A día de hoy, es la víctima 193 de los atentados terroristas más sangrientos de la historia de Europa. Esta joven fue la última en sumarse a una fría lista de tres dígitos. Pero ella no es tan solo un número. Nunca se despertó de lo que ocurrió aquella mañana. Lo que casi nadie sabe es que se fue hace tres, en 2014, justo una década después de lo ocurrido. Falleció a los 35. Llevaba en estado vegetativo desde que la explosión de las bombas le alcanzó en Atocha. Nunca llegó a despertarse.
Ahora, en el decimotercer aniversario de lo ocurrido, EL ESPAÑOL reconstruye, a partir de la sentencia del caso y de las declaraciones en los juicios, lo que le ocurrió a la víctima 193 aquel fatídico día que iba a quedar grabado en la memoria de todos los españoles.
La mañana del 11 de marzo
El jueves 11 de marzo de 2004, la joven se había levantado pronto para trabajar. Su camino hasta el lugar en el que trabajaba pasaba, necesariamente, por subirse al tren de cercanías de Parla y llegar a Atocha. Allí se cambiaba de línea y luego transitaba hasta el norte de la ciudad. Ese día, el horror en el que se sumió la capital de España, provocado por la explosión de diez mochilas cargadas de explosivos y escondidas en distintos puntos de los trenes, se cruzó en su camino.
Como ella, más de dos mil personas, sin contar familiares, amigos, conocidos de quienes estaban en las estaciones en las que explotaron las bombas en aquel momento, quedaron afectados por lo sucedido.
Era una mañana invernal. Salió de su casa de una localidad del sur de Madrid y se dirigió, como todos los días, a trabajar su oficina. Se bajó del cercanías y se dirigió a la estación. Faltaban veinte minutos todavía para llegar a su destino. Pero nunca alcanzó el lugar en el que habitualmente desempeñaba su trabajo.
A las 7:37 de la mañana estallaron las primeras bombas. Las cámaras de vigilancia captan las tres explosiones de forma consecutiva y el caos y el humo que se apoderó del andén. Un minuto después, dos artefactos más estallaron en el tren 21435 a la altura de la estación de El Pozo, en el barrio de Vallecas. El tren se dirigía inexorable hacia Atocha, repleto de universitarios y trabajadores. Luego, otra en un tren en la estación de Santa Eugenia. Tres estallaron en el vehículo 21431, que circulaba por la vía 2. Una de esas tres deflagraciones fue la que alcanzó a la chica. Las últimas cuatro estallaron en la calle Téllez, en el tren 17305, a 500 metros de la entrada de la estación.
Así comenzaba el 11 de marzo de 2004. La víctima 193 era una de las cientos de personas que se habían subido en aquellos fatídicos vagones. Los servicios de emergencias pronto llegaron a Atocha para llevársela, junto con el resto de los heridos. Las sirenas de las ambulancias retumbaban aquella mañana por todo Madrid. El servicio de metro y de cercanías hacia el centro de la ciudad se suspendió de inmediato. Las primeras impresiones, y así lo reflejaban algunos locutores radiofónicos, eran que ETA había vuelto a actuar. Todo se fue aclarando conforme pasaban las horas hasta que se desveló que se trataba de un atentado perpetrado por el terrorismo islámico.
Las ambulancias fueron transportando, poco a poco, a los heridos a los hospitales Doce de Octubre, a Clínico de Madrid y a La Princesa, que activaron al momento el plan de emergencias ante catástrofes. El ayuntamiento de la ciudad levantó un hospital de campaña en la calle Daoiz y Velarde, justo al lado del parque del Retiro, a una distancia no demasiado lejana del epicentro de los hechos. En el primero de los tres hospitales, en el Doce de Octubre, se encontraba la joven. Nunca despertó de aquello.
Ingreso en el Hospital
Ingresó en el hospital. Tenía un traumatismo craneoencefálico grave. Una cirugía logró mantenerla con vida, pero a los padres pronto les dijeron que iba a resultar muy difícil que saliera del coma. Desde ese momento, los padres de la joven lucharon por su hija todos los días durante diez años. Su vida se apagó el pasado 2014, cuando llegaba el décimo aniversario de los atentados.
Pasaron los meses, la situación en la ciudad se fue normalizando, y las pesquisas de la policía y de los investigadores lograron que los primeros responsables fueran capturados. Entretanto, fue trasladada tiempo después del atentado. Llegó a la Fundación Instituto San José, en el barrio madrileño de la Fortuna. Allí la acogieron y allí estuvo junto a otros pacientes que se encontraban en la misma situación.
La Fundación San José es una institución de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios. Según cuentan, su misión es “ofrecer atención integral a las personas con procesos clínicos complejos”. Atienden, sobre todo, a personas con alto nivel de dependencia y que se encuentran “en régimen de hospitalización, ambulatorio y domiciliario”. Se trata de un enorme recinto de edificios de ladrillos de color rojo y rodeado de enormes jardines. Está formado por nueve edificios rodeados por todas partes de vegetación. Allí estuvo la víctima, durante una década, luchando por despertar.
La trataron junto con otros pacientes en la misma situación. Todo fueron complicaciones. Su madre tuvo que dejar el trabajo. Se dedicó en cuerpo y alma a cuidarla. El caso fue atendido allí como un caso de hospitalización de media-larga distancia, algo para lo que la Fundación Instituto San José está más que preparada.
A la paciente se le podía notar la temperatura corporal, respiraba sola, su corazón latía, aseguraba hace dos años Pilar Manjón, presidenta en aquel entonces de la Asociación 11 M Víctimas del Terrorismo. “La parte de su cuerpo que tiene intacta es la que mantiene las constantes vitales, tiene temperatura, respira sola, su corazón late”, explicaba Manjón.
La indemnización más alta del juicio
El tiempo pasó, y pronto llegó el juicio más controvertido de la historia reciente de nuestro país. En medio de todo el revuelo y de las declaraciones de los terroristas, este caso fue muy sonado. Su familia obtuvo la indemnización más alta de todas las que se otorgaron a las víctimas del fatal atentado. Según se desprende de la sentencia del Tribunal Supremo, los familiares recibieron una elevada cantidad que superaba en 30.000 los 3 millones de euros. El escrito de la alta sala lo explica así: “Una a favor de sus familiares de 1.000.000 de euros más la que corresponde a ella consistentes en sustituir la indemnización por días de curación o estabilización por un fondo de 250.000 euros más el 1.500.000 euros que le corresponde por las secuelas”.
El drama de su familia, exteriorizado por su hermano durante el juicio, estremeció a todos los que allí se encontraban. El estado de la joven, narrado por quienes mejor la conocían, hizo que las autoridades reconsiderasen su postura y que aumentasen la indemnización a la familia para que pudieran atender de ella y cuidarla.
La cantidad que finalmente se le otorgaría fue revisada en diversas ocasiones por la alta sala. Todo esto se supo el 18 de julio del año 2008, cuatro años después de la masacre islamista. Hasta aquel momento era Eduardo Madina quien ostentaba la indemnización más alta de todas las percibidas por una víctima del terrorismo: 3 millones de euros. El que era y es diputado socialista perdió la pierna izquierda tras la explosión de una bomba lapa que ETA colocó en los bajos de su coche en la localidad de Sestao.
Este fue, precisamente, uno de los motivos por los cuales la familia solicitó un aumento de la indemnización. El “notorio agravio comparativo a la hora de fijar el quantum indemnizatorio” con respecto al parlamentario del PSOE les llevó a reclamar ocho millones y medio de euros. Ante este argumento, la alta sala argumentó que no se podían equiparar ambos casos. Al no tratarse de situaciones idénticas, no es posible acudir al principio de igualdad, según el argumento de la sala.
La sentencia apoyó en todo momento las demandas de la familia: “Teniendo en cuenta el cuadro definitivo de estado vegetativo, la finalidad del depósito, la proliferación de gastos de todo tipo que puede generar la atención completa a la víctima, excluidos los gastos derivados de la atención médica que atenderán los servicios oficiales de salud y, especialmente, su edad, 25 años en el momento de los hechos así como la esperanza de vida”, explicaba la sentencia.
Diez años dormida
Su vida se apagó una década después de la tragedia, tras diez años sumergida en un triste sueño del cual no pudo escapar. Años después, con la familia en pleno duelo y ella inmersa en una lucha imposible, fue condecorada por el Consejo de Ministros. Se le concedió la Medalla del Mérito al trabajo en la categoría más alta, el oro.
Aquel año, con ella fueron galardonadas otras personalidades como Joan Manuel Serrat, Margarita Salas, Gabilondo, María Galiana… La insignia le fue otorgada como una suerte de homenaje a una persona normal y sencilla, como cualquier otra, la honra a una currante, el “reconocimiento a su vida de trabajo que fue truncada”.
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