Los amantes de las torrijas, el bacalao y el potaje de vigilia están de enhorabuena cuando amanece el Miércoles de Ceniza. Comienza para ellos una temporada gastronómica marcada por las recetas tradicionales de pescado y repostería, una época para disfrutar de los placeres de la mesa cuaresmal. Pero para la mayoría de españoles de los últimos 20 siglos, la Cuaresma era un período triste, aburrido y parco en goces culinarios.
Uno de cada tres días de sus vidas estaba regido por las normas de ayuno y abstinencia de la Iglesia católica: viernes y sábados de todas las semanas más los 40 días antes de Pascua. A esas fechas había que sumar Jueves, Viernes y Sábado Santo y también diversas vigilias a lo largo del año como las de Navidad, Pentecostés, San Pedro y las témporas.
La observancia de estas reglas fue más o menos estricta en distintos momentos de la Historia. Pero valga como ejemplo de su importancia el que hasta 1966 aún se expendiera en las parroquias la llamada "bula de carnes" o indulto cuadragesimal.
Este indulto servía para para reducir las jornadas de ayuno y para eludir la obligación de comer pescado en la mayoría de los días de abstinencia. La posesión de un papel se interponía entre la eterna condenación del alma y unas lonchas de chorizo.
Desde la perspectiva de la sociedad actual, semejante preocupación acerca de lo permitido en el plato puede parecer pintoresca, supersticiosa e incluso irrisoria. Sin embargo, fue causa de verdaderos desvelos e incluso razón de Estado durante los siglos en los que el ayuno y la abstinencia gobernaron los estómagos y despensas de España.
Una vieja de siete pies
La Cuaresma es el lapso de tiempo entre el Miércoles de Ceniza y el Jueves Santo: un período de 40 días (de ahí su nombre, derivado de "cuadragésima") durante el que los cristianos hacen voto de penitencia y oración.
Esta temporada de recogimiento se ha cumplido de muy diferentes maneras a lo largo de la historia. Hoy es un ejercicio más espiritual que físico y sus manifestaciones públicas se limitan a las misas, procesiones y costumbres culinarias propias de estas fechas.
Algo muy distinto ocurría hasta hace poco más de 50 años. Entonces la mortificación era pública, oficial y administrativa: los medios de comunicación censuraban todo tipo de contenido lúdico, los conciertos y emisiones de música se limitaban al repertorio sacro y cines y teatros cerraban a no ser que tuvieran en cartelera alguna obra de carácter religioso. Había que vestir de forma modesta y de color oscuro, tapar las estatuas e incluso abstenerse de cualquier actividad sexual. Por supuesto, también erradicar la carne o el mero rastro de ella del menú durante 40 días.
La Cuaresma se representaba como una vieja de luto llevando garbanzos, sardinas o una bacalada seca, a veces con siete pies por las siete semanas que duraba y siempre terrorífica. Porque el ayuno era parte de la penitencia cuaresmal, y la abstinencia de carne parte fundamental de la mortificación y de la contrición.
Siguiendo el ejemplo de Jesús, que ayunó durante 40 días en el desierto, parece que la Iglesia primitiva ya instituyó el ayuno como práctica habitual. En el siglo IV se fijó su duración en 40 días antes de Pascua de Resurrección sin contar los domingos y sin privaciones por ser fiesta el día del Señor.
En El libro de buen amor, publicado en el siglo XIV, el Arcipreste de Hita describe así la pelea entre doña Cuaresma y el festivo don Carnal que la precedía:
"De mí, doña Cuaresma, justicia de la mar,/ alguacil de las almas que se habrán de salvar,/ a ti, Carnal goloso, que nunca te has de hartar,/ el Ayuno en mi nombre, te va a desafiar".
Gallinas, perdices, conejos y capones; patos, cecinas, costillas de carnero, piernas de puerco fresco, ánades y gordos ansarones; tajadas de vaca, lechones y cabritos, quesos, vinos y jabalí. Éstos eran los soldados de don Carnal, enfrentados al puerro, la salada sardina, los verdeles, jibias, anguilas, truchas, barbos y lampreas de doña Cuaresma. Productos para quien pudiera permitírselos e incluso encontrarlos porque las deficientes comunicaciones no permitían el transporte de pescado fresco más allá de unos pocos kilómetros. La mayoría de comensales se tenían que conformar con pescado salado y cecial, o limitarse a verduras, pan y agua, puesto que tampoco se podían comer huevos ni lácteos.
Para relajar un tanto las normas de ayuno y abstinencia hubo que esperar 200 años a la conquista de al-Ándalus.
La Bula de la Santa Cruzada
La guerra contra el infiel en la Edad Media necesitaba guerreros dispuestos a morir por Dios y bolsas generosas que sufragaran la campaña bélica. Para estimular ambas cosas, la Iglesia concedía gracias y privilegios a los que prestaran servicios en la lucha contra los infieles.
A cambio de una limosna de precio variable se podían conseguir beneficios espirituales como la absolución plenaria en el momento de la muerte, la gracia divina o una interesante reducción del tiempo del ánima en el purgatorio.
En aquellos tiempos de devota creencia y fervoroso temor del infierno, estas promesas eran una bicoca para el alma y una sustanciosa fuente de ingresos para las arcas eclesiásticas. Urbano II concedió la primera bula de Santa Cruzada en el siglo XI para costear la campaña de Tierra Santa, y pronto se otorgó también en los reinos cristianos de la península Ibérica para promover la Reconquista.
Con el tiempo, esta bula prorrogada por diversos papas llegó a ser tan importante que las demás gracias que podían dispensar quedaban supeditadas a la posesión de ésta, la más pródiga en concesiones y privilegios.
A pesar de la definitiva conquista de Granada, la bula de la Santa Cruzada se siguió concediendo en España como una forma de obtener limosnas para la defensa de la fe. En 1509, Julio II agregó a la bula una dispensa para que los fieles de los reinos españoles pudieran comer carne, huevos y productos lácteos en algunos días en los que para el resto de los cristianos estaba prohibido.
Hasta entonces, las jornadas de abstinencia de carnes podían llegar a ser hasta 160 al año. La dificultad que implicaba conseguir pescado fresco en el centro de Castilla hacía muy duro el cumplimiento de las normas eclesiásticas, y a partir de la promulgación de la bula su adquisición se convirtió en norma para los ricos y objeto de deseo para los pobres.
En los años siguientes, la Bula de la Santa Cruzada se prorrogó de mano de diversos papas, incluyendo cada vez más privilegios. Uno de ellos fue derogar en Castilla la abstinencia estricta de carne los sábados, debido precisamente a la escasez de pescado que sufría esta región. En el "día de grosura" se podían consumir las partes de los animales que no llevaran magro como el tocino, tuétano, manos, rabos, callos y otros tipos de casquería.
Esta prebenda escandalizaba a los católicos de otros reinos como la francesa Madame d'Aulnoy, que en su Viaje por España de 1679 cuenta que en Madrid "el pescado de río no abunda; pero la gente se preocupa poco del asunto, pues nadie ayuna, conocidas de antemano las dificultades con que tropiezan cuantos lo pretenden. Proporciónanse bulas en casa del nuncio, y la que se adquiere por tres reales autoriza para comer manteca de leche y queso durante la Cuaresma, y despojos los sábados de todo el año. Paréceme incomprensible que sea permitido tornar los riñones, la cabeza y las patas de una res, pero no el resto de ella".
Por eso don Quijote podía comer duelos y quebrantos (huevos con torreznos) los sábados mientras que los viernes Cervantes escribe que "no había en toda la venta sino unas raciones de un pescado que en Castilla llaman abadejo, y en Andalucía bacalao […] pusiéronle la mesa a la puerta de la venta, por el fresco, y trájole el huésped una porción del mal remojado y peor cocido bacalao y un pan tan negro y mugriento como sus armas".
Así se usaba la bula de carne
La Bula de la Santa Cruzada no concedía indulto de ayuno sino sólo de abstinencia, y debía comprarse todos los años. La general incluía una indulgencia por 15 años en caso de ayunar algún día fuera de los obligados, indulgencia plenaria en caso de muerte y libertad para elegir confesor.
Si se quería gozar del indulto cuadragesimal o de abstinencia, había que pagar por un sumario extra. A pesar de poseerla, era necesario tener una legítima causa para poder comer carne y se debía consultar con el médico y con el sacerdote antes de exponerse a pecar mortalmente. La abstinencia era ineludible para cualquier persona mayor de seis años y el ayuno desde los 13 (después fueron 21) hasta los 60. Los días de ayuno sólo se podía comer una vez al día con una ligera colación por la mañana o la noche, y no se podía promiscuar. Es decir, mezclar carne y pescado en la misma comida. Ni siquiera se podían tener a la vez sobre la mesa.
Causa legítima para poder carne en los días prohibidos era aquella que hacía temer por la salud del cuerpo en caso de no alimentarse con carnes. Se consideraban como tales el tabardillo, la pleuresía, la tos ferina, el asma o la epilepsia; los síncopes y otros problemas del corazón y también los graves trastornos intestinales.
El embarazo y la lactancia no eran razón suficiente para no obviar la carne, pero sí el parto reciente. A pesar de que la gota no valía como justificación lícita, era común que los grandes señores la arguyeran para convencer a su confesor de que les dispensara de la abstinencia. Se aplicaba el criterio personal del párroco, de modo que en algunos pueblos la aplicación de la bula era muy laxa y en otros severamente estricta, siendo la desobediencia motivo de vergüenza, ostracismo social e incluso fundamento de sospecha por herejía.
En 1745 se derogó la abstinencia de carnes en sábado y en 1799 la nueva bula de Pío VI para España y las Indias permitió que quienes hicieran trabajos físicos o fueran pobres de solemnidad disfrutaran de los privilegios sin abonar nada a cambio. Sin embargo, todavía en pleno siglo XX los que no tomaban la bula debían observar 91 días de abstinencia, ayuno o ambos a la vez y los que pagaban por el papel sólo tenían que mortificarse 25 veces al año.
Con ayuno los miércoles y sábados de Cuaresma, con abstinencia los viernes de témporas y con ayuno y abstinencia combinados los viernes de Cuaresma más las vigilias de Pentecostés, Asunción y Navidad. A nuestros ojos puede parecer mucho, pero comparado con lo que sufrían los que no podían costearse la bula era una auténtica ganga.
El precio dependía de los ingresos del padre de familia, siendo por ejemplo en 1933 la categoría de indulto más barata la de una peseta, para quienes ganaran hasta 5.000 pesetas anuales (unos 7.000 euros de ahora). El siguiente escalafón, para fieles que ingresaran entre 5.000 y 10.000 pesetas anuales (hasta 14.000 euros) era de cinco pesetas por sumario, algo más de siete euros.
Había que pagar por la Bula de la Santa Cruzada y por el permiso específico de abstinencia. Es decir, que el desembolso era el doble. La mujer casada tenía que tomar los sumarios de la misma clase que su marido, y los hijos sin ingresos propios el indulto más simple de una peseta. A día de hoy, una familia de cuatro miembros con un solo sueldo mileurista habría debido pagar 45 euros al año para no hacer esa larga travesía del desierto que era la Cuaresma.
Lo que entraba en el plato
Tan importante era especificar lo que se podía llevar o no a la boca que a lo largo de los siglos XVII y XVIII se escribieron numerosos estudios acerca de la naturaleza carnal o inmoral de anfibios y batracios, nutrias u otros animales acuáticos. Fue motivo de amplia discusión el saber si el chocolate y el tabaco incumplían los preceptos de la abstinencia, puesto que si fuesen alimentos con valor nutritivo no se podrían consumir fuera de la comida única de ayuno.
Lo mismo pasó cuando se introdujeron en el mercado las pastillas de caldo concentrado, que fueron prohibidas en los días de abstinencia por contener sustancia de carne.
Incluso para los que gozaban de los favores del indulto, los viernes estaban limitados al consumo forzoso de verdura, fruta, legumbres y pescado. En especial de bacalao desalado, ingrediente típico de la gastronomía de España y de otros países del sur de Europa.
Por increíble que parezca, el bacalao comenzó a ser popular durante el Siglo de Oro y pronto se convirtió en un símbolo del catolicismo denostado por los mismos protestantes que lo enviaban por barco a los puertos españoles. Era un pez de grandes dimensiones que por poco dinero permitía sacar más raciones por pieza que las sardinas o las anguilas. Pero el largo camino que hacía hasta llegar a las ollas de nuestro país, unido a un torpe proceso de desalado hacía que se considerara un producto poco deseable, consumido por mera obligación religiosa.
A menudo el pescado aumentaba mucho de precio durante la Cuaresma, mientras que las carnicerías bajaban modestamente la persiana. La alta demanda provocaba a veces que tabernas, restaurantes y casas de huéspedes no abrieran los viernes para evitar ofrecer menús de vigilia.
La limitación que suponían las reglas de abstinencia desarrolló el ingenio de los cocineros, que acudían a diversos recetarios especializados en fórmulas sin carne. Algunos de los más populares fueron La cocina práctica, tratado y recetas de comidas de vigilia y colaciones de Jose Ángel Iturbe Ibar-Kam (1895); Ayunos y abstinencias de Ignacio Doménech (1914) y Cocina de Cuaresma de Francesc Puig y Alfonso P. L. Lassus (1904).
Este último se lamentaba en el prólogo de la relajación de las costumbres cuaresmales:
"Nada queda ya de aquel antiguo rigor que con el tiempo ha caído en desuso, no por corrupción de disciplina sino por disminución de fervor, que ha creado muelles costumbres y por la degeneración de la raza que no consiente hoy tales privaciones".
Cualquier libro de cocina debía incluir un apartado reservado a las recetas de abstinencia, que oscilaban entre unas pobres sopas de ajo y una langosta a la parisién. Los más pudientes gozaban de los placeres de la mesa a base de finos pescados y marisco, celebrando banquetes los viernes por la noche para comer primero ricamente de vigilia, y atacar los platos de carne después de la medianoche.
Un menú elegante de vigilia de 1877 incluía consomé primavera, merluza a la española, turbantes de lenguado, langostinos en mayonesa, espárragos, salmón, remolacha asada, helado de café, frutas y dulces.
Los Reyes de España invitaron a los indigentes de Madrid a un opíparo festín el Jueves Santo de 1913. Semejante banquete comprendía tortilla de escabeche, mero frito, congrio con arroz, empanada de sardinas, alcachofas rellenas, coliflor asada, salmonetes, lenguados, hojaldre a la crema, arroz con leche, aceitunas, frutos secos y queso.
A pesar de que el franquismo reavivó la observancia de la Cuaresma y la venta de la Bula de la Santa Cruzada, los preceptos religiosos no se observaban ya con tanta pulcritud en los años 60. El desarrollo económico, la emigración y la llegada del turismo provocaron un rápido cambio de costumbres y un fuerte descenso en las peticiones de bula.
El Concilio Vaticano II suavizó las normas de ayuno y abstinencia para todos los católicos, y en 1966 la Conferencia Episcopal Española comunicó la desaparición de la famosa bula de carne.
"Comer de viernes" es ahora una mínima penitencia para los católicos observantes y un verdadero placer para los no creyentes. Un gustoso vestigio de los tiempos en los que uno no comía lo que quería sino lo que podía.