Ocurrió en la madrugada del 13 de abril de 2012, entre las cuatro y las cinco. Caída con un pronóstico complicado: fractura de cadera. El tropiezo de Juan Carlos I, entonces 74 años sobre los hombros, fue la pieza que desencadenó el efecto dominó. De los elefantes de Botsuana a la abdicación. Y el fin del silencio que acompañaba a la vida personal del rey, entonces ligada a la princesa serenísima Corinna zu Sayn-Wittgenstein. Este jueves se cumplen cinco años de aquel incidente grabado a fuego en la trayectoria del monarca emérito, hoy relegado a representar a la Corona en los actos institucionales a los que no puede asistir su hijo Felipe.
El incidente ocurrió en un escenario poco accesible, por lo inhóspito del terreno y por el desembolso económico que supone el transporte hasta el lugar de caza: tras aterrizar en Maun, al norte de Botsuana, Juan Carlos I tomó un avión privado hasta el delta del río Okavango, poderoso torrente de agua que desemboca en costas de Namibia. Tuvo que pagar los gastos de alojamiento y de la cacería. No menos de 50.000 euros (por persona) por visitar la región del elefante, pieza cotizada entre cazadores. El monarca abatió uno de ellos el 11 de abril. La empresa Rann Safaris organizó los pormenores de la expedición.
Allí se encontraban Juan Carlos I, Corinna, de 47 años, y el hijo de ésta, Alexander, de 10, amén de otros amigos próximos. El batacazo tendría unas consecuencias que pocos de los presentes podían imaginar. Se abrió la caja de Pandora.
¿Qué hacer? ¿Dónde tratarlo? Los primeros pronósticos hacían temer lo peor: las asistencias sanitarias (básicas) que encontraban en la región no eran suficientes para ocuparse del paciente. Se temía la fractura de la cadera derecha.
¿Cómo afrontar la crisis?
Había que trasladarlo a España de urgencia. Y eso obligaba a nuevas preguntas: ¿cómo tratar el accidente ante los medios y la opinión pública? ¿Se debía ocultar lo sucedido? ¿Maquillar los acontecimientos? ¿O contar desde el primer momento la realidad con todo lo que esto podía conllevar?
Al Centro Nacional de Inteligencia (CNI), dirigido por el general Félix Sanz Roldán, no le ha sido fácil gestionar la vida privada del monarca. El episodio de Botsuana fue uno de los más delicados que tuvieron que afrontar. Se optó por explicar el incidente ante la opinión pública, sin entrar en pormenores, y sólo cuando la intervención se hubiera efectuado con éxito.
El doctor Ángel Villamor realizó tan complicada operación, no tanto por la dificultad de la práctica como por lo mediático de la misma. Ocurrió el 14 de abril, aniversario de la proclamación de la segunda República en 1931. Esa noche todos los medios se hicieron eco de la noticia. El diario El Mundo, entonces dirigido por Pedro J. Ramírez, fue el único que aquel día editorializó sobre el tema con un artículo titulado 'Un viaje irresponsable en el momento más inoportuno'.
Pero las explicaciones sobre el incidente sabían a poco y el foco -también las críticas- se trasladó sobre el propio monarca. A los cuatro días, con la compostura y la cadera apoyadas sobre la muleta, Juan Carlos I hizo una declaración pública sin precedentes ante las cámaras de televisión: “Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a suceder”, apuntó en dependencias del Hospital USP San José.
Esos días se produjo otra escena incómoda para la Corona: al centro clínico llegaron, en el mismo coche, la reina Sofía la infanta Cristina e Iñaki Urdangarin. La explosión del caso Nóos había abierto el debate sobre si la imagen de Urdangarin debía seguir vinculándose a la de la Casa Real; el monarca no digirió fácilmente aquella fotografía.
La vida privada del rey
Cuando se rompió la cadera, ¿con quién se encontraba? ¿Quién era Corinna? Los medios se afanaron en dar una respuesta. Estallaba el silencio que envolvía la vida privada de Juan Carlos I al entenderse que también se trataba de un asunto de Estado. A la empresaria alemana, princesa serenísima -título heredado tras su matrimonio, el segundo, con el príncipe Casimir, también alemán-, se le había visto en varios actos públicos a los que también había asistido el rey.
¿En qué posición quedaba entonces la reina Sofía? Corrieron ríos de tinta sobre la esposa de Juan Carlos I. Todos ellos desembocaban en el distanciamiento con su marido. No tardarían en conocerse las reformas que la Casa del Rey había efectuado sobre la finca La Angorrilla, en El Pardo, muy cerca del Palacio de la Zarzuela. Corinna fue la principal beneficiada de esas obras: era ella quien ocupaba la vivienda. Un camino unía directamente la casa del monarca con la de la princesa alemana.
El barco que Juan Carlos I trataba de reflotar hacía aguas por varios frentes. El escándalo de los elefantes y su relación Corinna eran dos torpedos que impactaron de pleno a su línea de flotación. Aún habría que añadir un tercero, también relacionado con la princesa alemana. En esta ocasión la carga llegaba desde Mallorca, donde transcurrían los capítulos más agitados del caso Nóos.
El empresario Diego Torres trataba de demostrar la implicación Iñaki Urdangarin en los actos delictivos que se le imputaban. Y amenazaba con un incendio: los correos que, aseguraba, reflejaban la relación más allá de lo profesional entre Corinna y el yerno del rey. “Traté de encontrar a Iñaki un empleo compatible con su posición”, se defendió la princesa germana en una entrevista en El Mundo.
La imagen de la monarquía había caído a mínimos históricos. De acuerdo al CIS de abril de 2013, los españoles valoraban a la institución con un 3,68 sobre 10, muy lejos del 7,48 que había registrado en noviembre de 1995.
A Félix Sanz Roldán, director del CNI no le fue fácil afrontar esa situación. Sobre su espalda cayó la responsabilidad de mediar con Corinna. Ella asumió el mensaje del general y viajó cada vez con menos frecuencia a España. Rehuyó de cualquier protagonismo.
La Pascua Militar
Las dudas se cernían sobre el estado en el que se encontraba el rey para hacer frente a sus responsabilidades. Aquellos que pedían su abdicación se dividían entre los que esgrimían razones morales -especialmente tras los últimos casos que salpicaban su imagen- y los que aducían a su salud.
Juan Carlos I, ya con 75 años, volvió a pasar por los quirófanos en septiembre de 2013. Esta vez la cadera izquierda. Era su quinta intervención quirúrgica en apenas un año y medio, la decimotercera de toda su vida. Algunas de sus lesiones -rodilla y muñeca- se habían producido en la nieve, accidentes derivados de su pasión por el esquí; las últimas dolencias, no obstante, estaban relacionadas con achaques o con las prótesis que se le habían implantado a lo largo de su extenso historial clínico.
La agenda institucional de Juan Carlos I sufrió varias alteraciones fruto de estas intervenciones. El calendario, no obstante, marcaba algunas fechas en rojo; como la Pascua Militar, que inevitablemente se celebra el 6 de enero. En este acto, el jefe de Estado, como máximo representante de las Fuerzas Armadas, hace balance del último año ante las principales autoridades castrenses.
La Pascua Militar de 2014 no fue una más. El monarca se atropelló con su propia lengua. Encontró dificultades superlativas para leer su discurso y volvió a encender el debate sobre su estado de salud. Desde la Corona se trató de dar una imagen de fortaleza e impermeabilidad ante las críticas, pero las dudas podían más que esas certezas. ¿Estaba Juan Carlos I en plenas facultades para afrontar una agenda tan cargada de actividades?
El paso del tiempo terminó por dar respuesta a esa pregunta: aquella Pascua fue el último gran acto público en el que participó. El 2 de junio de 2014, la Casa Real hacía pública la abdicación. Su hijo asumiría la jefatura del Estado con el nombre de Felipe VI. El entonces Príncipe de Asturias encarnaba, tal y como afirmó Juan Carlos I, la “estabilidad” de la Corona: “Tiene la madurez, la preparación y el sentido de la responsabilidad necesarios para asumir con plenas garantías la Jefatura del Estado y abrir una nueva etapa de esperanza”. Y un guiño: “Contará para ello, estoy seguro, con el apoyo que siempre tendrá de la Princesa Letizia”.
Juan Carlos, hoy
Cinco años después de aquella fractura de cadera en Botsuana, las funciones institucionales de Juan Carlos I se han recortado considerablemente. En su agenda ya no están las reuniones con otros jefes de Estado, presidentes u otros altos cargos representativos; al menos, con la cadencia con la que las afrontaba cuando aún mantenía la corona.
Como emérito, se le ha podido ver en la toma de posesión de algunos mandatarios americanos, así como en los funerales celebrados en Cuba por Fidel Castro. También en algunos actos empresariales de envergadura, como la ampliación del canal de Panamá, acometida por la firma española Sacyr.
Felipe VI ha tomado las riendas de una monarquía que goza de buen estado de salud. Según el último macrosondeo de EL ESPAÑOL, el 71,9% de los ciudadanos aprueban la gestión del nuevo monarca.
La Corona ha vivido su particular revolución en el último lustro. Cinco años que han dejado, Botsuana mediante, un rey emérito. Sobre Juan Carlos I -y su vida privada- siguen escribiéndose nuevos episodios, aunque el estruendo de los elefantes y las cacerías ya han quedado en el pasado. Su última aparición pública, bastón en mano, tuvo lugar este 4 de abril, en la inauguración de una exposición -con el Guernica de Picasso como late motiv- en el museo Reina Sofía. A su lado, en una imagen de estabilidad institucional, la reina emérita, tratando de enterrar aquella noche de hace cinco años en la que al rey se le vino encima el elefante, después su relación con Corinna y, finalmente, la corona que ostentaba desde el 22 de noviembre de 1975.
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