A Javier Lozano Toral casi nadie le conoce por su nombre de pila salvo en su casa, en los juzgados valencianos y en cárceles como la de Picassent. En la calle algunos le llaman Javito. Otros, a causa de una herencia familiar, le dicen Papelito: es el mote de su padre. En cambio, para muchos policías y guardias civiles de la capital del Turia y de los pueblos de alrededor es Zipi Zape. Se debe a las letras tatuadas que luce en la primera falange de los dedos de sus manos. Se las grabó en la piel por sus dos hermanos pequeños, uno rubio y otro moreno.
A sus 23 años Javito ya es un mito entre los quinquis de Valencia. Muchos piensan que su figura será recordada como la de Juan José Moreno El Vaquilla, aquel gitano barcelonés adicto a la heroína y al robo de coches que en los 70, con nueve años, ya sirlaba bolsos por las calles de la ciudad Condal.
Javito es hoy, en pleno siglo XXI, El Vaquilla valenciano: en su niñez, con 11 o 12 años, se hizo un niño atracador; luego, con la mayoría de edad y tras pasar por un reformatorio, se convirtió en adicto a fumar coca en base, en alunicero, en camello… Pero ahora dice estar de retirada. “Ya no quiero esa vida”.
Pese a su juventud, Javier Lozano Toral está considerado el mayor ladrón de coches del Levante español. Cuenta que en sólo un año llegó a robar más de 1.000 vehículos, aunque no descarta que pudieran ser unos cuantos más. “Cada día me hacía tres, cuatro, cinco… Haz números”, dice a EL ESPAÑOL, único medio con el que ha accedido a contar su historia por primera vez y con quien se cita sólo 15 días después de su última salida de prisión.
“Conduciendo me siento libre”, asegura Javito, chaqueta de cuero, vaquero estrecho, voz nasal. Sus palabras recuerdan a aquella canción que Los Chichos escribieron sobre la figura de su antecesor catalán. “Él nació por amor un día libre / libre como el viento, libre / como las estrellas, libre / como el pensamiento / Profesión, roba lo que puede, roba / porque le enseñaron, era / era muy pequeño, solo / solo vio lo malo. Tú eres el vaquilla, alegre bandolero…”
Inicios de una vida sin freno
Javier Lozano nació en Moncada (Valencia) en 1994. Es el mayor de cinco hermanos. Su abuela paterna era de etnia gitana. El resto de su familia es paya. Su infancia transcurrió de pueblo en pueblo: Xirivella, Bétera, Mislata…
Son las nueve de la noche. Javito se sienta a la mesa de un bar de Mislata, un pueblo de la periferia de Valencia. Pide un refresco de cola. Lo acompaña con medio chivito, un bocadillo de ternera, beicon, huevo frito, queso en lonchas y lechuga. Luego, tras el encuentro y antes de que el reportero pague la cuenta, pedirá un paquete de tabaco. “No me he traído un duro”, dirá. “Hasta que no cobre mañana estoy sin blanca, tete”.
Desde que salió de prisión, hace dos semanas, Javier trabaja pintando las escaleras de un edificio de Mislata junto a su padre y uno de sus hermanos, Zape. “Quiero dejar ese mundo. Pero no sé si podré. No me arrepiento de nada. Si la Justicia estuviera en mis manos… Pero no quiero volver a la cárcel, hay mucha soledad”.
Javito habla tranquilo, pausado, tratando de contar su historia trayendo al presente detalles de su pasado. Recuerda que a los 11 o 12 años, no sabe concretar con exactitud, cometió sus primeros robos a chavales que encontraba por la calle. Les sacaba un cuchillo jamonero o la navaja y les pedía el dinero que llevaban encima.
“Me iba a Nuevo Centro -una zona comercial de Valencia- y le sirlaba a los chiquillos de mi edad o un poco más mayores todo lo que que tenían: móviles, el dinero que llevaban para comprarse ropa...”.
- ¿No te daban pena?
- Pena la mía, que no tenía ná.
Entonces llegaron sus primeros cigarros, los porros… Poco a poco los robos de Javier fueron haciéndose más frecuentes. A los 14 años comenzó a escaparse del colegio junto a varios de sus amigos. También se juntaba con un chico siete años mayor que él, que le enseñó mucho de lo que ahora sabe. Los dos, a bordo de una motillo Scouter, robaban en estancos, en farmacias o en perfumerías. “Aquello duró poco. A los 16 me metieron en un reformatorio”, dice Javito entre mordisco y mordisco de bocadillo.
Un piso para vender droga
Javier estuvo interno en un reformatorio de Godella hasta los 18 años. Al salir, pese a sus primeros intentos por evitarlo, acabó delinquiendo. Se calmó durante varios meses. Trabajó como albañil, recogiendo chatarra.... Pero al poco de quedar en libertad, su padre le dijo: "Javi, alquílate un piso, le pides a tu primo material y te pones a vender”.
Javito siguió los consejos de su padre. Arrendó una vivienda en un tercer piso de un edificio de Moncada, su pueblo natal. Allí levantó un punto de venta de drogas. Suministraba cocaína, marihuana y heroína.
“Tenía colas en la escalera. Cada día llenaba de dinero una caja de zapatos. Me suministraba la droga un primo, pero con el tiempo me empezó a faltar el dinero y el material, me rayé y reventé el piso”, cuenta. Cuando llegó la Policía recibió “a los maderos” con dos machetes que tenía colgados en la pared de una habitación. “Estaba acabado. Se me fue la cabeza. Aquel día venía de fiesta muy rayado”.
Por ese tiempo, El Vaquilla valenciano ya se había convertido en un adicto a fumar cocaína en base. Frecuentaba fumadores del barrio chino de Valencia, contrataba prostitutas y vagaba sin rumbo durante semanas. Era una máquina de gastar dinero.
Un año de cárcel
Pese a convertirse en camello de drogadictos, lo que de verdad le gustaba a Javier Lozano era robar. Y si se trataba de coches, mejor, aunque eso vendría tiempo más tarde. Primero empezó dando palos con uno de sus primos. Usaban una furgoneta para cargar todo lo que conseguían robando en chalets y en naves industriales.
Se llevaban televisores, máquinas tragaperras, cobre, aluminio…. Dice Javito que fueron seis meses de desenfreno: hacían butrones, tiraban tabiques, cortaban vallas. Lo que fuera necesario para llevarse el botín. Javier apenas pasaba por casa. Dormía en un tráiler abandonado.
Pero Zipi Zape duró poco más de un año en la calle. Un juez lo condenó por uno de aquellos robos. “Fueron cientos, pero sólo me pillaron por uno en el que llevábamos 2.000 kilos de aluminio”, cuenta sentado a la mesa del bar. “La furgoneta nos dejó tirados, se acercó una patrulla de la Guardia Civil a ver qué nos pasaba y cuando vio lo que llevábamos dentro nos trasladó a comisaría”. Y de ahí a la cárcel, donde pasó un año entre rejas.
Al salir se centró en los coches
Mientras se le escucha hablar a Javito uno tiene la sensación de que es un juguete roto. A simple vista es un buen chaval. En ningún momento tiene una mala palabra o un mal gesto con los reporteros de EL ESPAÑOL.
Sin embargo, mientras relata algunos pasajes de su vida, se envalentona y se excita, se pega con el puño derecho en la palma de la mano izquierda o dice que en su mundo hay mucho “maricón cagado que se cree bueno y no es nadie”.
Javier cuenta que tras salir de prisión, cerca de cumplir los 21 años, estuvo trabajando durante tres meses. Pero transcurrido ese tiempo fue su padre quien ingresó en la cárcel por un robo cometido hacía años. Fue un golpe duro para el mayor de sus cinco hijos, Javito, que volvió a echarlo todo al traste y se lanzó, esta vez ya sin freno, a la mala vida.
“Dije: ‘A tomar por culo’. Me metí en una casa, me drogué y empecé a robar coches. Ahí empezó mi época fuerte, fuerte, fuerte. Robaba tres, cuatro y hasta cinco coches diarios”. Había alguno que le duraba menos de una hora. “Si me molaba uno que veía en la calle, dejaba el que llevaba y me hacía el otro”.
Zipi Zape cuenta que sus preferidos son los vehículos de matrícula antigua, la de dos letras. Los más sencillos de robar dice que son de la marca Voslkwagen. Los que más le gustaba llevarse, el Opel Astra y el Calibra. “No veas cómo empujan esos coches, tete”, explica.
Una ‘L’ con un limpiaparabrisas
Javito cuenta que es relativamente sencillo forzar la cerradura de un coche. Explica que él hacía una especie de ‘L’ con la varilla del parabrisas de un vehículo. “Es como si hiciese de llave. La metes, la mueves un poquito y salta el cerrojo. Fácil”. Luego hacía un puente y a huir.
El Vaquilla valenciano usaba los coches para distintos fines. Algunos los vendía por piezas a conocidos y también a través de internet. Llantas, retrovisores… Todo. En una ocasión vendió los asientos de un Golf. Ganó dinero, pero durante unos días tuvo que conducir sentado en un cajón de naranjas. “Me han pillado 43 veces por huellas. En la 42 anteriores me dejaron en libertad”. En la siguiente se lo llevaron de nuevo a chirona, de donde acaba de salir tras año y medio.
Javito también usaba los coches para realizar alunizajes. Durante cualquier noche de parranda reunía a dos o tres drogadictos, les prometía más droga a cambio de acompañarle y se estrellaban contra perfumerías, ópticas…
Por entonces este valenciano y su pareja habían perdido el hijo que esperaban. “Me enganché a la heroína por aquel trance. Tenía 21 años, casi 22 años -recuerda-. Estaba desatado. Todo lo que conseguía me lo acababa gastando metiéndome mierda”.
“Salgo del juzgado y me hago un coche para volver a casa”
Durante el poco más de un año que Javito vivió de manera desenfrenada se creyó impune. Pensaba que nadie sería capaz de echarle el guante. En una ocasión llegó a estrellarse contra dos coches mientras huía de la Policía por las calles de Valencia. Iba acompañado de una prostituta. Tras el accidente, Javito salió corriendo hasta un supermercado cercano mientras los agentes le disparaban. Resultó ileso. Se le detuvo, pero a los pocos días acabó en la calle.
Como también acabó en la calle aquella vez que, delante de un juez, dos policías le dijeron por la espalda que se iba de cabeza a una celda. Javito cuenta que se giró hacia ellos y les dijo: “En cuanto el señor juez me dejé salir me hago otro coche para volver a casa”. El magistrado lo dejó en libertad y Zipi Zape cumplió su palabra. Robó un vehículo en la puerta del juzgado y se fue a su choza.
Javito cuenta que durante los dos meses previos al año y medio que ha estado en prisión lo detuvieron 20 veces. Una cada tres días. Los policías iban a su casa porque encontraban sus huellas en los coches que dejaba abandonados tras dar un palo o, simplemente, darse un paseo por la capital valenciana.
“Me esperaban a que saliera de casa y me cogían. Me llevaban al calabozo de la comisaría, donde pasaba dos o tres días, y luego a la calle. Una vez me pegué con cuatro o cinco maderos porque logré meterme una pipa y coca en base dentro de las suelas de las zapatillas. Cuando vinieron al calabozo estaba fumando. Me lié a hostias con uno de ellos mientras otro me pegaba con la porra en la espalda. Yo no me daba ni cuenta de lo colocado que iba”.
Su mayor palo y un juicio pendiente
El mayor palo dado por Javito fue fuera de Valencia, en una ciudad a unos 200 kilómetros de la capital levantina. Un joyero le ofreció a él y a un compinche robar en una joyería situada a 20 metros de distancia de la suya y que le hacía competencia.
Zipi Zape aceptó el encargo. Durante dos o tres días él y su amigo siguieron los pasos de aquel empresario joyero. Hasta que una mañana, cuando se disponía a abrir el negocio, Javito y su ayudante, vestidos con un mono de albañil y con un pasamontañas, se acercaron al hombre, le pusieron una pistola en la cabeza y le dijeron: "Anda, tira para dentro". Luego le robaron todo el oro que había en el interior del local.
Se llevaron cuatro mochilas llenas. Durante meses lo empeñaron en cantidades de 20 gramos, 150, medio kilo… Lo picaban y decían que procedía de una herencia. “No sé cuánto dinero llegué a hacer, pero siempre llevaba en el bolsillo 10 o 15 mil euros. Eso sí, me los gastaba rapidísimo”. Tras aquel robo nunca más volvió a saber de aquel hombre que, en la barra de un bar, le encargó un trabajo contra la joyería que le hacía la competencia.
Javito todavía tiene un juicio pendiente. No por este robo anterior, sino porque hace ahora unos dos años, antes de pasar por prisión por segunda vez, se saltó un control policial en Burjassot, un pueblo de la periferia de Valencia. En ese momento España estaba en alerta 4 por terrorismo. Los agentes, al ver que Zipi Zape no se detenía, dispararon contra el coche que conducía. Él les respondió descerrajándoles dos tiros. Luego se le bloqueó el volante del vehículo, se estrelló y logró huir corriendo.
Secuestró a los deudores de su primo traficante
El Vaquilla del siglo XXI cuenta que su primo es traficante de drogas en Valencia. Ahora está en prisión. En una ocasión, hace menos de dos años, le mostró en el móvil a Javito una lista con todos los camellos que no le habían pagado la cocaína o la heroína que les había facilitado para el menudeo. Javito le dijo: “Primo, eso te lo cobro yo”. Había uno que le debía 17.000 euros. “Mucha pasta como para dejarla ir”, dice mientras se apura el bocadillo.
Javito, de inmediato, le pidió ayuda a un amigo y juntos empezaron a seguir a los deudores de su primo. Luego, uno a uno los fueron secuestrando. Los encañonaban, los llevaban a la montaña y, una vez allí, los amordazaban y los ataban a un árbol.
“Se ponían a llorar y se hacían sus necesidades encima. A las pocas horas pagaban. Lo hice poco tiempo. Fue durante un par de meses antes de entrar preso. No llegó ni a diez secuestros. Me llevaba la mitad de lo recuperado”.
Tatuador y camello en prisión… a donde no quiere volver
Durante su última estancia en prisión, donde acaba de pasar 18 meses, Javito se ganaba algo de dinero de dos formas distintas: como tatuador y como camello.
Zipi Zape cuenta que hacía tatuajes a otros reclusos por 10 o 20 euros. Usaba “tinta taleguera”.
- ¿Cómo se hace?- pregunta el redactor. "Sencillo. Quemas un cubierto de plástico y recoges el humo negro con un cartón que pones encima. Luego esa masa que se queda pegada al cartón la rascas con una tarjeta y la mezclas con un par de gotitas de jabón. Inmediatamente se hace tinta talaguera".
¿Y con qué dibujabas? "Cogía el motor de un discman, le añadía un hierro que hace que suba y baje la aguja… ¡Inventos, tete, inventos! Yo llevo tatuajes míos en los brazos, las piernas, el pecho…".
En su mano izquierda lleva una cruz, una corona y un diamante: “Significan fe, poder y riqueza”. También una lengua cortada. “Muerte a los chivatos”.
Precisamente, un chivato acabó con su otro negocio entre rejas. Durante un tiempo Javito traficó con drogas dentro de prisión. Un amigo de la calle le metía heroína entre la ropa que le entregaba cuando iba a visitarlo. Él, luego, la vendía al menudeo entre la población reclusa. Pero su antiguo compañero de celda informó a los funcionarios de la cárcel de Villena (Alicante). Zipi Zape tuvo que abandonar su lucrativo negocio. “Lo que en la calle costaba diez, dentro valía 50”, cuenta.
Se confiesa entre coches
Tras dejar el bar, EL ESPAÑOL acude junto a Javier Lozano Toral a un descampado que se usa de aparcamiento. Está situado a las afueras de Mislata. Son las once de la noche. Hay decenas de coches aparcados. Allí, a los mandos del vehículo de uno de los reporteros, Javito se muestra extasiado. “Conducir me da libertad, gozo, me conecto al coche. El coche y yo somos uno”, dice al poco de detener el vehículo con un sutil trompo.
Antes de despedirse, el chaval confiesa que no cambiaría nada de su vida anterior. “No estoy arrepentido. Si quiero dejar este mundo es porque estoy cansado de la cárcel, donde se pasa muy mal y uno está muy solo. Pero si la Justicia fuese por mi mano…”. Porque como decían Los Chichos, “tú eres el vaquilla, alegre bandolero”.