciente visita a París, vamos a cenar al Chateaubriand, el restaurante que introdujo el menú único en la capital francesa. Ocupa el puesto 21 entre los mejores del mundo y llegó a estar entre los diez primeros, según la clasificación de la revista Restaurant. Pese a ello, no es tan difícil conseguir reserva. Su web es muy rudimentaria, sólo se puede hacer por teléfono. Pero con sólo tres días de antelación conseguimos mesa para un viernes por la noche. Eso sí, en el segundo turno, a las 22:15 horas, que para los franceses debe de ser como cenar de madrugada.
Aunque nacido en el norte de Francia, el chef del Chateaubriand, Iñaki Aizpitarte, de 43 años, tiene orígenes vascos. Su padre es de cerca de Bilbao y su madre de Hendaya. El plato que más recuerda de su infancia son los calamares en su tinta. Pasó por varios trabajos antes de empezar a cocinar en un restaurante de Israel. Le daba miedo el mundo tan jerarquizado de la alta cocina francesa de manteles blancos almidonados, camareros encorbatados y salsas pesadas.
Desde que abrió el Chateaubriand en 2006, se ha convertido en la estrella del rock o el enfant terrible, según para quién, de la gastronomía francesa. Es la punta de lanza del movimiento bistronomique: chefs jóvenes y modernos que apuestan por una cocina menos encorsetada, más fresca, internacional y desenfadada. En un ambiente informal y a precios más asequibles (aunque todavía altos).
Aizpitarte combina las recetas de la cocina francesa con influencias asiáticas o latinoamericanas en platos en apariencia simples, pero con mezclas inesperadas y sorprendentes y un uso intensivo de todo tipo de hierbas. El local es como una taberna de los años 30: paredes blancas, mesas y sillas de madera con algún banco de cuero, suelo de mosaico, lámparas art decó y una pizarra con lo que parecen nombres de visitantes, ilustres o no: sólo reconocemos al rockero francés Johnny Halliday.
Pero mi acompañante y yo hemos llegado antes de hora y nuestra mesa todavía no está libre. Nos mandan a esperar al restaurante de tapas de Aizpitarte, Le Dauphin, que abrió en 2010 y está justo en la misma acera. Diseñado por el prestigioso arquitecto holandés Rem Koolhaas, el local es como un bar típico español llevado al extremo: no sólo la barra es de mármol blanco sino también las paredes, el suelo e incluso el techo. Mucho ruido y mucha gente y tapas sofisticadas. Sólo nos da tiempo a probar las espectaculares navajas con crema ahumada y apio y nos convencemos de que tenemos que volver al Dauphin.
El ritual en el Chateaubriand es el mismo que en cualquier otro restaurante de menú único. ¿Hay algo que no nos guste? ¿Tenemos alguna alergia alimentaria? ¿Queremos saber de antemano lo que comeremos o preferimos dejarnos sorprender? Pero en lugar de un jefe de sala estirado, todo esto nos lo preguntan camareros hípster, con sus piercing y tatuajes. Mucho menos intimidante. Empezamos con pequeños entrantes: gougères, las tradicionales bolitas de hojaldre y queso con semillas de amapola y un ceviche de salmonete con pimienta roja que se bebe como un chupito.
Nos seduce la presentación de los platos y el juego entre las texturas y colores de los ingredientes y la vajilla. Seguimos con mini gambitas en tempura espolvoreadas con fruta de la pasión deshidratada. Una combinación imposible y riquísima. También nos encanta la carne de ternera curada acompañada de alcachofas, all i oli, y queso feta rallado.
Tras el aperitivo llegan los platos principales, también desbordantes de invención y mezclas locas. En primer lugar, vieira con pomelo y puerro. El plato principal de pescado es rémol, de la familia del rodaballo, acompañado de acedera, una planta de sabor entre ácido y agrio. Sólo el olor cuando se lo sirven a nuestros vecinos ya nos conquista.
Pero esta vez, mi acompañante y yo coincidimos en nuestro plato favorito: las mollejas de ternera con endivia, trufa y pera. Espectacular.
De postre, merengue con crema de calabaza y la versión de Aizpitarte del tocino de cielo.
Restaurante Chateaubriand. 129 Avenue Parmentier, París, Francia. Cocina francesa moderna. Precio: 70 euros por menú (sin vino). Visitado el 29 de enero.