Los cinco horrores que no le enseñaron al Papa en Lesbos
Alba Ruiz, una bióloga de 33 años, fue detenida en la isla griega durante la visita de Francisco el sábado pasado. Su ‘delito’: ubicar una pancarta en la ladera de una montaña con el lema ‘Si quiere saber la verdad, hable con los voluntarios’. Aquí escribe en primera persona al Pontífice y denuncia los dramas que no le mostraron.
23 abril, 2016 02:08Noticias relacionadas
Permítame decirle que usted pisó Lesbos pero no vio ni conoció su realidad. No se moleste –supongo que quien le organiza su agenda así lo quiso- pero las cuatro horas que estuvo en la isla griega a la que en los últimos meses han llegado miles de refugiados no es tiempo suficiente para conocer la verdad de lo que sucede aquí.
Quiero contarle todo aquello que no vio, explicarle los horrores que no le mostraron y que aún hoy permanecen tras su vuelta al Vaticano.
Me llamo Alba Ruiz, soy bióloga, tengo 33 años y llegué a Lesbos desde Sevilla, donde nací. Mientras busco trabajo en mi campo profesional me gano la vida dando clases a chicos y chicas de etnia gitana que quieren presentarse a la prueba para obtener el título de ESO para mayores de 18 años.
Llegué a Lesbos el sábado 9 de abril y desde el primer momento comencé a trabajar en la ayuda a los inmigrantes que se juegan la vida en esas barcazas de la vergüenza que vienen atestadas de gente que, principalmente, huye de la guerra en Siria.
En Sevilla, en la tranquilidad y comodidad de mi casa, no podía soportar la frustración de ver a tantas personas sufriendo y no mover un dedo. Decidí que debía actuar. Yo misma me pagué el billete de avión hasta Grecia y luego me planté en esta isla. Pensé que cualquier ayuda sería bienvenida.
El día de su visita, un grupo de voluntarias (cuatro españolas y una húngara) nos aupamos a la ladera de una montaña próxima a la carretera por la que usted iba a pasar en coche. Teníamos el objetivo de hacerle ver algo. En aquella ladera desplegamos un pancarta hecha a mano por nosotros mismos con la frase ‘Si quiere saber la verdad, hable con los voluntarios’.
Pero antes de que usted alcanzara la zona, la policía griega nos detuvo (había agentes secretos; otros, uniformados, y hasta algunos en moto… ¡vamos, como si fuésemos terroristas!). Una vez nos trasladaron hasta comisaría, allí nos retuvieron durante dos horas y media y se quedaron con nuestra pancarta. Como usted no nos pudo ver ni tampoco tuvo la oportunidad de escucharnos, yo le relato algunos –cinco, en concreto- de los horrores y dramas que he visto desde que estoy en Lesbos.
1. Usted no vio el que aquí todo el mundo conoce ya como ‘el cementerio de los chalecos’. Yo lo vi a los pocos días de pisar la isla. Se trata de un vertedero con el tamaño de un campo de fútbol en el que se acumulan los chalecos salvavidas de los refugiados que han ido llegando aquí.
Unos, supongo, los portaba gente que llegó viva. Otros, en cambio, pertenecen a los ahogados o a los muertos de frío durante la travesía desde las costas de Turquía. Este cementerio está en el norte de Lesbos, en Molivos. Y no crea que sólo alberga montañas y montañas de salvavidas. También hay manguitos de niños, flotadores como los con que yo jugaba de pequeña en la piscina, o lanchas de plástico amontonadas. Es algo muy impactante, pero no le llevaron a que lo viera.
2. Tampoco vio, Su Santidad, la playa en la que viven –si se puede usar el verbo ‘vivir’ al hablar de esas condiciones- entre 400 y 500 personas. Todos hombres marroquíes y paquistaníes. Todos en un limbo legal, ajenos a los campos de refugiados que hay en la isla, donde se trata de llevar un registro de las identidades y nacionalidades de las personas que cada día llegan aquí.
Estas personas duermen en tiendas de campaña desplegadas sobre la arena. Comen gracias a lo que la ONG No borders kitchen les lleva cada día. Hacen sus necesidades en un retrete comido de mierda y se asean en una ducha que es un cable con un palé tirado en el suelo. Se trata, en definitiva, de un campamento improvisado y precario donde en más de una ocasión ha habido pequeños roces por el hacinamiento, la falta de insalubridad, el hambre y la desesperación. Seguro que se le hubiera removido el estómago de haberlo visto.
3. Francisco, tampoco usted visitó un cementerio que hay al norte de la isla en mitad de unos terrenos de olivos. Uno sabe que es un cementerio porque hay lápidas, no por otra cosa. Si no, cualquiera pensaría que se trata de un trozo de monte cualquiera. Las autoridades de Lesbos lo habilitaron hace ya un año porque en los camposantos de aquí ya no cabían más cadáveres. Los muertos que fueron llegando les obligaron a ello.
Pues bien, en este terreno ya hay un centenar de personas enterradas. Las últimas lápidas tienen fecha de marzo. Todas son de inmigrantes que han fallecido tratando de llegar a la Europa que, tras ese infausto acuerdo con Turquía, ahora las devuelve de nuevo a la casilla de donde partieron. Cada muerto tiene su lápida. A los que no se ha logrado identificar, la mayoría, simplemente se les señala, escrito en griego, que se desconoce su identidad. Sólo una treintena de ellos tienen nombre. El resto son muertos anónimos. Y yo me pregunto: ¿De verdad estamos en un continente de acogida?
4. Francisco, usted sí visitó el campamento de Moria. Pero existen dos Moria, en realidad. Uno, el de antes del acuerdo, donde se registraba y se acogía a las personas que llegaban a Lesbos. Otro, tras ese acuerdo sellado con Turquía, convertido ahora en un centro de retención de inmigrantes a la espera de su devolución.
Moria ya no es Moria, se lo prometo. El Moria que vio tenía demasiado maquillaje. Se adecentó en los días previos a su visita. Le pongo un par de ejemplos sencillos. Las paredes de los containers en los que viven los refugiados tenían pintadas en contra de las devoluciones o a favor de mejoras en el campo, pero justo antes de su viaje a Lesbos aquellas paredes se blanquearon con pintura para que usted, Su Santidad, ni siquiera preguntara por aquello. Incluso, otros voluntarios me aseguran que horas antes de que recorriera la zona, se sacó de allí a niños y a mujeres embarazadas.
5. También me hubiese gustado que visitara el campamento de Pikpa. De todos los centros de refugiados que he visto, este es el que mejor condiciones tiene. Viven unas 80 personas, algunas con discapacidades, y allí los refugiados disfrutan de un pequeño huerto y hasta disponen de una cocina donde ellos mismo guisan sus comidas. Si se le soy sincera, funciona bien y se trata a la gente con humanidad.Pero no quería hablar de Pikpa sino de alguien que vive allí. La llaman Princesa, aunque su nombre verdadero lo desconozco. Cuando fui allí, todo el mundo la llamaba así, Princesa. Su rostro se me quedó grabado. Se trata de una niña de dos meses que vive sola con su padre, Hussein. La madre murió. Lo curioso de ella es que llegó recién nacida a Lesbos en una embarcación. Tenía sólo 12 días.
Si la llega a ver, si la llega a tomar en brazos, quizás la vida de ese bebé hubiese cambiado. Pero ella sigue aquí, con un futuro más que incierto y sufriendo el calor insoportable que estos días asola la isla. Dígame, Pontífice, ¿también tiene ella culpa de algo? ¿Tampoco merece que algún país europeo acoja a ella y a su padre para tratar de salir adelante?
Espero no haberle importunado. Simplemente quería contarle por carta lo que no pude contarle mirándole a los ojos cuando el sábado pasado lo trajeron a Lesbos. Yo me marcho de Lesbos este sábado, pero prometo que volveré. Seguramente en verano. Es un compromiso conmigo misma y con los demás.