"Nunca me había quitado el sombrero delante de nadie, ahora me arrastro y me hago el bueno cuando ella me llama."
Suena el contrabajo y da paso a los acordes de una guitarra. Canta George Brassens su Je me suis fait tout petit (Me he hecho pequeño), una de las canciones que Pasqual Maragall (76) se sabe de memoria. "Como a todos los enfermos de alzhéimer, a mi padre le va muy bien escuchar música, se sabe todas las canciones de Brassens y las canta; es muy curioso, todo en esta enfermedad es sorprendente", cuenta Cristina Maragall. Suena la música, decíamos, y el ex alcalde de Barcelona (1982-1997) se levanta del sofá, se acerca a su mujer y le pide un baile. "Si estuvieras tú en casa también te sacaría a bailar, le encanta".
Pasqual Maragall anunció en 2007 que padecía alzhéimer, momento en el que su vida dio un giro absoluto. Había abandonado la militancia del PSC, su amado partido, por desavenencias con la dirección, y pensaba organizarse en una alianza política europea. No pudo ser: la enfermedad tomó las riendas. Ahora, 10 años después, ya no es aquel hombre enérgico, creativo y pionero que enamoró a la sociedad con un carisma poco habitual en la clase política actual.
El alcalde que logró los Juegos Olímpicos para Barcelona no recuerda sus méritos. Su amiga y ex colaboradora Àngela Vinent suele reunirse con él cada semana. Antes salían a pasear, pero hace un tiempo que Maragall se cansa. Además, la gente lo reconoce por la calle, lo paran, le hablan, quieren hacerse fotos, y él ya no entiende. Hace unos días, su amiga le mostró la antorcha olímpica -la tiene en su taller de pintura- y el alcalde no la reconoció. "Como si hubiera visto un palo", dice con cierta tristeza. Este año es el 25 aniversario de Barcelona '92 y la ciudad deberá celebrarlo sin su protagonista.
A veces, algunos enfermos de alzhéimer mantienen su carácter pese a la dolencia. Sucede que si uno era triste, la tristeza puede apoderarse de la personalidad; si uno vivía enfurruñado, podría vivir la enfermedad con enfado. "Mi padre era alegre y tenemos la suerte de que así se mantiene", dice su hija. "Cuando vio la antorcha no supo lo que era pero sonrió mucho, como si entendiera que era algo bueno", añade Àngela Vinent, "muchas veces se enfurruña, y hasta se enfada no te creas, pero casi siempre está contento, alegre, y disfruta de los momentos".
"Que no recuerde tu nombre ni quién eres no significa que no esté bien contigo", puntualiza Cristina Maragall. Su padre se siente reconfortado con la presencia de personas a las que ya no recuerda lo que supone que aquel amor perdura, aunque sea incomprensible para quien lo siente. Para que entendamos de algún modo lo que supone padecer esta enfermedad, su hija nos pone un ejemplo: es como estar en una ciudad desconocida, en la que no entendemos el idioma y no conocemos a nadie. Es estar perdido.
Por eso la organización y el apoyo son fundamentales para ayudar a los pacientes en su día a día. "Mi padre era una persona muy anárquica, con un pensamiento transversal, famoso por llegar tarde...", recuerda su hija, "y nos sorprendió mucho porque lo primero que necesita un enfermo de alzhéimer es rutina, es importante que se les organice la vida al minuto".
Y así vive el ex presidente de la Generalitat de Catalunya (2003-2006), el político que desbancó a Jordi Pujol tras 23 años en el poder (casi absoluto, como después se ha comprobado), el hombre que denunció a CiU en una sesión plenaria del Parlament de Catalunya: "Ustedes tienen un problema y se llama 3%". ¿Premonitorio? Llegaron incluso a achacar sus declaraciones a su enfermedad, pese a que la actualidad política está dejando la esa corrupción en evidencia. Maragall vive ahora alejado de todo ruido político.
Se levanta cada día entre las 8 y las 8.30. Su mujer, Diana Garrigosa, le prepara la ropa y él se viste y se ducha solo -todavía puede hacerlo-. Desayuna siempre en casa y sale después hacia la Fundació Uszheimer, cerca de su domicilio, en la zona alta de Barcelona, donde pasa la mañana en un taller de estimulación cognitiva. Maragall va a pie cada día, le va bien caminar.
Pasa la mañana en esta entidad y su secretaria, a quien todavía mantiene, lo va a buscar para volver a casa. Maragall no puede estar nunca solo, con todas las consecuencias familiares que eso conlleva. Si está en casa viendo la tele necesita que alguien esté sentado a su lado. Si su acompañante va a la cocina o al baño, Maragall le sigue. "Imagínate lo que eso supone para todos, sobre todo para mi madre, que convive con él las 24 horas del día". Es el familiar que más ha sufrido la enfermedad, como suele suceder en todos los casos. Los cuidadores son las víctimas silenciosas del alzhéimer. Ahora, Diana Garrigosa ya se ha adaptado, pero al principio fue muy doloroso.
"Mi madre se ha organizado más y está mejor que al principio", señala Cristina, "con un enfermo así tienes que cambiar los papeles, dejar de relacionarte como lo has hecho hasta ese momento, y ese es un ejercicio muy complejo". Los tres hijos del matrimonio viven en Barcelona (la mediana, volvió de Buenos Aires hace unos meses) y están implicados al máximo en dar apoyo en casa. Garrigosa suele hacer vacaciones una semana al año, tiempo en el que son los hijos quienes cuidan a su padre.
Hay cuestiones que se repiten en casi todas las familias afectadas. Cristina Maragall lo cuenta todo con una sonrisa y hasta se ríe de algunas situaciones. Está acostumbrada a hablar con la prensa: es la portavoz de la Fundación Pasqual Maragall, una entidad para luchar contra el alzhéimer que fundó su padre cuando supo que estaba enfermo. Tienen varios programas en marcha, centrados sobre todo en la prevención y en la ayuda al cuidador, y el que más destaca es el Estudio Alfa (Alzhéimer y Familias), desarrollado junto a la Obra Social La Caixa.
Se trata de uno de los estudios "más complejos y con mayor número de voluntarios que existen en el mundo dedicado a la detección precoz y a la prevención de la enfermedad", informan desde la Fundación. "Cada tres años y durante décadas, 2.743 voluntarios realizan diversas pruebas (test de cognición, hábitos de vida, analíticas y pruebas de neuroimagen, entre otros). El objetivo es recoger información que permita identificar biomarcadores y factores de riesgo para diseñar estrategias de prevención de esta enfermedad". Entre los voluntarios está Cristina Maragall.
Porque los cálculos sobre la enfermedad son alarmantes, y en la fundación consideran imprescindible trabajar en la prevención. Una de cada 10 personas mayor de 65 años sufre alzhéimer -un porcentaje muy alto-, 45 millones de personas padecen la enfermedad en el mundo -35 millones de personas padecen cáncer y 36,5 millones han sido infectadas con el virus del Sida, según la Organización Mundial de la Salud-. Cada tres minutos se diagnostica un nuevo caso de alzhéimer en el mundo. Y no hay cura para esta dolencia, algo que sabía muy bien Pasqual Maragall.
"Mi padre supo desde el principio que él no iba a curarse, pero quiso que se hiciera todo lo posible para que se curaran otros". La imagen del ex alcalde es omnipresente en la fundación: una gran foto con su nieto a hombros da la bienvenida a quien visita la sede. Cuando él se ve en una fotografía o en la televisión, sonríe. Poco más se sabe de su mente. Mantiene algunas costumbres, como la de llevar consigo una pequeña agenda en la que anota todas las tareas que tiene que hacer cada día. Ya no las escribe él (padece cierta agnosia, lo que le impide identificar las letras), pero la agenda es uno de sus objetos fetiche. Aunque siempre haga lo mismo, día tras día.
Sobre el mediodía, Maragall come en casa y después se acuesta un rato. No duerme, suele escuchar música y relajarse. "La música casi siempre funciona", recuerda Cristina, "si está triste lo alegras y si ves que se pierde, sirve para devolverlo al mundo real". Le gusta Brassens, como decíamos, y también escucha clásica, sobre todo Bach. El flamenco y la rumba catalana son otras pasiones que combina con boleros y jazz. Maragall escucha sí, pero también canta y baila. "Hay momentos buenos, pero no es la alegría personificada", admite su hija.
Culta y con numerosas inquietudes, la pareja Maragall-Garrigosa todavía sale de vez en cuando. Van a algún concierto o al cine, tratan de disfrutar de las pequeñas cosas. El ex político puede ver una película varias veces porque no suele recordar lo que ha pasado, pero sigue bien el discurso. "Al menos no se levanta nunca a media peli, aguanta hasta el final, eso sí, tiene que estar siempre con alguien", insiste Cristina. Y tiene sus manías, que con la inhibición propia de la enfermedad se han acrecentado. Le dan mucha rabia las palomitas en el cine, es algo que no soporta, y a veces riñe a quienes hacen ruido en la sala.
Las tardes las pasa con su cuidador -"tenemos la suerte de poderlo pagar", matiza Cristina-, que le asea, le acompaña ante la televisión y sale con él a dar un paseo. La cena es hacia las nueve de la noche y después se acuesta. En esa rutina caben momentos de excepción, como una celebración familiar. "Siempre en casa", matiza Cristina. Hace unos días fue el 16 cumpleaños de uno de sus nietos y hubo pastel con velas y todo. Pasqual Maragall comió un trozo, se olvidó, y después comió otro trozo.
Este despiste puede combinarse con una perfecta dicción en otros idiomas. Maragall era y sigue siendo políglota, porque lo que más daña el alzhéimer es la memoria inmediata. Sucedió hace un tiempo: Maragall se encontró con su amigo Francesco Rutelli, ex alcalde de Roma, en un acto institucional, y tras unos instantes de desconcierto, se dirigió a él en italiano -a Maragall le llamaban Il Professore porque al abandonar la alcaldía barcelonesa se mudó un tiempo a Roma a dar clases en la universidad-. Los actos públicos han ido desapareciendo de esa minúscula agenda. Le cuesta más rodearse de mucha gente, le molesta el ruido, el barullo, es quisquilloso y, dice su hija, "el punto de inhibición que provoca la enfermedad se puede manifestar provocando momentos incómodos".
Paciencia. Paciencia activa. Así ha bautizado Diana Garrigosa la actitud que debe tomar ante su marido. Porque esa paciencia se tiene que ir adaptando a las nuevas necesidades, a las nuevas sorpresas que la enfermedad provoca. "Hace sufrir la mirada perdida, porque era una persona muy contectada que siempre miraba a los ojos", recuerda su hija. Cristina Maragall trata de sonreír -se acaba de casar y desprende felicidad-, busca la alegría en su discurso, como su padre, que "siempre fue alegre y lo sigue siendo... Ya ha pasado la fase de la rabia, ahora vive en paz".
Y para que esa paz se mantenga durante el día, el molt honorable -título que mantiene por haber sido presidente- necesita tener en sus bolsillos las llaves, las gafas y la pequeña agenda. El móvil ya no lo usa nunca. En los meses más fríos, además, no se quita su gorra. "Cuando llegue el calor se la tendremos que esconder", bromea su hija.
George Brassens cantaba a una mujer de la que se había obsesionado. Pasqual Maragall canta Brassens sin saber que bien podría dedicar sus palabras a la maldita enfermedad.
"Nunca me había quitado el sombrero delante de nadie, ahora me arrastro y me hago el bueno cuando ella me llama."