No es difícil considerar a Lisboa una especie de paraíso a orillas del Atlántico. Sin embargo, entre 1975 y principios de la década de los 2000, en aquel paraíso también había un infierno.
“Lisboa era una ciudad completamente diferente a finales del siglo pasado”, recuerda Paula Duarte, lisboeta de 45 años. “Los edificios son los mismos. Pero entonces las calles y las plazas estaban tomadas por la heroína y los drogadictos”.
“No era raro encontrarlos en las esquinas inyectándose o toparte con el cadáver de algún muerto por sobredosis en el portal”, recuerda Duarte. “Era peligroso llevar a los niños a jugar al parque porque te encontrabas jeringuillas tiradas en el césped. Por todas partes veías a los adictos vagabundeando como zombis, y los más desesperados robaban las radios de los coches o asaltaban a gente con cuchillas”.
El principal mercado de heroína de la ciudad era el barrio de Casal Ventoso, una antigua colonia de marineros y estibadores localizada entre el icónico Puente 25 de Abril y el Acueducto de las Aguas Libres.
Duarte tuvo un compañero de piso que se enganchó. “Un día me pidió que le llevara allí en mi coche porque estaba con el mono”, recuerda. “Yo no quería. Pero como le veía fatal, al final accedí a llevarle hasta la entrada del barrio”.
Lo que vio allí dejó a Duarte desconcertada: “Era una escena dantesca. Veías cientos personas esqueléticas. Parecía que hubieran salido de un campo de concentración”.
Una respuesta drástica
Más de 5.000 personas iban cada día a Casal Ventoso en busca de sustancias ilícitas. Un número alarmante si tenemos en cuenta que la población total del área metropolitana de Lisboa rozaba los dos millones habitantes.
Sus callejuelas llenas de drogadictos con miradas ausentes y heridas abiertas eran la representación visual de un país minado por la heroína. Según un informe del Observatorio Europeo de las Drogas y la Drogadicción, en 1999 el 1% de los portugueses eran adictos a la heroína. Es decir, unas 100.000 personas. Muchas más la había consumido ocasionalmente o eran adictos a otras sustancias.
El Gobierno intentó hacer frente a la crisis criminalizando la posesión de las sustancias ilícitas e imponiendo duras penas de prisión a quienes las consumían. Lo único que consiguió fue llenar las cárceles de drogadictos: en 1999 casi la mitad de los reclusos portugueses estaban encarcelados por delitos relacionados con el consumo de drogas.
Los drogadictos no se atrevían a buscar tratamiento por miedo a las sanciones legales. Sucesivas encuestas nacionales situaban a las drogas como la principal preocupación de los lusos, y había una enorme presión sobre los líderes políticos para buscar una solución.
En 2001, el Gobierno de Portugal tomó la decisión radical de descriminalizar el uso y la posesión de todas las drogas. Seguirían siendo ilegales, pero desde entonces su consumo dejó de ser delito y convirtió en una falta administrativa. Lo que hasta entonces se había considerado como un problema judicial pasaba a ser designado como un problema de salud, y la reacción del Estado ante ese problema sería de ayuda, no de castigo.
La reacción global a la descriminalización no se hizo esperar. El Gobierno de EEUU la condenó y dijo que se dispararían las tasas de consumo. Varios diarios globales auguraron que Portugal se llenaría de turistas en busca de un chute fácil. Quince años después, el modelo portugués se estudia en todo el mundo como un éxito que se podría exportar.
Si a uno le sorprenden hoy consumiendo droga en Portugal, no recibe una pena de prisión sino una invitación a recibir tratamiento. Desde que entró en vigor este sistema, la tasa de consumo se ha mantenido estable o ha disminuido mientras aumentada en otros países de la Unión Europea. La atención que ahora reciben miles de drogadictos ha propiciado la caída de las infecciones de VIH entre usuarios de drogas inyectables y el fin de la epidemia de muertes por sobredosis.
¿Cómo es posible que uno de los países más pobres y conservadores de Europa haya sido el pionero en la lucha contra las drogas? La respuesta pasa por el doctor João Castel-Branco Goulão, director del Servicio de Intervención de los Comportamientos Adictivos y de las Dependencias (SICAD) e ideólogo del modelo portugués.
Llegan los claveles
El despacho del doctor Goulão, podría pertenecer a cualquier funcionario medio o a un abogado menor. Ubicado en la octava planta de un edificio de la lisboeta Avenida de la República, es pequeño y está lleno de montañas de papeles repartidas entre las sillas y mesas.
Cuando se habla del modelo portugués, se habla inevitablemente de éste médico de familia, que ideó la creación del sistema en vigor y lo aplicó a lo largo de los últimos 15 años. “Soy el funcionario que más tiempo ha estado como director de un organismo de la administración pública lusa”, reconoce el doctor.
Según Goulão, el problema de las drogas en Portugal no se entiende sin la Revolución de los Claveles.
“Antes de 1975 no había drogas en Portugal. La dictadura salazarista nos había mantenido demasiado pobres y aislados para eso. Turistas extranjeros no venían aquí por miedo a la policía política, y también porque el país parecía tercermundista. El movimiento hippie nunca llegó a tierras lusas”, explica el médico.
Aquel Portugal oscuro y aislado murió el 25 de abril, 1974, cuando un movimiento de jóvenes oficiales lanzó el levantamiento militar que derrocó a la dictadura. El nuevo Gobierno ordenó la retirada inmediata de las colonias africanas, permitiendo así la independencia de Angola, Cabo Verde, Guinea-Bissau, Mozambique y Santo Tomé y Príncipe, y miles de jóvenes soldados que habían estado luchando contra los movimientos de liberación popular en las antiguas provincias de ultramar.
“Fue una locura”, recuerda Goulão, quien por aquel entonces era un estudiante de medicina en la Universidad de Lisboa. “La guerra había sido tan violenta que el Gobierno había relajado las condiciones entre los soldados y hacían la vista gorda con el consumo de drogas en África. Cuando los soldados volvieron, lo hicieron con sacos llenos de cannabis”.
Esos primeros años de libertad fueron una explosión de las drogas. “No sabían lo que hacían”, explica el doctor. “Pensaban que todas las drogas eran iguales y no dudaron en pasar del cannabis a la cocaína y la heroína. Nadie entendía el concepto de adicción”.
La resaca nacional
En su consulta de médico de familia en Faro, Goulão comenzó a toparse con los primeros drogadictos en busca de tratamiento. Se interesó por el asunto y su fama de pionero hizo que en 1998 José Sócrates -entonces adjunto al primer ministro- le encargara la elaboración de un plan para la lucha contra las drogas.
“Optamos por la despenalización, pero no por la legalización”, insiste Goulão. “Las drogas seguirían siendo ilegales. Pero nuestra lucha contra la adicción se basaría en la prevención, el tratamiento y la dignidad”.
Eliminaron las campañas antidroga porque eran inútiles. “Tuvimos una muy famosa, con el lema drogas, locura, muerte”, recuerda el médico. “¡Vaya tontería! Todos teníamos familiares que consumían y sabíamos que la mayor parte de ellos no estaban ni locos, ni muertos”.
Por el contrario, el informe proponía llevar a cabo campañas de sensibilización individualizada, hablando con la gente y acudiendo a las calles para animar a los drogadictos a que buscaran tratamiento o al menos consumieran las sustancias de la manera más segura posible.
A la vez, el informe proponía destinar los fondos que el Estado se ahorraría la descriminalización al tratamiento de los drogadictos. “Propusimos institucionalizar los tratamientos ya existentes, ampliar la red existente de centros de tratamiento y facilitar el acceso a las terapias de sustitución de opiáceos –es decir, la metadona– a través de unidades móviles".
Así cambió todo
El cambio en la ley supuso una revolución a la hora de tratar a los drogadictos. Cuando la policía interceptaba a uno de ellos, le citaba para comparecer ante la comisión disuasoria local en 72 horas. Esa comisión, compuesta por un equipo de profesionales de la salud y juristas, lo entrevistaba y evaluaba su consumo de drogas y la motivación detrás de ese consumo. La comisión decidía si se trataba de un caso de drogadicción o no.
Sólo si el individuo mostraba señales de dependencia, se le invitaba a acudir a un centro de tratamiento. Sólo incurriría en un delito el drogadicto que incumpliera las órdenes de la comisión.
El informe de Goulão se convirtió en ley el 29 de noviembre de 2000 y entró en vigor en julio del año siguiente.
Disuasión con dignidad
En la sala de espera de la Comisión Disuasoria de Lisboa un joven lamenta su mala suerte. Hace unos días había estado fumando un porro en la puerta de su casa cuando un agente de la policía municipal apareció. “Lo peor es que ya prácticamente lo había terminado,” dice con amargura.
El agente tomó sus datos y le avisó que sería citado para aparecer ante la Comisión Disuasoria. Al ser menor de edad ha venido acompañado por su tutor legal –su abuelo, un señor mayor con gafas gruesas y pelo canoso–. El joven pasa a ser evaluado por el equipo técnico de la Comisión, compuesto por una psicóloga y varios asistentes sociales.
“Nuestro objetivo es hacer un primer reconocimiento y establecer las pautas de consumo y la motivación del individuo”, explica la psicóloga clínica Raquel Lopes.
Aunque la palabra ‘Comisión’ puede invocar imágenes mentales de tribunales solemnes, la descriminalización pone énfasis en que el proceso sea administrativo. Las audiencias no se celebran en salas con bancos, sino en espacios de conferencia donde todos se sientan en torno a una mesa. Los miembros de la Comisión –un psicólogo clínico, un sociólogo y un jurista– visten ropa de calle normal.
“Entre 1.500 y 2.000 personas son citadas cada mes”, explica el doctor Vasco Gomes, psicólogo clínico y presidente de la Comisión de Lisboa. “Si es una primera ofensa, el proceso queda automáticamente suspendido. Si vuelven a ser citados, son sancionados con una multa o con trabajos sociales”.
El joven que aparece ante la Comisión ésta mañana es un reincidente. Después de analizar el informe técnico y hablar con el citado, los miembros quedan satisfechos que no tiene una dependencia, pero le sancionan con una multa de entre 25 y 50 euros.
Si la Comisión establece que la persona muestra indicios de dependencia, las acciones que lleva a cabo son diferentes. “En estos casos hacemos todo lo posible para encaminar a esa persona hacia el tratamiento, de la manera más inmediata posible. Siempre que sea posible intentamos conseguirles una cita en un centro de tratamiento al próximo día”.
Así es el centro
Cuando la comisión disuasoria de Lisboa determina que hay indicios de dependencia generalmente son enviados al Centro de Tratamiento Das Taipas, ubicado en uno de los 42 pabellones del Hospital Júlio Montes, un complejo de principios del siglo pasado que fue construído para ser el “manicomio modelo” del país.
“A veces los pacientes se pierden cuando vienen por primera vez, pero el entorno y los servicios que ofrecemos hacen que la búsqueda valga la pena”, afirma el director del centro, el doctor Miguel Vasconcelos. “Nos centramos en el tratamiento multidisciplinar de los comportamientos adictivos, no sólo tratando la dependencia, sino trabajando las áreas de la reinserción social y laboral, la prevención de riesgos para la reincidencia y la minimización de daños”.
Al acudir al Centro por primera vez, los pacientes son encaminados a una primera consulta de evaluación en la que se determina si la persona realmente tiene una adicción y qué tratamiento requiere.
Fernanda Brum, una de las psicólogas del equipo técnico, dice que muchas de las personas que llegan al centro no son drogadictos. “En esos casos les digo: sé que estás aquí obligatoriamente y que esto es un coñazo, pero ya que te están haciendo venir aquí y tienes un psicólogo a tu disposición y sin coste alguno, ¿por qué no lo aprovechas? Muchos aceptan hablar y comparten las preocupaciones que les han llevado a consumir esporádicamente”.
Cuando hay indicios de una dependencia, el equipo del Centro desarrolla un plan de tratamiento, que puede variar desde sesiones de terapia hasta procesos de sustitución de opiáceos. ¿Y si no quieren recibir tratamiento?
“El 90% de las personas con problemas de dependencia que pasan por aquí aceptan iniciar un proceso de tratamiento”, dice Brum. “Cada cierto tiempo hay alguien que no quiere. No pasa nada, no vamos a forzar a nadie. Les informamos de nuestros servicios, les aconsejamos sobre los riesgos de utilizar drogas, y les animamos a volver a vernos cuando quieran. La puerta siempre está abierta”.
Cómo reaccionan
Quienes aceptan ser tratados en el centro se benefician de un entramado de servicios de apoyo para facilitar su reinserción social. Esa sección ofrece módulos artísticos orientados a la reinserción laboral. Una sala entera está dedicada al diseño de los característicos azulejos lusos, y en otras enseñan cómo restaurar muebles, hacer bordados o trabajar con la informática. “Todo está orientado para que aprendan oficios que luego puedan serles sean útiles para buscar trabajo”, explica Vasconcelos.
A sus 41 años, Ricardo es uno de los pacientes que acude a esta sección, que describe como un refugio: “En casa sólo tengo problemas. Mi padre sufrió un derrame cerebral y está paralizado y mi hermano es drogadicto. Vengo aquí todos los días para seguir un horario e intentar salir de allí”.
“Comencé a fumar hachís con 11 años y a tomar cocaína con 14 años. A los 19 ya me estaba inyectando heroína. Las drogas me han destrozado la vida, mi mujer me dejó, estuve viviendo en la calle un tiempo y casi morí de una sobredosis en 2001”.
Hace ocho años decidió dar el paso, y desde entonces toma metadona a diario como parte de su terapia de sustitución de opioides. Siguió fumando hachís, pero en 2014 también decidió librarse de esa dependencia.
“Me sentía paranoico y estaba harto de sentirme sólo y con miedo, encerrado en casa. Tenía miedo de cometer alguna locura y terminar internado. Como aquí ya me habían ayudado hace años decidí volver, y me ayudaron de nuevo”.
“Convivir con gente que sigue consumiendo es difícil”, reconoce Ricardo. “Por eso agradezco poder venir aquí durante el día y que me hayan ayudado establecer un objetivo. Pronto comenzaré un curso de informática, y espero trabajar en ello en el futuro”.
En otra parte del Centro la doctora Esther Casado dirige un módulo que trabaja con embarazadas en tratamiento. “Hay prioridad absoluta para estos casos. Ayer nos llegó una nueva paciente, embarazada y adicta a la heroína, y esa misma tarde día comenzó una terapia de metadona”.
Esta mañana varios pacientes participan en una sesión de fisioterapia para embarazadas en el gimnasio. Mientras charlamos, pasa a saludar una mujer alta y elegante. Anuncia que ha conseguido un trabajo en una papelería y Casado grita con alegría.
Luego, la doctora explica que se trata de un gran éxito: “Cuando esa chica vino aquí por primera vez estaba embarazada y enganchada a la cocaína. Olía mal, tenía indicios evidentes de maltrato físico, casi no parecía una persona. Pero hizo el tratamiento y ha reconstruido su vida completamente. Su hija es una preciosidad, ha nacido sin ningún tipo de complicación, y ella ya ha conseguido dejar la metadona. Es un caso de superación sin igual”.
Tratamiento al aire libre
Al otro lado de Lisboa, bajo un puente a escasos metros de la residencia palaciega del embajador español, un grupo de hombres y mujeres hacen cola ante dos furgonetas blancas. Es mediodía y durante la próxima hora y media el equipo de la Asociación Ares do Pinhal repartirá metadona al centenar de personas que se acercan a sus camiones.
“Cualquiera puede acceder a este servicio”, dice Fernando Afonso, trabajador de la asociación desde 1987. “Sólo necesitan hacer un análisis de orina instantáneo que de positivo para heroína para comenzar la terapia de sustitución”.
Una vez que empiezan la terapia, el equipo de Ares do Pinhal les hace un seguimiento intensivo y diseña un programa para cada paciente. “Seguimos sus criterios porque ellos saben lo que necesitan. Si quieren mantener una dosis de metadona estable, hacemos eso mismo. Hay gente que recibe esta terapia desde que llegamos a Lisboa hace 20 años. Si nos piden ayuda para reducir su dependencia, hacemos una reducción programada, poco a poco”.
Financiadas por la SICAD y el Gobierno Municipal, las unidades móviles de reparto de metadona circulan por la ciudad a lo largo del día. Atienden a unas 1.200 personas al día, de todas las clases sociales imaginables, desde personas sin hogar hasta controladores de tráfico aéreo y periodistas de los principales periódicos lusos.
“Se trata de un programa de reducción de riesgos y minimización de daños”, explica Elsa Belo, coordinadora general de la asociación. “Estamos aquí para apoyar la gente que consume drogas, facilitando el acceso a la metadona, pero también ofrecerles asistencia en todos los sentidos”.
La asociación hace todo lo posible para ayudar a sus pacientes, desde llevar un rayos-x ambulante para detectar casos de tuberculosis, hasta llevarles a entrevistas de trabajo. “Si le hacemos un análisis al paciente en nuestra consulta móvil y da positivo para VIH, le llevamos al hospital y mediamos con los funcionarios públicos. Hacemos un seguimiento de sus consultas, le recordamos cuando tiene la próxima y, si es necesario, le llevamos personalmente. Si es alguien desorganizado, le gestionamos las pastillas y le damos las indicadas para cada día cuando vienen a tomar su dosis de metadona diaria”.
“Es como si fueran nuestros hijos, un hijo que llevas al médico, bañas, cuidas, das de comer… Aquí estamos para darles todo lo que necesiten, pero con libertad y respeto”.
Un éxito discreto
La descriminalización de las drogas en Portugal no ha resuelto todos los problemas. Se han registrado varios casos de consumo de crack, y en algunas partes del antiguo barrio de Casal Ventoso –vaciado, destruido y reedificado hace unos años para acabar con la venta de drogas– vuelve a haber tráfico de sustancias ilícitas.
Sin embargo, década y media después de la implementación del modelo portugués, pocos pueden alegar que no haya sido un éxito.
En 2001 el 16,6% de la población había consumido drogas durante los anteriores 12 meses. En 2012, ese número había caído al 13,1%.
Quince años después de la aprobación de la ley, Goulão considera que el modelo portugués es digno de estudio, e incluso aplicable –“con modificaciones”– en otros países. “Es cuestión de descriminalizar con exactitud. Una de las grandes diferencias entre nuestra legislación y la española es que en España no establecen qué diferencia la posesión para uso personal de las cantidades que implican tráfico de droga. Cuando dejas que la policía lo decida puede ser excesivamente subjetivo”.
Goulão reconoce que el país sólo dio el paso en una situación desesperada. “No había persona en Portugal que no tuviera algún familiar drogadicto o víctima de una sobredosis. Y en ese colectivo incluyo a los miembros del Consejo de Ministros que decidió presentar esta legislación”.
“Toda mi vida he sido militante del Partido Comunista, y veo las cosas desde un punto de vista clasista”, añade el doctor. “Creo que Portugal dio el paso y fue pionera en este aspecto porque era una crisis transversal, que afectaba a todas las clases. Cuando era cosa de pobres, los drogadictos eran gente sucia, bandidos. Cuando empezó a haber casos entre los hijos de la élite, esa perspectiva cambió”.
El doctor señala que el tráfico de drogas está ligado al estado de la economía. “Esa gente que traficaba con drogas en Casal Ventoso en los años 80 y 90 no eran malos. Eran infelices que habían perdido sus trabajos en la marina mercante con la desaparición del imperio colonial, y que se habían buscado la vida primero con el contrabando y después con la droga. Yo llegué a ver a una señora de 80 años vendiendo heroína desde su ventana mientras daba tazas de sopa a los drogadictos que aparecían por ahí porque los pobrezinhos estaban muy flacos”.
“La gente recurre a las drogas para escapar de otros problemas, y lo hacen porque las drogas son maravillosas”, afirma Goulão.“Yo siempre se lo digo a mi hija de 14 años: Te van a decir que las drogas son malas. Lo terrible de las drogas es que son buenas. Dan sensaciones muy buenas. Dan placer. Lo malo es que se transforman en el único placer que las personas son capaces de sentir”.