Eran las 6:11 de la mañana y Ashta Ganga Sherpa, embarazada de siete meses, se disponía a preparar el desayuno para sus dos hijas pequeñas. En sus planes no entraba tener que huir de un terremoto. Mucho menos parir. Ashta Ganga se puso de parto prematuro mientras el techo de su casa se desplomaba sobre ella. Un seísmo de magnitud 7,8 destrozaba su país mientras ella traía a su hijo al mundo.

Ashta Ganga, madre soltera, alumbró a su tercer hijo entre los escombros y sin asistencia. Cortó el cordón umbilical y echó a correr junto a su bebé y sus dos niñas hacia un improvisado campamento de refugiados de Katmandú. Los vecinos le pusieron un apodo enseguida: “El niño se llama Pasang, pero aquí todos lo conocemos como bhuichampa. Es el nombre de una flor que nace en lugares complicados. Y bromeamos diciendo que una de las sacudidas fue la que lo expulsó fuera del vientre de su madre”, cuenta una vecina.

Campamento de refugiados de Chuchchepathi David L. Frías

Pasang celebrará su primer cumpleaños el lunes. Y lo hará en la misma cabaña en la que su madre buscó cobijo el 25 de abril de 2015. Se cumple un año de aquel desastre justo cuando Ecuador ha sufrido un terremoto de la misma intensidad (7,8) llevándose la vida de casi 600 personas. En Nepal, las víctimas mortales ascendieron a más de 8.600. Y un año después del terremoto, el pequeño Pasang y su familia siguen sin casa. Como ellos, 1.700 personas todavía malviven en chozas de madera, tela y chapa, hacinados en condiciones infrahumanas. Nadie en el gobierno de Nepal les ha visitado todavía.

El lujo junto a la miseria

El último gran campamento de refugiados de Katmandú se halla en mitad de la ciudad, en un enorme descampado sin asfaltar del barrio de Chuchchepati. Está justo al lado del lujoso hotel Hyatt Regency, donde se hospedan personajes ilustres como la Reina de Inglaterra cuando visitan Nepal. Unos metros más allá se encuentra el Boudhanath, el templo budista más turístico de la capital. Está en plena reconstrucción, lleno de andamios y abierto al público previo pago de 3 euros. 

Por el campamento, en cambio, todavía no ha pasado nadie. Gobierno y autoridades siguen ignorando a los refugiados. Aún quedan 250 cabañas en pie, numeradas por las ONG internacionales que ayudaron a levantarlas. Llegaron a instalarse 500. En algunas de ellas se hacinan hasta 12 personas.

Entre los polvorientos callejones del descampado circulan gallinas, cabras y vacas sagradas. Mientras, los niños piden limosna o corren en busca de turistas que les den algunas rupias por posar para la foto. Las mujeres lavan la ropa en barreños y tiran el agua sucia en canales torpemente construidos, porque no existe sistema de alcantarillado.

Víctimas de la corrupción

Nepal, un país de 30 millones de habitantes que separa a India de China, es una de las naciones con mayor índice de corrupción del planeta. La democracia llegó en 1991, pero no logró cambiar las anquilosadas estructuras del estado. Ni siquiera los diez años de guerra civil (1996-2006) consiguieron liquidar el régimen clientelista imperante. 

En el campamento son conscientes de la situación política y a nadie le sorprende el olvido institucional. El gobierno empleó el dinero enviado por la ayuda internacional tras el terremoto de 2015 en arreglar los enclaves turísticos. La zona del aeropuerto, el barrio de los hoteles (Thamel) o las principales rutas de trekking que llevan cada año a miles de turistas hasta el Himalaya, se han llevado la mayor parte de la inversión. Chuchchepathi carece de interés.

Una niña llora entre las cabañas David L. Frías

En el campamento, los damnificados por el terremoto siguen dependiendo de la caridad y de las ONG que aún no se han marchado del país. Las condiciones de vida son indignas. Hay doce retretes para 1.700 personas y las colas que se forman a primera hora de la mañana son larguísimas. El agua la obtienen de unos enormes tanques de agua que instaló Unicef, que también fabricó una precaria red de suministro y filtrado de agua. Los habitantes se agolpan cada día ante los tanques para aprovisionarse.

Trabajar, estudiar y volver a la cabaña

El pequeño Pasang pasea por el campamento en brazos de su hermana Ranju, de siete años. “Mi hermano ya sabe decir hola”, asegura ella sonriente mientras le pide al niño que salude. El crío junta las palmas de las manos, como rezando, imitando el gesto que hacen los nepalíes para decir “namasté” (hola).

Ranju me explica que entre ella y su hermana pequeña se encargan estos días de cuidar al niño, porque su madre trabaja y permanecerá fuera unos días. Y es que este no es un campamento de refugiados al uso, como los establecidos en Europa para acoger a migrantes sirios. En Chuchchepathi, las rutinas siguen como antes del terremoto; muchos de los habitantes tienen empleo y por la mañana se enfundan un traje, abandonan sus precarias cabañas y se van a trabajar.

En el campamento también residen centenares de estudiantes jóvenes. Cuando acaban sus clases, se reúnen a las puertas de sus cabañas para hacer los deberes y repasar la lección. Tienen que darse prisa porque la única iluminación con la que cuentan es la del sol. Cuando cae la tarde deben dejar de estudiar. Los más pequeños, por su parte, cuentan con una minúscula guardería construida con palos y tela marrón. Las clases se celebran por la mañana por el mismo motivo.

los habitantes se hacinan en el interior de las chozas David L. Frías

Al lado de la guardería hay otro sucedáneo de centro de formación. Es una carpa azul, de mayores dimensiones que las demás. Allí, varias trabajadoras sociales pagadas por ONG extranjeras acuden un par de veces por semana a aleccionar a las mujeres que no tienen oficio: “Nos enseñan a coser y a bordar. Pero vienen muy pocas veces. Nos vendría muy bien que pasasen más a menudo, porque nosotras no queremos limosnas. Lo que queremos es trabajar y tener una casa como cualquier persona”, explica otra mujer.

La especulación y el olvido de las ONG

“Las ONG nos ayudaron, pero muchas de ellas ya se han marchado”, lamenta Bijay, un anciano que pide limosna en los aledaños del campamento. Vive con su hijo, su nuera y sus cinco nietos en una miserable cabaña de diez metros cuadrados. “Apenas podemos movernos dentro. Y lo peor es que no sabemos cuánto tiempo más vamos a pasar aquí”, cuenta. Ya ha pasado un año y las urgencias internacionales se hallan en otros puntos del planeta. Nepal ya no está de moda.

“Los que han conseguido ahorrar suficiente dinero ya se han largado de aquí y viven en casas. Los que quedamos aquí somos los más pobres”, cuenta el viejo Bijay, que asegura que la especulación inmobiliaria también se ha incrementado después del terremoto. “Antes era mucho más fácil encontrar una casa barata. Ahora nos dicen que no hay pisos libres, que hay muchos destruidos y que son más caros”, se queja.

El agua provoca problemas renales

A la entrada del campamento hay instalada una pequeña carpa donde una trabajadora social nepalí trata de distribuir las ayudas que van llegando con cuentagotas. Lo primero que hace al recibir a un extranjero es señalar un cartel en el que pone: “Necesitamos comida, tiendas y luces”. Luego añade: “también medicinas, que se olvidaron de ponerlo”.

Es una de las principales carencias de este campamento. Son muchos los residentes aquejados de problemas de salud, principalmente de riñón. El agua que beben no está convenientemente filtrada y repercute en los más mayores. “Casi todos los ancianos van cada día al hospital a hacer diálisis” explica la trabajadora social “y obviamente se van andando. Tienen que caminar durante más de media hora. Si no les han puesto ni casa, ¿quién les va a facilitar una ambulancia?”.

Hambre y religión

También hay gente que pasa hambre. Una mujer llamada Raj, de 33 años y madre de cinco hijos, me muestra su diminuto huerto de no más de un par de metros cuadrados. Ha plantado pepinos y brócoli. "Mi marido no trabaja y lo que da el huerto no nos alcanza para toda la familia. A veces cambiamos algunas verduras por huevos o arroz. Otras veces algún vecino mata un pollo y nos regala algo de carne. Pero no es suficiente; pasamos hambre. Incluso alguna vez he pensado en comer vaca, aunque no lo haré porque nuestra religión no me lo permite", confiesa Raj, que es hindú como más del 80% de los habitantes del país. Varias vacas pastan tranquilas frente a su cabaña.

Raj lleva en sus brazos a Prakash, su bebé de cinco meses, al que dio a luz en el campamento. "Fuimos muchas las que tuvimos hijos aquí después del terremoto. Alguno se murió porque las condiciones de vida aquí no son buenas para los bebés. El mío es afortunado".

Tensiones vecinales

La convivencia en el poblado tampoco es sencilla. El campamento está dividido en dos áreas, separadas por un camino de tierra. Los que viven en el sector norte (el más alejado a la puerta), mantienen numerosas disputas con el resto de vecinos. Sangita, una anciana que vive en esta zona, se justifica: “Todas las ayudas que entran se van a los vecinos del sector sur porque están más cerca de la puerta”, grita furiosa mientras teje una manta en un telar manual.

Una niña lava cubos en la puerta de su cabaña David L. Frías

La trabajadora social de la puerta desmiente estas acusaciones. “Yo soy la que me encargo de distribuir estas ayudas y las reparto por igual. No tengo ningún interés en beneficiar a nadie. Yo ni siquiera vivo aquí. Lo que ocurre es que necesitan un enemigo sobre el que descargar su ira y lo hacen contra mí”, cuenta con resignación.

También hay vecinos que se quejan de que en el campamento hay gente establecida pero tiene casa. “Lo hacen para que les den otra residencia cuando el gobierno decida ayudarnos”, argumenta la anciana del sector norte. La trabajadora social ensombrece la cara cuando se le pregunta sobre esta cuestión. “Ha pasado un año y aquí no ha venido nadie del gobierno ni siquiera de visita. Yo no creo que le vayan a dar una casa a nadie”.

Miedo al monzón

De repente, el cielo se nubla, caen cuatro gotas y los niños salen en estampida hacia el interior de sus cabañas. Tres jóvenes, que trabajan de taxistas clandestinos a bordo de sus motos, miran al cielo con miedo. “El problema lo vamos a tener a partir del mes que viene, cuando empiecen las lluvias fuertes. Llegará el monzón y, tal y como pasó el año pasado, el viento y el agua van a arrasar las tiendas”.

El pequeño Pasang, ajeno a todo, sigue sonriendo y juntando las palmas de las manos para saludar a los visitantes. Su hermana Ranju recuerda que “cuando empezó a llover el año pasado, el viento se llevó nuestra tienda y mi madre se ponía encima del bebé para protegerlo del agua”. Mira a su hermano sonreír y dice: “Él es feliz porque nunca ha vivido en una casa. Yo ya quiero marcharme de aquí”.



El primer cumpleaños de Pasang, el 'hijo del terremoto' es un reportaje elaborado con la colaboración de Ayuda en Acción.

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