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Puri Lapeña (Zaragoza, 1957) tiene cinco gatos en casa. De su abuelo cree haber heredado su amor por los animales. Ni siquiera le conoció. Le asesinaron al comienzo de la Guerra Civil, veinte años antes de que ella naciera. Manuel Lapeña Altabás era el técnico veterinario del pueblo (Villarroya de la Sierra), al que llamaban cuando el caballo del vecino se retorcía de dolor. El que se reunía en secreto con otros miembros de la CNT. Al que dispararon en el barranco de la Bartolina y cuyos huesos fueron trasladados años más tarde al Valle de los Caídos. El que será exhumado ahora junto a su hermano, Antonio Ramiro Lapeña, de dicho lugar.
“Cuando Franco salía en la televisión, mi padre decía: ‘Ese hombre mató a mi padre’”, cuenta Puri acompañada de su progenitor, Manolo Lapeña, hijo de Manuel Lapeña y sobrino de Antonio Ramiro. En unos días cumplirá 92 años, y aunque tiene la memoria arrugada como un viejo mapa de carreteras, hay una cosa que recuerda sin titubear: “Estábamos en el terrico, allí en Villarroya, y dijo mi padre: ‘Aquí no nos cogerán los fascistas’. Y al día siguiente fue cuando pasó todo. Fue a atender a unos caballos a Clarés, y de regreso estaban unos amigos segando una finca en el borde de la carretera. Mi padre iba con la bicicleta, la dejó a un lado para saludarlos, y pasaron los camiones de la Guardia Civil y de Falange. Y un guardia civil, fíjate si lo tendrían fichado, dijo: ‘Mira, ahí está la bicicleta de Manuel Lapeña. Vamos a por él’. Bajaron y lo detuvieron”.
(Vídeo: Silvia P. Cabeza)
Manolo tenía unos doce años, y su madre había fallecido poco antes por una enfermedad. Se quedó huérfano junto a sus hermanos. “Yo no quiero ni recordar. Menos mal que mi hija se ha encargado de todo esto. Porque hombre, yo quiero enterrar a mi padre junto a mi madre, que está allí solica en el cementerio, pero no habría podido con todo esto. Se me pone mal cuerpo”, explica Manolo Lapeña. “Después de que le mataran, cuando pasabas por un cuartel y estaban bajando o subiendo la bandera tenías que ponerte recto y el brazo en alto. Yo pasé una vez y no lo hice, me negué. Salió uno para decirme que qué pasaba, pero otro le dijo: ‘Déjalo, ¿no ves que es un crío?’. Yo no iba a hacer el saludo falangista, ahí me cogiesen”, añade.
“Recuerdo a mi padre contándome cosas de mi abuelo desde que era pequeña. Estamos muy acostumbrados a saber qué había pasado. Y sabemos que hay gente en la misma situación, pero no en todas las familias se habla. Yo iba a un colegio de monjas y allí te decían que Franco era poco menos que un santo, pero oía lo que me decían en casa y me preguntaba qué pasaba entonces”, dice Puri.
Sentencia judicial histórica
Con ocho años, Puri le dijo a una compañera de clase: “Mi padre dice que Franco mató a mi abuelo”. La cría se chivó a la profesora. “Por suerte fue a la señorita, no a una monja, porque si no podría haberle buscado un problema a mi familia. No era consciente de las consecuencias que eso podía tener. Aunque ya eran los años 60, todavía teníamos que estar calladicos”.
Esta zaragozana se embarcó en el proceso judicial de exhumación de los restos de sus familiares en 2012. Contactó con el abogado Eduardo Ranz, quien ha conseguido a través de la vía civil —tras fracasar por la penal— una sentencia favorable.
A falta de que Patrimonio Nacional dé luz verde y acate la orden judicial de extraer los huesos del Valle de los Caídos, la sentencia ya se considera histórica. “El Gobierno derogó el artículo de la perpetua memoria en julio de 2015, pero no nos afectó porque el proceso estaba ya en marcha. Si no se hubiese derogado, las familias que quisiesen podrían seguir este mismo proceso con éxito. Ahora el resultado es incierto, pero no imposible”, explica Ranz. No está claro todavía que esta sentencia pueda sentar jurisprudencia, pero el letrado sí considera que al menos en esta ocasión el resultado es un éxito: “Patrimonio Nacional tiene 45 hábiles para responder. Si no lo hace o se niega, sería una temeridad. Iríamos al Tribunal Supremo, que no decidiría si se exhuma o no, sino que obligaría a cumplir la sentencia”.
El coste judicial que habría tenido que afrontar Puri habría sido de unos 6.000 euros de no ser porque el abogado no les ha cobrado nada. Ni a ella ni a las otras siete familias a las que Eduardo Ranz está ayudando.
La denuncia del cura
Hay un nombre que Puri no olvida: Bienvenido Moreno, el cura de Villarroya de la Sierra. Según cuenta la nieta de Manuel Lapeña, durante la Guerra Civil se dedicó a hacer un listado con los nombres de aquellos que se “oponían al triunfo del movimiento nacional”. Entre ellos estaban Manuel y Antonio Ramiro.
En una declaración del cura que consta en el expediente de responsabilidades políticas y de incautaciones escribió lo siguiente: “Debo manifestarle que Manuel Lapeña Altabás, veterinario del pueblo, fue el fundador de la CNT y el causante por lo tanto de todo el mal que ha venido al pueblo, pues supo engañar a la juventud, arrastrándola por estos derroteros tan nefastos; era un tipo severamente cretino, [...] fue fusilado”. “Los curas —cuenta Puri— en unos sitios salvaron vidas y en otros, todo lo contrario. Este hombre hizo un listado de la gente para que fueran fusilados. Aunque imagino que aunque no hubiese hecho esa lista, en la que estaban mi abuelo y mi tío abuelo, habrían ido a por ellos porque estaban ya fichados”.
La pertenencia de Manuel al sindicato era un hecho conocido por los vecinos del pueblo, aunque no está claro que fuese uno de los fundadores de la CNT en la comarca de Calatayud, como se rumorea. “Cuando era pequeñica me llevaron una vez a Villarroya, y la gente de allí me decía: ‘¿Esta es la hija de Manolo? Pobre Manolo, lo que pasó con su padre’. Y eso se te queda grabado”, recuerda la nieta.
Manolo tiene pocos recuerdos de su padre, pero se ríe al contar los equívocos que tuvieron lugar en aquellos años. “Una vez, por ejemplo, mi padre dijo que iba a buscar una bomba de agua. La gente se puso como loca, diciendo que Manuel iba a por una bomba. Todos asustados. Y cuando vino tuvo que enseñarla y explicar lo que era. La gente se creía que iba a hacer explotar una bomba”.
A ambos, padre e hija, les gusta rescatar anécdotas que componen una geografía de la memoria familiar. “Yo sé que mi abuelo era inspector veterinario, tenía tres pueblos adjudicados en los que trabajaba como tal. En la propia Villarroya tenía un cuartico con los instrumentos para las inspecciones, el microscopio y esas cosas. Ahí había una ventanica donde los ganaderos le llevaban los trozos de los animales para que los examinara, porque había que certificar que la carne estaba bien”. Manolo interrumpe a Puri: “Mi padre tenía que coger muestras y, claro, cogía un puñadico de carne de lo mejor del cerdo. La gente nos decía muchas veces en el pueblo: ‘Anda, tu padre, cogiendo trocicos de los animales’. Pero es que no se podían devolver, porque eran para analizar. Así que se los quedaba él y hacía embutido. No lo iba a tirar, oye. Había una cantidad de cerdos… Me cago en la mar, llenaba un barril colmado de trocicos de carne”.
“Una digna sepultura”
Junto a Manuel y Antonio Ramiro Lapeña están los restos de otras 79 personas, guardados en nueve cajas en el Valle de los Caídos. Los huesos fueron trasladados del barranco de la Bartolina a San Lorenzo del Escorial en 1959, donde yacen los restos sin identificar de otras 33.000 personas.
Según Miguel Ángel Capapé, marido de Puri y presidente de la Asociación por la Recuperación e Investigación contra el Olvido (ARICO), en el Registro de Inhumaciones de la Abadía Benedictina del Valle, Manuel Lapeña figuraba con el número de expediente 3.746 y su hermano, con el 3.745. Su entrada al lugar fue registrada, y procedieron a guardar los restos mortales en la cripta de la tercera planta, a la derecha del altar mayor. “Prefiero ser precavida”, dice Puri. “Todo indica que estarán ahí, pero hay que esperar a las pruebas de ADN”.
Puri estaba en su puesto de trabajo —es auxiliar administrativo en la Seguridad Social— cuando se enteró de que el juez José Manuel Delgado reconocía su derecho a dar una “digna sepultura” a sus familiares, como establece el artículo 10 de la Constitución. “Me llamó mi marido para decírmelo y me alegré mucho. Pero llevamos tanto tiempo con esto, ha sido un proceso tan largo, que no quiero hacerme demasiadas ilusiones. Mi padre no tiene demasiadas esperanzas, pero este mes va a cumplir 92 años y esta noticia ha sido muy buena para la familia”.
Los restos de Antonio Ramiro, el tío abuelo de Puri y el herrero del pueblo, también serán exhumados juntos a los de Manuel Lapeña, aunque será la familia viva —las nietas— quienes decidan dónde enterrarlo. “Su caso fue diferente. Él huyó al monte después de lo de su hermano, pero le dijeron que se entregara, que no le pasaría nada. Y así lo hizo. Mi tía [la esposa de Antonio Ramiro] le llevaba todos los días comida, porque era lo que se hacía cuando alguien tuyo estaba preso. Llegaba un momento en el que te decían que no llevaras más comida. Y eso le dijeron un día a ella. Lo mataron al final, como a todos”, explica Puri.
La historia de España tiene un agujero en su pasado, como los fusilados en el cráneo por la herida de bala. Hay quienes, como Puri, quieren asomarse a él. Recordar para olvidar. “Mi padre ha sufrido mucho. Se quedó huérfano con sus hermanos y encima en plena posguerra. Te están contando esta historia y ves el dolor que han pasado. Por eso esto no es sólo una cuestión de honrar la memoria familiar, sino la del país. Queremos que se cuente tal y como fue. Para seguir adelante tenemos que poder enterrar a nuestros muertos”.