La casita está situada en una pequeña parcela al norte de Madrid. Por un lado la cerca la A-607, la carretera de Colmenar. Por el otro, las vías del tren de Cercanías. Se trata de un remanso de paz y de reflexión en medio del salvaje ajetreo de la ciudad. Los coches pasan a un lado y a otro, pero el ritmo de vida aquí es el del campo. Al frente de la vivienda, el padre Jorge, quien lleva veinte años acogiendo toxicómanos e inmigrantes, abre la puerta porque no tiene nada que esconder. El suyo es un refugio para el alma. Tampoco cuando le pregunto la reacción que provocará su apacible ecosistema la llegada al lugar de un nuevo y famoso inquilino, un hombre de presente incierto y pasado negro.
Desde los próximos días, uno de los voluntarios de la asociación Francisco de Asís que le echan una mano cuidando a quienes se alojan en su casa será uno de los tipos que elevaron, veinte años atrás, el narcotráfico gallego a cifras internacionales, uno de los que convirtió Galicia en la puerta de Europa del hachís y la cocaína. Laureano Oubiña, el capo gallego, el señor ‘do fume’, ha salido de la cárcel. Le han concedido el tercer grado penitenciario y aprovechará ese tiempo echando una mano en la casa para rehabilitar y reinsertar, entre otros, a los toxicómanos que viven allí. En contraste con los fantasmas de su pasado, se trata de toda una paradoja.
El de Cambados (Pontevedra) tenía cierto interés en conocer las labores del padre Jorge. Quería saber cómo vivía, a qué se dedicaba, lo que hacía en su casa. Por eso, a través del cura de la prisión de Navalcarnero, con quien hizo buenas migas a lo largo de los años de encierro, organizó varios encuentros. “Yo le recuerdo de hace años. Conocía lo que hacía en aquel entonces y no me caía nada bien. Pero los dos quisimos conocernos. El me aceptó a mí y yo le acepté a él. Todo el mundo merece una segunda oportunidad”, explica el sacerdote.
En el día de su liberación EL ESPAÑOL acude a la casa en la que el narco pasará los últimos meses de su condena cultivando la huerta, cortando leña y realizando, según cuenta el padre Jorge, alguna que otra tarea doméstica. “Aquí nos da igual cómo se llame. Trabajará como si fuera uno más. Porque es uno más”.
Una casa de salvación
Se trata de un edificio de una sola planta. Las paredes, por fuera, son amarillas y blancas. Al cruzar el portón de la entrada, hay a la derecha un corral repleto de gallinas. Más adelante, árboles frutales, un pequeño huerto, una fuente y, al fondo, un invernadero. Dos caravanas en las que duermen varios de los chavales rematan el paisaje. El sacerdote señala un poco más allá. “Esa casa la adquirimos hace poco de RENFE y la estamos acondicionando. Ellos -los jóvenes a los que acoge- me están ayudando a rehacerla”. Poco más les hace falta al padre Jorge y a quienes acoge en su morada para ser feliz.
A esto se dedicará Oubiña a partir de ahora de lunes a viernes, de ocho de la mañana a dos de la tarde. Al de Cambados (Pontevedra), el juez le ha concedido el tercer grado penitenciario, y él lo sobrellevará realizando actividades de ayuda a la comunidad en la casa del padre Jorge. Todas las mañanas abandonará el CIS (Centro de Inserción Social) de Alcalá de Henares en el que podrá reposar para dirigirse al norte de la ciudad y colaborar en las tareas más cotidianas.
Dentro de la vivienda, cinco jóvenes descansan en un sofá dentro de un salón en penumbra mientras ven la televisión. Otros dos pasan el rato viendo vídeos en internet en una de las habitaciones. Algunos han estado enganchados a las drogas. Otros son inmigrantes subsaharianos.
Sin embargo, tienen algo que les une: todos adoran al padre Jorge. Él, entretanto, se quita importancia. “La forma de ser cura que nos enseñaron en el seminario es que hay que ayudar a la gente, estar atentos a los problemas de las personas. Intento seguir a nuestro Señor, porque Jesucristo, para mí, era un hombre claro: hacía mucho y hablaba poco”.
La rutina en la vivienda es siempre la misma. Mientras unos arreglan la casa, otros cuidan la huerta o cortan leña para tenerla en reserva. Es precisamente eso lo que hará el narco gallego durante los próximos meses: estar en contacto con personas en situaciones extremas, que han pasado por lo peor de las drogas. Nada que ver con aquellas veladas orgiásticas en los casinos pontevedreses, aquellas mariscadas interminables en la ría de Arousa.
Oubiña llevará ahora un tren de vida distinto. Según el padre, el narco ha cambiado mucho de cómo era antes de estar en la cárcel a lo que es ahora. “Es un tipo muy hablador. Yo lo he visto como más bajo. Más humilde que entonces. Más tranquilo”, explica el sacerdote a EL ESPAÑOL.
El reinado de Oubiña
A las nueve de la mañana del pasado lunes, un Seat Ibiza gris abandonaba la prisión de Navalcarnero. En el asiento de copiloto, Laureano Oubiña. Al volante, Francisco Javier Sánchez, uno de los sacerdotes que colabora en la prisión, ese con el que hizo buenas migas cuando asistía a misa los sábados. El hombre que a los 17 años fundó su primera compañía para traficar con tabaco se paraba a hablar con los medios.
Oubiña no se mordió la lengua:“Gracias al juez y al gran abogado que tengo. Y gracias al cura. Porque por estos… Eso es un estado dentro de otro estado. Y un gran negocio para quien lo dirige. Porque hay gente que no tiene abogado y se está pudriendo ahí dentro. Prefiero ser director de una cárcel que director de un hotel de seis estrellas en plena Castellana. Eso es un negocio”.
Las afirmaciones, algo atrevidas, cuadran en algo que Oubiña conoce muy bien: montar un imperio al margen de la ley. El suyo se instaló a lo largo y ancho de las costas gallegas. Luego se pasó los siguientes treinta años -desde principios de los 90- entrando y saliendo de las cárceles españolas. Eran otros tiempos para el mayor traficante de hachís de las costas gallegas.
Eran otros tiempos. Tiempos, como el año 1997, en los que se permitía espetarle al entonces fiscal antidroga, Javier Zaragoza, que no tenía ningún tipo de relación con el narcotráfico. “Usted es el primero en saberlo. No tengo relación con droga ninguna y usted lo sabe”, replicaba desde el banquillo. Le daba igual todo. No le importaba ver a Carmen Avendaño y las otras madres gallegas que luchaban contra una droga que destrozaba a sus hijos protestando a las puertas del Pazo Baión.
Corría el año 1990 cuando el helicóptero en el que iba el juez Baltasar Garzón aterrizó en el emblemático pazo, emblema de Oubiña y símbolo el narcotráfico gallego. Al de Cambados lo detuvieron por primera vez en el marco de la operación Nécora y fue por este caso cuando le adjudicaron su primera condena importante: seis años por delito fiscal. Eso sí, fue absuelto del delito de narcotráfico. Tuvieron que pasar nueve años para que un juez condenara a Oubiña por la actividad delictiva que más le había distinguido. Le cayeron cuatro años de cárcel por organizar y dirigir un transporte de 5.741 kilos de hachís desde su Galicia natal a los Países Bajos.
Sin embargo, cuando la Audiencia Nacional dictó la sentencia, Oubiña ya había huido. Trece meses después fue detenido en Grecia y extraditado. Ahí empezó un periplo con salidas y entradas de las cárceles mientras se sucedían los juicios por tráfico de drogas o por blanqueo. Su última condena, a 4 años y 7 meses por blanqueo de dinero procedente del narcotráfico, le llegó en febrero de 2014. La terminará de cumplir en semilibertad. El juez se lo permite, entre otras cosas, por los servicios sociales a los que va a dedicar su tiempo. “La actividad con la que se ha comprometido con la ONG le permitirá conocer, valorar y asumir las consecuencias de la actividad delictiva”, señalaba en su auto del pasado viernes 24 de febrero el juez José Luis Castro. Ahora vuelve a estar en la calle. También el padre Jorge es de la opinión de que –por qué no- Oubiña puede redimirse.
- Todos merecemos una segunda oportunidad.
- Por supuesto. Pero más que una segunda oportunidad, es que él ha cumplido su pena y tiene que salir. Le toca. Y si sale y aun encima puede hacer un beneficio a la sociedad, pues nosotros le hacemos a él un favor y él, a la vez, nos hace un favor a nosotros.
Un cura poco usual
El padre Jorge de Dompablo tiene 60 años y no es un sacerdote al uso. En realidad, prefiere que le llamen cura. Y eso que ni siquiera lleva sotana. Viste normal y lleva un chaleco marrón con motivos coloridos sobre la camisa. Se ha pasado toda la vida –treinta años desde que salió del seminario- rescatando jóvenes de la calle, caídos en desgracia, atrapados por la droga. Últimamente también acoge inmigrantes en la vivienda a la que Laureano Oubiña acudirá para echarle una mano. “Esto es un lugar de paso, al que pueden venir siempre que quieran. Al fin y al cabo, es la casa de todos ellos”.
El padre Jorge, además de la asociación que dirige desde su casa, es el cura de la parroquia madrileña de Nuestra Señora de la Guía. Apenas encuentra huecos libres para el ocio. Acaso es en verano cuando puede disfrutar un poco más. Con la llegada del buen tiempo, el jardín de su casa se convierte en un lugar de reunión tanto para los jóvenes a los que acoge como para los amigos. “Montamos las mesas y hacemos unas comidas larguísimas en las que les invitamos a ellos y también a los amigos. Aquí tenemos espacio de sobra”, asegura a EL ESPAÑOL.
El cura conoce bien el mundo del que viene Oubiña. Lo ha sentido en sus propias carnes. "Yo tengo y he conocido mucha gente afectada. Dos chicos que han vivido aquí se han muerto. Enterré las cenizas de uno de ellos en mi finca. A otro lo estuve yendo a visitar un año entero todos los días al cementerio. Sé lo que es el mundo de la droga”, reitera.
El padre Jorge se ha pasado media vida deambulando de un poblado a otro de Madrid. Controla al dedillo, por ejemplo, la Cañada Real. Allí y en otros lugares guardan tan buenos como malos recuerdos. Le han hecho de todo: “Me han robado, me han dejado sin nada. Uno de los chicos que vivían aquí me quemó la casa. Estuvimos dos años fuera hasta que nos la arreglaron. Todos los recuerdos, todos los libros, todas las fotografías... Y eso que era de los míos. Yo lo paso mal, sé lo que es. Yo lo he sufrido. No ha sido un hijo mío, un hermano mío, pero lo he sufrido”.
Por eso, cuando le hablan de Oubiña, del mismísimo Oubiña, cree que también él tiene abierta la puerta de la redención. “Cuando me dicen de este hombre digo: muy bien. Lo mismo que he visto a los chicos que han robado que han hecho daño, que han salido a delante, también él lo merece. Insisto: todas las personas merecen una oportunidad”.