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Hay algo bello en llamar parroquianos tanto a aquellos que se sientan en la barra de un bar a diario como a los que lo hacen en la iglesia. Porque la cerveza a veces es como agua bendita; el escondrijo al que acuden los vecinos, un santuario; y en ambos casos el que confiesa es un servidor, ya sea de Dios o de su clientela.
Uno se acostumbra a su bar de confianza como a su casa. Es un templo donde se exige la misma comida, el mismo camarero y la misma decoración. El bar Delfín es uno de esos lugares que se mantienen intactos, como la habitación de un hijo cuando se va de casa. Los jamones colgando de la pared como sacos de boxeo, las raciones en la barra cubiertas por un cristal, las botellas de vino en posición de salida.
Situado en la madrileña calle San Delfín, en el límite entre Carabanchel y Usera, abrió sus puertas hace más de cuatro décadas. Cuando el primer dueño murió, en 1980, tomó las riendas Afrodisio Dios Arribas, un segoviano criado en el sur de Madrid. Todos le llamaban Paco y era famoso por sus aperitivos, especialmente por sus callos a la madrileña. Vivía justo enfrente del bar. Hasta que un día decidió jubilarse y vender el local. Un día apareció Ming Heng Chen, un chino que llegó desde Hong Kong a la capital en 2006. "Te compro el bar si a cambio me enseñas a hacer callos como tú", le dijo. Paco aceptó.
Durante tres meses le entrenó para convertirle en un tabernero castizo. Los clientes, al principio, refunfuñaban entre caña y tapa. Veían a Ming Heng Chen sentado en la barra, discreto y reservado, con una libreta y un boli. Apuntaba cada gesto y cada chiste de Paco. Anotaba cuánto tiempo había que calentar las tapas, cómo se llamaban los clientes más asiduos y qué debía servirle a cada uno. Así, aquel empresario asiático del que nadie sabía nada se convirtió en Iván, el digno heredero de Paco.
"¡Buenos días!", dice un cliente al entrar. "¡Días buenos!", responde Iván.
"¿Lo ves? Incluso ha aprendido los chascarrillos que nos hacía Paco a cada uno. Él pensó: 'Si pongo aquí comida de mi país me voy al garete, mejor aprendo todo y mantengo a la clientela'. El 90% de la gente que venía por Paco [la mayoría, hombres de más de 40 años] sigue viniendo. Todo sabe exactamente igual", explica Juan, con la bandera de España en su gorra y un trozo de pan con picadillo en la mano.
Tres meses de 'formación'
Entre los metros de Marqués de Vadillo y Usera, al lado del río Manzanares, se esconde el bar Delfín. Justo al lado, otro bar con toldo azul y de estética similar mata las horas con música de Rocío Jurado. Una foto de la cantante corona el local; al lado, otra de Raphael. Apenas hay clientes. "Por esta zona todo el mundo viene al Delfín. Da igual que el otro sitio tenga un camarero español y sirva comida española, la gente prefiere seguir en el de Paco porque los aperitivos son los mejores", apunta Antonio, que apura un cigarro a la salida del bar.
Hace año y medio que Iván regenta el Delfín. Él buscaba un bar que comprar: se recorrió Valencia, Alicante y Barcelona, pero ninguno le convenció. A escasos metros de donde él vivía estaba su futuro negocio. "Un amigo me dijo que siempre estaba lleno. Hay un hotel al lado [el Praga] y viene mucha gente de ahí", señala. Animado por el tumulto, entró a "conocer al jefe y la clientela". Le dijo que se lo compraba a buen precio a cambio de conocimiento. Paco, que jamás habría pensado que su bar acabaría en manos de un chino, accedió: él se llevaba el dinero y, con suerte, la identidad gastronómica del sitio se mantendría.
"Yo vengo desde Ventas hasta aquí una vez a la semana porque para mí es el bar de toda la vida. Al principio todos estábamos extrañados, le veíamos ahí sentado, con su libreta... Paco nos decía: 'Le estoy enseñando, va a ser todo igual'. Y tenía razón", cuenta otro cliente. Iván acudía a 'clase' todos los días, acompañaba a Paco a casa para ver cómo cocinaba cada plato, lo probaba, lo volvía a hacer. "Yo no sabía ni lo que eran los callos. Solo había trabajado como cocinero en restaurantes japoneses", reconoce. Y después se sincera: "No me gusta esta comida. Pero el jamón y el marisco, sí".
Había veces en que era el aprendiz el que cocinaba y Paco servía las raciones como si las hubiese hecho él. "Nadie notó nada", asegura Juan. "Y mira qué bien corta el jamón, mira, mira. Que no es fácil, eh", dice Raúl, otro parroquiano que acude cada día a eso de las 12.
"Para mí es un claro ejemplo de integración", apunta Julio, enfundado en un mono azul. Es el portero del número 8 de la calle San Delfín, justo al lado del bar: "Vengo aquí desde hace lo menos 20 años y nunca pensé que un chino prepararía los callos tan bien. No porque sea 'cerrado de mente' sino porque uno tiene una idea de los chinos... y bueno", añade.
Migrantes e integración
Integración es la palabra clave cuando se aborda un fenómeno como el de la inmigración. Según los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística, la población china es la que más aumenta. En España hay 177.738 empadronados, hace una década, en 2007, había 104.997. Es la quinta comunidad extranjera más grande, por detrás de Rumanía, Marruecos, Reino Unido e Italia. De hecho, junto a la italiana, es la única que ha aumentado respecto a 2016, mientras que las otras tres han disminuido. En Madrid es el segundo colectivo migrante con más empadronados, por detrás de Rumanía.
Sobre ellos hay multitud de tópicos tales como que "los chinos son muy cerrados", "solo se relacionan entre ellos" o "no quieren integrarse ni aprender nuestro idioma". Así lo explica Gladys Nieto, antropóloga, profesora de Estudios de Asia Oriental en la Universidad Autonóma de Madrid y autora del libro La inmigración china en España: una comunidad ligada a su nación. Nieto destacaba ya en 2008 la facilidad de esta comunidad para los negocios, una expansión comercial que comenzó a finales de los 90.
En su libro señalaba, sobre todo, peluquería, autoescuelas y restaurantes de comida china como ejemplos de olfato comercial. La mayoría, en aquel momento, solo tenían clientela asiática. Ahora, sin embargo, se han hecho con parte del negocio de manicura y pedicura, y hace una década comenzaron a comprar bares españoles cuyos dueños ponían a la venta en plena crisis. Es decir, si consideramos integración "la incorporación administrativa o laboral, el colectivo cuenta con más de 100.000 personas regularizadas", apunta la doctora en Antropología. Y concluye que, según ese baremo, "podría considerarse una integración plena y exitosa". "Ahora bien, si por integración se concibe la interrelación entre los miembros de este grupo con la población española, puede que esa relación tan solo se limite a contactos superficiales", añade.
Pero, ¿es cierto que la comunidad china se aísla voluntariamente? Gladys Nieto respondía así en una entrevista para Iberchina: "Es relativamente cierto. La inmensa proporción de este colectivo inmigrante desarrolla sus actividades en términos de su propia economía étnica, por lo que tanto empleadores como empleados son chinos. A ello se suma que los empleados en ocasiones viven juntos alquilando un piso provisto por el empleador. De allí que su vida cotidiana se circunscriba a los intercambios con sus propios compatriotas".
No es así en el caso de Iván, cuya visión empresarial le hizo apostar por un negocio español en vez de uno asiático. Ha aprendido los clichés castizos, las muletillas, y hasta los detalles mínimos, como demuestra cuando me reprende en tono de broma por haberle quitado la grasa al trozo de jamón que me ha dado a probar: "Cuando el jamón es bueno como este, el tocino también se come".
"Está completamente integrado. Para nosotros es uno más", se apresura a decir Juan cuando formulo la pregunta del millón. Sin embargo, Gladys Nieto, diferencia entre los conceptos "integración" y "asimilación". Es decir, una cosa es ser un individuo sujeto a derechos y obligaciones (igualdad ante la ley) y otra, absorber los elementos culturales del país de acogida (idioma, religión, fiestas...). "La integración social entendida como proceso y no como resultado final a veces se interpreta como un acto unilateral que procede únicamente de la voluntad de los inmigrantes. De esta manera, la adaptación de los extranjeros a un nuevo medio queda descontextualizado de los límites que este impone y se entiende artificialmente como un proceso individual", expone Nieto.
A diez minutos del bar Delfín, el Estrella, en la calle Antonio López, ofrece tortilla de patatas, ensaladilla rusa y arroz tres delicias. La dueña apenas habla español. "¿Preparáis comida española?", le pregunto. "No, no, no entiendo". Como este hay múltiples ejemplos: algunos como La Daniela, en el centro de Madrid y ahora regentado por una mujer china, preparan cocido madrileño y se desenvuelven a la perfección con la clientela; otros, como el San Román, mantiene la misma carta española que antes de ser adquirido por una familia asiática pero no se relaciona apenas con su clientela.
Ángel —"es la traducción del chino al español de mi nombre", dice— tiene 40 años y trabaja desde hace tres en el restaurante chino Buen Gusto, en el distrito de Arganzuela (Madrid). Llegó al madrileño barrio de Parque de las Avenidas cuando tenía ocho. "Nunca me he sentido discriminado, en el colegio tampoco. Creo que no es que no nos integremos, es que cuando llegas es más fácil relacionarte con tu comunidad. Los españoles tampoco favorecen esa integración. Hay un poco de rigidez por ambas partes", apunta. "Cuando uno viene de pequeño no ha echado raíces, eres como una hoja en blanco. Mis raíces están aquí en España, mi forma de pensar, todo, es la de aquí. Pero si vienes de China, tus raíces siguen allí: puedes intentar trasplantar y que salga bien o que la planta no resista".
Como apunta Gladys Nieto en su libro, "suele haber diferencias entre la primera y la segunda generación". "Una de ellas es el desempeño en la lengua española de la segunda y tienen realidades similares a las de chavales españoles. Es interesante la situación de la segunda generación, que, a pesar de tener la posibilidad de acceso a la universidad y convertirse en profesional, en ocasiones mantiene el proyecto familiar ya establecido. Muchos hijos de inmigrantes chinos estudian carreras como Económicas o Empresariales para dedicarse posteriormente a los negocios familiares".
A su lado está Anna Wu, de 36 años, originaria de Shanghái, es la dueña de Buen Gusto. Lo fundaron sus padres en el año 99, pero cuando ellos regresaron a China para encargarse de otros negocios —entre ellos, un restaurante español en el que sirven "solomillo, carabineros, tortilla"—, ella se hizo cargo del local. "Al principio solo venían clientes chinos porque la comida que servimos es muy, muy parecida a la de allí. Pero nosotros queríamos que viniesen españoles", cuenta Anna. Lo consiguió. Cuenta que el secreto fue, en parte, colgar una foto del rey Juan Carlos I a la entrada del restaurante.
"Vino el 31 de marzo de 2006. Tenía una buena amiga, una clienta, que era amiga del rey y le trajo a comer. Reservaron dos mesas, una para él y sus dos acompañantes, y otra para el guardaespaldas. Solo me dijo que era 'un amigo importante', no sabíamos que iba a ser el rey. De repente entró y pensé: 'Le he visto en la tele'. Mi padre dijo: '¡El rey, el rey!'. Nos pusimos muy nerviosos y contentos porque aquello era bueno para el restaurante. Mi padre y mi hermana se hicieron una foto con él, yo no quise salir porque estaba embarazada y no me veía bien. Pero me tocó la tripa y me preguntó cuándo daba a luz. Le dije que en junio y poco después de tener a mi hijo, llamaron al restaurante [desde Zarzuela] para preguntar por 'el bebé de Anna'. No el rey, él no llamó personalmente, pero sí su equipo", cuenta.
Unos días más tarde, imprimieron la fotografía, la enmarcaron y la colgaron a la entrada del restaurante. "Era bueno para el restaurante porque el rey es una persona muy importante en España. Para nosotros era como decir: 'Mira, viene el rey a cenar, eso es que la comida es buena'. Y a partir de ahí empezó a venir gente española".