Su hijo no figura entre las listas de las víctimas del 11-M. Tampoco tiene una lápida, ni siquiera un nombre. Porque no había llegado a nacer. Mónica guardó su luto. Sus recuerdos en estas fechas saltan de vagón en vagón hasta alcanzar aquella “ola de fuego” que la envolvió; una explosión que acabó con la vida de aquella persona que, sin ella saberlo, llevaba en sus entrañas. Y de pronto se ve a sí misma en el suelo del tren, en Atocha, rodeada de hierros y angustia. Quería vivir. Una voz interior le decía: “Qué te pasa, qué malita estás. Tienes que respirar, te mueres”.
Mónica Sánchez García, de 41 años, repasa para EL ESPAÑOL su 11-M, una fecha del año 2004 que en su memoria se traduce en sensaciones: el miedo con el que se echó al suelo, las quemaduras que tenía por todo su cuerpo, el ruido de las pisadas sobre los cristales. Alguien, no sabe quién, se le acercó y le acarició el pelo: “Estate tranquila, te hemos encontrado”.
Tenía 28 años y su vida pendía de un hilo. Una ambulancia la trasladó al hospital de La Princesa. Debió de decirles a los médicos, con mucha serenidad, que le quitaran “todo ese dolor” que tenía, pero eso no lo recuerda. Entró en coma y despertó un mes más tarde sin entender qué hacía en esa habitación. “A mi familia le decían que era como si me hubiesen pasado dos camiones por encima”.
Nació en Madrid, pero habla con acento tinerfeño, donde lleva residiendo los últimos años. Con voz suave y dócil relata sus dolencias: “Tenía todos los traumatismos que puede tener una persona. Me tuvieron que operar de la cabeza, del pie… tenía la tripa destrozada, la columna rota por varios sitios y se me habían destrozado los oídos. ¡Ah! Y las quemaduras por todo el cuerpo”.
Sus familiares quisieron suavizar el impacto de la noticia y le dijeron que el tren había descarrilado. Pero eso no le encajaba. La bola de fuego y los movimientos del vagón no eran cosa de un accidente. Quería saber. Fue reconstruyendo un relato con los retazos de su memoria:
“Vivía en Vallecas, pero trabajaba en Alcobendas, en el departamento de atención al cliente de una empresa de renting de vehículos. Mi hija, Carla, de 15 meses, estaba mala y mi suegra la cuidaba esos días en su casa. Al llegar, la mujer estaba dormida, así que dejé a la niña en la cuna y me fui sin tomar el café. Llegué antes de lo normal a la estación y cogí el tren. 'Ya estoy en camino, no me esperes', le escribí a una compañera de trabajo con la que solía viajar.
El tren estaba abarrotado y yo estaba como loca por sentarme. Al llegar a Atocha Renfe se bajó mucha gente y yo cogí asiento. Recuerdo un movimiento raro del tren, como de un lado para otro. Y miré por la ventana. Vi que había como neblina… quizá humo. Ya debía haber explotado la primera bomba. Pero no oí nada. Quizá un pitido. Después explotó la de nuestro tren”.
- ¿No se ha planteado nunca la importancia de ese café que no llegó a tomar?
- Claro. Pero no sé si hubiera cogido otro tren o si me habría salvado. Fue lo que fue y ya está.
Luto por el hijo que no nació
Las intervenciones en el hospital fueron duras, pero Mónica agradece que su salud nunca empeorase: “Siempre fui hacia arriba y no tuve ninguna infección, pese a las heridas. Tuve una gran suerte”. Preguntó qué había ocurrido durante el tiempo que permaneció en coma. “La mente quiere llenar esos huecos. Le preguntaba a la gente qué había pasado, qué habían hecho durante ese tiempo y cómo veían mi evolución”.
Mónica sumaba ya tres meses de hospitalización y de dudas. En esas, le surgió una inquietud.
- Doctor, ¿me ha bajado la regla durante este tiempo?
- No. Pero es normal en tu estado. ¿Es por eso por lo que últimamente estás tan nerviosa?
- No sé. Es que…
- No te preocupes, te hacemos una prueba de embarazo si te vas a quedar más tranquila.
Mónica supo el resultado sólo con ver la cara de la enfermera. “Es positivo”. Surgieron las dudas sobre la viabilidad del embarazo. “Estaba tan débil, tan débil, tan débil… tendría que retirarme las medicinas, me habían extirpado el bazo y la vesícula y no sabríamos si los puntos aguantarían. Y la placenta estaba muy dañada por la explosión. Se temió por mi vida”.
Los médicos le aconsejaron y Mónica tomó la decisión más drástica: “Pues nada… otra operación más. Me durmieron dos o tres días para estar más tranquila. Al despertar guardé mi luto pertinente por el niño que nunca había llegado a nacer. Le culpé al atentado de la pérdida de mi hijo”.
Su hija no la reconoció
“Ya no aguantaba más en el hospital”. Así que en septiembre, medio año después del atentado, pidió el alta y se marchó a casa. Se le hizo cuesta arriba. “Fue horroroso, durísimo”, admite con tono suave. Porque su hija Carla, que ya rondaba los dos años, no la reconocía. Eran las heridas y las cicatrices: “No me llamaba mamá”. También porque se había quedado sorda de un oído y apenas escuchaba con el otro. Readaptó por completo su vida y “eso genera un poco de estrés postraumático”.
Quedó incapacitada y no pudo regresar a su trabajo. Tampoco era su mayor preocupación. Todos los esfuerzos se centraban en su rehabilitación. Decidió luchar: “Soy normalita, pero el ser humano es un superviviente nato; su naturaleza es querer vivir, saltar obstáculos, y a eso me aferré. He llorado, he caído, pero siempre he pensado que la vida te pone piedras y nosotros estamos para saltarlas”.
Fue ganando independencia a medida que avanzaba en su curación. Se apoyó en la Asociación 11-M Afectados del Terrorismo, que “eran como una familia”. También en su madre, en su pareja -Eduardo-, en su hija Carla y en las otras dos niñas que llegaron con el tiempo, Aitana y Naiara. Ahora vive en Tenerife. “No me queda ninguna secuela física visible”, cuenta con optimismo. Lleva prótesis para poder escuchar y aspira a que el Estado le pague unas nuevas: “Estas ya están viejas y no funcionan bien”. Sostiene que es “un problema ser víctima del terrorismo” porque “hay que pelear por estas cosas”, aunque ella delega los asuntos burocráticos a la Asociación 11-M.
También cree que con un atentado “te sacan de la sociedad y te ponen un estigma”: “Cuando tienes una enfermedad o un accidente, es un trauma grave, pero ahí queda. Nosotros somos víctimas y esa condición se queda marcada por siempre. Conmigo se cometió un atentado contra el Estado de derecho, no contra mí. Yo fui un daño colateral. Eso te pone un estigma enorme”.
Se sacude los agobios y habla de su nueva vida. Disfruta de su empleo como agente inmobiliario, en el que lleva un año: “Ahora las niñas tienen 14, 11 y 9 añitos. Son más mayores y me dejan un poquito más de libertad. Yo nunca he vendido un lápiz, pero hice los cursos y descubrí que me gusta. La espalda y el pie me duelen todos los días, pero estoy ocupada y le hago menos caso. Tengo la sensación de que formo parte otra vez de la sociedad”.
“Mi segundo cumpleaños”
“Cuando llega el día, cuando van rondando estas fechas, es complicado. Porque la mente siempre vuelve atrás. Vuelven los recuerdos, las sensaciones… Siempre que hay una nueva víctima, sé lo que le espera, desde mi alma”. A Mónica le duele la “vulnerabilidad del ser humano”: “Por mucho que luchen las Fuerzas de Seguridad del Estado, es imposible erradicar la maldad del ser humano. La mente vuelve a esos días con pena, no con miedo, porque somos así de frágiles”.
Recuerda también a su hijo que no llegó: “Una cuñada también estaba embarazada y ese bebé nació. Y si no hubiera habido un atentado, el mío también habría nacido. Pero aquel embarazo... no había muchas posibilidades. La placenta estaba muy tocada y yo estaba muy mal. Tenía una hija que se merecía tener una madre. No figura en las estadísticas, pero ese niño también murió por el atentado”.
Mónica admite que nunca ha vuelto a coger un tren -“¿quién dice que tengo que superarlo?”- y que estos días celebrará su particular victoria contra la muerte: “Es mi segundo cumpleaños, ese día volví a nacer”.
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