En Turquía, ser mujer no es fácil. El profundo carácter anatolio, que hace parecer a los viandantes enfadados, concede la autoridad moral para increparte por tu atuendo, poco recatado según los más conservadores, o la forma en el andar. Básicamente, no es sencillo comenzar en un país que camina a galope entre la desbarajustada y liberal vida de Occidente y la conservadora y recatada de Oriente.
Aprender nuevos códigos y manejarte en conceptos como el “honor” o “la pureza”, que hasta ahora tenían otro significado para mí, resultó complicado. Sin embargo, Turquía nunca fue tan cruel. Pequeños rinconcitos en donde disfrutar de una cerveza entre amigos hacían la rutina más llevadera. Muy lejano queda aquel 2014, que prometía entonces democracia y modernidad y que palpitaba al compás de las protestas de Gezi, donde un año antes miles de jóvenes, de los sectores seculares y la clase media urbana, acusaron al presidente, Recep Tayyip Erdogan, de dilapidar la herencia de Atatürk, de ser un líder radical, absolutista y corrupto.
Ese año, 2014, fui llamada a una entrevista en la embajada turca en Madrid. El Gobierno de Erdogan me otorgó entonces una beca que avalaba mi proyecto de investigación sobre el autodenominado Estado Islámico. Pasé a formar parte del Ministerio para la Diáspora turca, dependiente de la oficina del Primer Ministro, que por entonces era Ahmet Davutoglu, ahora desterrado de la primera línea política. Contenta, me dirigí a comenzar mis estudios de doctorado en la polémica Universidad de Ankara, siempre situada bajo el punto de mira por sus ideas progresistas e izquierdistas.
Sin embargo, ajena a la convulsa situación política del país, mi vida transcurría con total normalidad. Como estudiante mis calificaciones fueron excelentes, como también lo era el ambiente académico que me rodeaba. Hasta entonces la cuestión del conflicto kurdo acaparaba la mayoría de los debates como también lo hacía el ascenso del pro-kurdo Partido para la Democracia de los Pueblos (HDP), que consiguió colarse finalmente en el Parlamento superando en los pasados comicios la barrera electoral del 13% .
“Cubre tu cabello y cierra las cortinas”, me ha llegado a increpar mi vecina, muy religiosa y bastante entrometida
Pero, la deriva islamista y autoritaria y los numerosos atentados terroristas, que con tremenda violencia golpearon en el transcurso del último año el corazón político y comercial de Turquía, han cambiado el día a día del país eurasiático.
“Cubre tu cabello y cierra las cortinas”, me ha llegado a increpar mi vecina, muy religiosa y bastante entrometida. El barrio de clase media en el que residía se convirtió en territorio hostil desde que el pasado mes de noviembre el Partido para la Justicia y el Desarrollo (AKP) venció en la reválida electoral, desbancando a la oposición y situando a Erdogan a un paso de su ansiada reforma presidencialista.
Tal y como años antes le definiera un miembro de su partido: “Erdogan sólo cree en Allah… pero no se fía ni de Dios”. Con el olfato político característico de un chacal, en esta etapa el presidente jugó la carta de la inestabilidad y reavivó el conflicto kurdo dentro de su estrategia nacionalista. La victoria se posicionó de su lado. Sin embargo, y tras la ruptura del alto al fuego –que duraba ya dos años- entre el PKK y el Estado turco, el país ha regresado al escenario bélico de los años 90, época en la que se consumó la política de tierra quemada, que dejó miles de familias desplazadas y decenas de miles de muertos. Ahora, además hay que sumarle a este panorama la inestabilidad desatada tras el fallido golpe de Estado del pasado 15 de julio, detrás del cual se encuentra el enemigo número uno del Gobierno turco: el clérigo Fetullah Gulen. Sobre el que fuera antaño aliado de Erdogan, recae el dedo acusador de orquestar la asonada contra el Ejecutivo.
Hasta ahora, laicos, alevíes, cristianos, chiíes y suníes habían convivido en paz. Sin embargo, tras la noche más trágica para la democracia en el país, esa relativa paz ha quedado quebrada. Los seguidores del presidente se han hecho con el control de las plazas. En Turquía ya no quedan apenas voces que se opongan al Ejecutivo. Pocos son capaces de mellar el aura ganadora de Erdogan, capaz de movilizar a un país entero a través de un mensaje por FaceTime.
Habían pasado dos días desde que los islamistas vencieran a los militares en la noche al grito al Allah’u Akbar. Son los renovados soldados del islam, la sociedad civil conservadora, el otro 50%, quienes gobiernan desde entonces las amplias avenidas -que siempre pertenecieron a kemalistas y comunistas- en el nombre de Allah y de Erdogan.
El país, que permanece en estado de emergencia, ha abolido los derechos constitucionales y suspendido la Convención Europea de Derechos Humanos. Las garantías sociales han desaparecido. En la mañana siguiente a la asonada, cuando llegué a la plaza principal de la capital, Kizilay, ahora llamada Plaza de los Mártires del 15 de julio, miles de personas recorrían las calles. Fue entonces cuando me di cuenta: mujer y extranjera. Asombrada y ensordecida bajo el grito unísono de la masa percibí que había algo extraño en mí que no complacía al resto. Rápidamente caí: era mi cruz, copta, la que incomodaba a los presentes bailando en mi cuello que me instigaban con sus palabras. Con sus miradas. Fue la primera vez que tuve que quitármela. Pero no sería la última.
Percibí que había algo extraño en mí que no complacía al resto. Rápidamente caí: era mi cruz, copta, la que incomodaba a los presentes
Los clubes a los que antes acudíamos a bailar o simplemente a charlar se vaciaron. Las noches comenzaron a saber diferente desde que Corán en mano y bajo el humo de las bengalas los conservadores -islamistas y nacionalistas- tomaron las avenidas. Un regusto amargo recorría el atardecer mientras las llamada al oración recordaba insistentemente la obligatoriedad del rezo.
Pronto, la caza de brujas comenzó, limpiando las instituciones públicas y privadas de “traidores”, más de 60.000. Nunca creí que me tocara pero he de reconocer que, mis ideas progresistas, europeístas y mis ajustados jeans llamaron la atención en la nueva Turquía neo-otomanista. Las falsas denuncias comenzaron a propagarse. Muchos aprovecharon la situación para satisfacer venganzas personales. Una acusación bastaba para ser incluido en una lista en la que todos son considerados terroristas y culpables.
Y ocurrió. El pasado 20 de julio un e-mail me dejó sin aliento: “Su programa de estudios ha sido cancelado”. Ni siquiera había pasado una semana desde que los militares sucumbieran rendidos ante los islamista y sin una notificación escrita, ni tampoco verbal, esperé una respuesta que no acaba llegar. Tratando de resolver mi situación pateé durante días las administraciones turcas. Nadie sabía nada. El estado de emergencia dio paso a un estado de caos. Los funcionarios cayeron presos del miedo y se negaban a solicitar explicaciones a sus superiores, que dirigían la purga contra los opositores. Aun así me aseguré de que mi situación en Turquía era regular y que podía continuar mis estudios. Tan sólo me quedaban dos asignaturas para acabar el doctorado aunque era consciente de que el ambiente universitario no sería el mismo. Los académicos dejaron de acudir a las universidades. Miedo comenzó a ser la palabra más extendida entre las aulas. “Estamos esperando nuestra suspensión”, me confesó mi directora de proyecto. Perpleja, asistía a la renovación del país y cuando por fin conseguí recuperar el aliento, llegó mi turno.
Nunca creí que me tocara pero he de reconocer que, mis ideas progresistas, europeístas y mis ajustados jeans llamaron la atención en la nueva Turquía neo-otomanista
Eran las 9.00 de la mañana del 6 de agosto cuando dos policías que vestían de paisano llamaron a la puerta de mi casa: “Tiene que venir con nosotros. Vamos a deportarla”. Los agentes de la Unidad Antiterrorista me sacaron de mi domicilio con lo puesto y sin mediar palabra.
Retenida e incomunicada, la incertidumbre se apodero de 36 horas de mi vida en las que no recibí ninguna explicación ni documento oficial por parte de las autoridades turcas. Casi dos días en los que no tuve acceso a un abogado ni tampoco a llamar a la embajada española, pese a mi insistencia.
Durante el interrogatorio, en el que no pude gozar de la presencia de un traductor, salieron a relucir cuestiones como mi confesión religiosa -fue la segunda vez que me obligaron a despojarme de mi cruz- o mi desmentida afiliación a organizaciones terroristas, gülenistas. Tras horas de conversación en un lúgubre sótano de un pabellón deportivo, que hacía las veces de oficina del terror, quedé 'libre' y sin cargos, aunque continué bajo la custodia policial. El procedimiento indicaba que debía ser deportada. Durante la noche los sollozos de los purgados recorrían los pasillos. Camiones cargados de personas no cesaban de llegar a instalaciones que bien podría formar parte de un thriller. Eran decenas. No encontraba explicación alguna a este desbarajuste del que formaba parte y en el que era la única extranjera. Un día después y sin copia de ningún documento oficial ni tampoco sello en mi pasaporte, fui deportada. Sin mis pertenencias y señalada con el dedo índice por los piadosos y oprimidos durante décadas por el estricto kemalismo.
Retenida e incomunicada, la incertidumbre se apodero de 36 horas de mi vida en las que no recibí ninguna explicación ni documento oficial por parte de las autoridades turcas
El mismo dedo con el que apuntan al cielo desde donde Allah observa a su hijo pródigo, ahora señala a los ‘traidores’ de la patria para que Erdogan dirija “la gran limpieza” de los enemigos del islam político. Y son muchos: que si la secta gülenista, que si los kurdos, que si los alevíes, que si los laicos. Y ahora también periodistas y académicos occidentales. “O estáis conmigo o contra mi”, recordó una vez el presidente. Ahora en los improvisados pabellones de retención son cientos los que permanecen, mientras Turquía se vacía de voces que se opongan al ’Sultán de Europa’.