“Estaba allí, allí tirado, lleno de sangre en la calle, delante del taller de chapa y pintura”. Quien habla es José, vecino del madrileño barrio de La Latina que se oculta bajo una identidad ficticia. El cadáver al que se refiere pertenece al de uno de los delincuentes más conocidos y buscados de los últimos veinte años en España: Francisco Javier Martín Sáez, Javi para los familiares, el Niño Sáez en el submundo criminal, líder de una banda que no dudaba en emplear la violencia para sus asaltos.
En la mañana de este domingo, a las 11.30, tres balas pusieron fin a su ajetreada y delictiva vida cuando se encontraba en su barrio, muy cerca de la zona más cercana a la parada de metro de Puerta del Ángel. Lo mataron en las inmediaciones de la casa de su madre, delante de un taller de chapa y pintura conocido con el nombre de Carrocerías Domingo.
EL ESPAÑOL reconstruye paso a paso cómo fue la mañana en la que uno de los mayores delincuentes del país fue asesinado. Desde el sonido de los disparos hasta el cuerpo ensangrentado de Sáez atendido por los operarios del Servicio de Emergencias de Madrid. Nada pudieron hacer por él.
Once y media de la mañana
El Niño Sáez, 36 años de edad, tiene su coche aparcado en el número 16 de la calle Laín Calvo, haciendo esquina con la calle Cardenal Mendoza, justo enfrente del mercado de Tirso de Molina, muy cerca de la casa de su madre. Se trata de un automóvil pequeño y gris. Está en su territorio. Muchos de sus allegados y amigos más próximos residen en los alrededores del lugar donde apareció su cuerpo sin vida. Son las once y media de la mañana de un domingo soleado en plenas fiestas de San Isidro.
En un momento dado -no está claro si mientras está sentado en el interior del vehículo o cuando abre la puerta del coche para colocarse en el asiento del conductor- alguien se acerca por la acera y le pega tres tiros. Uno de ellos en la axila, el otro en el hemitórax posterior izquierdo y el tercero en el lado izquierdo del cuello.
El Niño Sáez huye como buenamente puede, derramando sangre a su paso. Horas después todavía se ve el rastro en la acera. Avanza unos metros pidiendo ayuda, clamando auxilio. Dobla la esquina trastabillándose por la acera y entra en la calle Juan Tornero. No dura mucho más en pie. A la altura del número 24 se derrumba boca arriba en medio del asfalto bajo el sol de la mañana.
Al poco de que Sáez se desploma en el asfalto cubriéndolo todo de sangre, algunos testigos alertan a los servicios del SAMUR-Protección Civil. Los sanitarios se encuentran al delincuente en parada cardiorrespiratoria. Durante media hora tratan de reanimarlo pero no pueden hacer nada por su vida.
Rosa vive en el primer piso de ese edificio. En la mañana del domingo se levanta tarde, a eso de las once, y desayuna con su hija viendo la televisión. Al terminar, sale a fumar al balcón como cualquier otro día. Se encuentra en ese momento con una escena dantesca: el cadáver ensangrentado del delincuente justo debajo de su ventana, en primerísimo plano: “No escuchamos los disparos, no entiendo por qué. Solo me di cuenta al salir a la ventana”.
Cuando Rosa levanta la mirada del suelo, donde está el cadáver, se fija en los balcones aledaños de la calle, una estrecha y destartalada vía de un solo sentido de circulación. De cada ventanal asoma la cabeza de uno o varios vecinos, curiosos y perplejos por lo que acaban de ver y de escuchar. “Una imagen horrible. Llevamos viviendo aquí un año y nunca habíamos visto nada así. Han estado media hora tratando de reanimarlo”, explica a EL ESPAÑOL una hora y media después de lo ocurrido. Mientras habla, con su hija al lado, nerviosas las dos, los servicios de limpieza se afanan en limpiar cada metro de la calle para borrar el rastro de sangre que El Niño Sáez dejó tras de sí.
Rosa tiembla todavía. “Mucho miedo. Yo no le conocía, pero hiciera lo que hiciera nadie tiene derecho a quitarle la vida de ese modo. Es un horror”.
Llega la familia
A eso de las dos de la tarde, el cordón policial está activo en la zona. En la entrada a Juan Tornero por la calle Caramuel, los familiares de la víctima lloran su pérdida y exigen que les dejen pasar a ver el cadáver. Están las hermanas, la madre, su novia. Todas las mujeres de la familia, mayores y pequeñas, lloran sentadas en una escalera. De pie están los compadres y los amigos del Niño Sáez. Son todos muy parecidos a él: brazos fuertes, cuerpos esculpidos en el gimnasio, pendientes, cráneos rapados y tatuajes por todo el cuerpo. Visten ropa deportiva cómoda y fuman sin parar. Esperan a interrogar y a ser interrogados por los agentes. Quieren conocer más detalles de lo ocurrido.
Hay mucha gente esperando con atención las novedades que llegan desde el otro lado del cordón policial. Por los rostros, las expresiones, las conversaciones y los abrazos de apoyo que algunos se dan entre sí, no es difícil apreciar que Sáez era tan conocido como querido por algunos vecinos del barrio. Casi un centenar de personas -entre familiares, amigos y vecinos- se concentran esperando noticias. Algunos, quienes solo le conocen de vista, atreven a aventurar en petit comité la razón de lo ocurrido: "Esto tiene que ser una venganza. Un ajuste de cuentas", susurran algunos.
A las dos y media de la tarde llega en coche el hijo pequeño del Niño Sáez. El joven llora desconsolado mientras las mujeres de la familia le tapan la cabeza con una chupa de cuero negra para ocultarlo a las cámaras de los periodistas, a quienes algunos de los colegas del fallecido increpan en repetidas ocasiones.
Mientras tanto, siempre en voz baja, algunos vecinos comentan en distintos corrillos lo sucedido mientras los curiosos que no viven en la zona se detienen de vez en cuando frente al enorme despliegue policial.
- "¿Vivía aquí?", pregunta una mujer rubia de mediana edad.
- "Sí. Igual te ha ido a comprar cositas a la tienda", dice su acompañante.
- "Sí que vivía aquí. Lo sé porque venía mucho al gimnasio del barrio", asegura un tercero.
Al filo de las tres y media de la tarde los agentes se llevan el cadáver del célebre delincuente en uno de sus furgones. Cuando pasa por delante de la familia, las mujeres comienzan a gritar, entre sollozos, para despedirlo. “¡Adiós, adiós, Juan. Te queremos, Juan!”.
Empezó a delinquir a los 11 años
La trayectoria de Francisco Javier Martín Sáez siempre se ha dibujado sobre el alambre de la delincuencia. Nació hace 36 años en Villaverde (Madrid) en el seno de una familia militar: su padre era miembro de las Fuerzas Armadas. De acuerdo a informes policiales, muy pronto comenzó a transgredir la ley. Con 11 años realizó sus primeros hurtos y robos. Y a medida que pasaba el tiempo fue asumiendo objetivos mayores.
Poco le importaban las posibles detenciones. Sabía que siendo menor de edad apenas pasaría unas horas en el calabozo, que pronto saltaría de nuevo a las calles del sur de Madrid, donde se movía con especial comodidad.
Enseguida se granjeó el respeto de otros delincuentes, en un submundo en el que se le comenzaba a conocer con el nombre de El Niño Sáez. Quizá para superar ese mote o para ser más eficaz en sus golpes comenzó a frecuentar el gimnasio y a ganar masa muscular. Fuerte, audaz y alma de líder, reunía las condiciones perfectas para organizar en torno a su figura algunos de los clanes más temidos en España, con la violencia como bandera de sus actos. A sus colaboradores, marcando siempre su madera de jefe o caudillo, los llamaba “mis valientes” o “mis bravos”.
Cada robo, cada delito, le hacía subir un escalón en la pirámide criminal. Madrid se le había quedado pequeño y pronto trasladó sus golpes a todos los rincones de la geografía española. Parecía que tratase de ganar una carrera para erigirse como uno de los delincuentes más temidos del país, porque esa es la descripción con la que se le conoce en los escenarios policiales y judiciales.
Se especializó en el uso de ganzúas y de lanzas térmicas para reventar las cerraduras de locales comerciales y establecimientos de lujo. Desde joyerías en Madrid -en uno de sus golpes fue detenido con una mercancía que rondaba los 800.000 euros- hasta bares frecuentados por clientes de alto standing en Ibiza; de los asaltos a los camioneros para robar su carga (a los que no dudaban en golpear hasta la inconsciencia) al robo de 120 kilos de coca en el depósito judicial de Málaga.
Pero su verdadera pasión eran los coches de alta gama. No tenía reparos en robarlos en plena calle y modificar algunos detalles para hacer que pasaran inadvertidos; algunos los vendía, otros los destinaba a su propio uso y disfrute. Entre sus compañeros era de sobra conocida su maestría al volante.
El Niño Sáez conjugó esas dos pasiones -la sustracción de coches y los asaltos a comercios- que reventaban cualquier entendimiento de la ley. Uno de los métodos que más empleaba para sus robos era el alunizaje. O lo que es lo mismo, reventar los escaparates con los vehículos para acceder al interior del establecimiento y, en cuestión de minutos, llevarse la mercancía.
También había afinado sus dotes como butronero, abriendo boquetes en la pared para llegar a otras tiendas o a los lugares en los que se encuentran las cajas fuertes.
Su historial, según ha podido saber EL ESPAÑOL, era interminable. Al menos se le relaciona con 70 delitos y fue detenido en una treintena de ocasiones, la última de ellas en octubre de 2015 cuando se preparaba para robar un coche en el barrio madrileño de Sanchinarro. El Niño Sáez, no obstante, casi siempre se encontraba con la libertad provisional y, por consiguiente, con la reincidencia.
Se estima que él y su clan habían amasado una fortuna próxima a los 150 millones de euros. El delincuente que este domingo perdió la vida en La Latina, en el corazón de Madrid, poseía varias viviendas en España y en Marruecos, muchas de ellas a nombre de seres queridos o amigos.
La Policía investiga ahora las causas de un crimen que ha supuesto el punto y final a una de las trayectorias más complejas en el universo criminal de nuestro país.
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