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Adolfo sabe que comerá zorzales en Nochebuena. Los hará al ajillo. Un plato sencillo y sabroso, poco habitual en su cocina. La docena le sale a 15 euros, algo barato para un capricho, aunque caro para quien los vende, que se arriesga a una multa de hasta 60.000 euros y dos años de cárcel. Quedan días para celebrar la Navidad, y Adolfo acude al bar que frecuentan los furtivos de Puerto Real, Cádiz. La oferta es variopinta y siempre ilegal: de almejas a langostinos o centollos, pasando por ostiones, navajas o los cotizados pajaritos y zorzales. Un menú prohibido al alcance de cualquier bolsillo.
“Los pajaritos los vendo antes de cogerlos”, explica Pedro —nombre ficticio—, un tipo menudo y rápido que pone sobre la mesa una bolsa de ostiones, un molusco estrechamente emparentado con las otras. Solo con posar el plástico ya se acercan varios curiosos para sondear las capturas. Hay unos 30 bivalvos, el fruto de apenas quince minutos de faena en las rocas del río San Pedro, que desemboca en la Bahía de Cádiz.
Todos los presentes saben que aquello que se vende procede de una actividad furtiva, sin pasar los pertinentes controles sanitarios, pero ninguno de ellos duda en echarse el ostión a la boca. Se come de un buche. Sin limpiar. Justo después de abrirse. Está fresco y, por el gesto de satisfacción de los comensales, sabroso.
“Cuartohora —su mote, por lo rápido que satisface los encargos—, ¿qué más llevas?”, pregunta Adolfo, cliente habitual. “Poca cosa, algunos pajaritos y siete zorzales”, responde el furtivo, que esconde la bolsa con las capturas en la espalda, debajo del abrigo. “¿Si vengo mañana me tienes la docena?”, inquiere el interesado. Y Pedro asiente, a sabiendas de que en un parque natural cercano tiene puestas 90 trampas.
La faena de Pedro empieza todos los días a las seis de la mañana. EL ESPAÑOL lo acompaña un día cualquiera. “¿Sabéis que por esto nos meten en la cárcel, no?”, aclara insistentemente a lo largo de la jornada. Su tarea es la misma de siempre, pero hoy lleva adosados un par de reporteros y una cámara.
“¡Habla bajo!”, ordena expeditivo el furtivo mientras coloca de cebo una alúa, una hormiga voladora, en una de las trampas en forma de costilla. Le tiemblan las manos. El mecanismo es sencillo, el zorzal pica en una pieza de madera a la que está asida el reclamo, que dispara un resorte que cierra súbitamente el rudo artificio, matando de golpe al pájaro. En algunos casos, la violencia es tal que las cabezas salen despedidas.
UN FURTIVO ASUSTADO: “NOS METEN EN LA CÁRCEL”
Pedro reparte hasta noventa trampas por un húmedo y denso espacio de matorrales y pinares. Antes ha cruzado hasta dos vallas que prohíben el paso. Volverá horas después para recoger sus capturas. Siempre sigiloso y asustado.
“¡Ya os he dicho que por esto nos meten en la cárcel!”.
Pedro está casado en segundas nupcias. Tiene 45 años y tres hijos, dos de su primer matrimonio y uno del segundo; pero en su casa viven dos hijos más, los de su mujer. En total, siete personas y un único sueldo, el de su esposa. “Con eso pagas la hipoteca y poco más”, argumenta.
—¿Y cuánto saca como furtivo?
—Depende de los días. Un día se gana cincuenta, otro día treinta, otro ochenta. Depende del tiempo, del mes…
—¿Y en uno bueno?
—Un mes bueno… [piensa]… Unos dos mil y pico euros.
Libres de polvo y paja. No paga autónomo, ni impuestos. Los euros van de la mano del comprador a la suya. “Pero esto es peligroso, esto está más perseguido que la droga".
—¿Y por qué no se mete a la droga en vez de coger pajaritos?
—Porque la droga… Yo paso de la droga, no va conmigo.
Los furtivos que coinciden en el punto de venta van hilvanando historias de cárcel y recuerdos de cuantiosas multas. Es la cruz de la moneda en la que muchos se han visto o han burlado con ingeniosas tretas.
“La Guardia Civil me ha parado mucho; siempre me dice que tengo cara de furtivo, me lo pregunta una y otra vez, pero siempre he tenido suerte, o llevaba escondida la captura o no la tenía encima”, apunta Cuartohora. “A veces les digo que vengo de coger tagarninas —sigue—, y me llevo una bolsa de casa para echarles el embuste”.
Pedro se pasea en una motillo campera por Puerto Real y una bolsa reutilizable de Mercadona. Dentro lleva unas botas de agua, por si se tercia ir al río San Pedro a coger almejas, cañaíllas o navajas.
Hoy toca ostiones. Los coge a la vista de todos, cerca del club náutico. Tampoco se esconden quienes marisquean a unos quinientos metros, entre el pinar del parque Natural de La Algaida y el río San Pedro.
MARISCO “MÁS BARATO QUE EN EL MERCADO”
Siguiendo el rastro de la arena movida se llega hasta Antonio, que escarba para sacar almejas. La marea está hoy más baja de lo habitual, lo que le da más tiempo para sus actividades ilícitas. Lleva un kilo y medio de almejas en tres horas. Las venderá a 20 euros el kilo, “más barato —dice— que en el mercado”. Si no las coloca a un comprador, las sorteará. Irá repartiendo las cartas de una baraja a razón de un euro por dos cartas; cuando ya no le quede ninguna, sacará otra baraja, cortará y anunciará el ganador. “Así me gano 20 euros fijo”
—¿Y ellos se fían de usted?
—Hombre, claro. Son muchos años ya. ¿Por qué no se iban a fiar? Soy buena persona.
Hoy está tranquilo, sabe que la Guardia Civil no aparecerá. Suele actuar en los días de gran bajamar, cuando se concentran más furtivos. Antonio muestra un calendario de mareas de la cartera. Pero cuando aparecen los agentes, dicen, provoca una estampida.
“Yo me tiro al agua”, advierte. “Le tengo más miedo a la Guardia Civil que al frío”, añade. Por experiencia, suya y del resto, sabe que la multa son 3.000 euros. “A mí no me multan porque saben que no tengo dinero —zanja Antonio—, me conocen”.
La indiferencia ante la ley, el saberse intocable, hace que Antonio pose ante la cámara de EL ESPAÑOL sin inmutarse. Y lo mismo sucede con Manuel, que coge navajas a quinientos metros.
En el cubo lleva cinco kilos. Las vende en los bares, en las puertas, a seis euros el kilo. “Los clientes saben dónde nos ponemos y nos buscan”, explica Manuel mientras saca una a una las navajas con la ayuda de la varilla de un paraguas. “Desde las seis de la mañana para cinco kilos”.
—¿Cuánto se saca con esto?
—¡Anda que no se pasa hambre con esto!
Sus dos hijos también marisquean de forma furtiva. Uno de ellos ya ha cumplido una pena en prisión de un año y dos meses por robar zapatillas —una especie de dorada pequeña— de una piscifactoría. Al salir de la cárcel siguió con la ilícita actividad. “¿Qué va a hacer? Si tiene tres hijos”, resuelve Manuel, que lo mismo coge almejas que bocas, cañaíllas, ostiones, camarones o anguilas, una de las especies más protegidas de Andalucía.
ANGULAS A 200 EUROS EL KILO
La angula, que cuando crece se convierte en anguila, se vende a 200 euros el kilo, pero en el Bajo Guadalquivir, en la zona de Isla Mayor, Lebrija o Trebujena no se captura —al menos legalmente— desde el año 2011. La Junta de Andalucía aprobó una veda total para este sabroso alevín durante diez años para salvar a la especie de un “peligro crítico de extinción”.
Dos tipos de furtivos persiguen a esta especie, de alevines —las angulas— en el Bajo Guadalquivir, y de adultas —las anguilas o anguillas— en la Bahía de Cádiz.
“La culpa la tienen los riacheros”, explica tratando de restarse responsabilidad José —nombre ficticio—, un marinero furtivo del Trocadero, de Puerto Real. Cae la tarde y prepara un palangre, un aparejo repleto de decenas de anzuelos utilizado en la pesca tradicional para capturar anguilas.
No hay un alma en el embarcadero. El caótico orden de las casuchas de colores desgastados por el clima hacen del espacio un laberinto solo habitado por los gatos. Hay barquitas varadas. Y José sigue engarzando la carnaza en los anzuelos. De madrugada se echará a la mar. Lo hará completamente a oscuras, para burlar a la Guardia Civil.
Explica a EL ESPAÑOL lo cotizadas que están sus capturas, que las venden a particulares directamente o a algunos placeros del mercado de Puerto Real. Estos a su vez lo venderán a hurtadillas a clientes habituales. Mientras haya compradores habrá furtivos.
Lo saben José, Antonio, Manuel o Pedro, que vuelve a mediodía al lugar en el que colocó las trampas para los pájaros al amanecer. Los reporteros de EL ESPAÑOL siguen con él.
PAJARITOS: 7,5 EUROS LA DOCENA; 60.000 EUROS LA MULTA
“Este año no hay pájaros, no los hay”, lleva barruntando desde por la mañana. Tiene cada trampa geoposicionada en la cabeza y las encuentra con sorprendente facilidad. Pero el día no ha ido bien: 25 pajaritos, a razón de 7,5 euros la docena, y siete zorzales, al doble de precio. Hoy llevará unos 25 euros. Y todavía le queda volver a la noche. Si se da bien, sacará los 50 euros. Aunque se exponga a penas de cárcel que van de los cuatro meses a dos años. Y multas que pueden llegar a los 60.000 euros.
“Todo dependerá del número de trampas que lleve, del volumen de la captura, de si lo hace en un entorno protegido… Intervienen muchos factores”, explica a EL ESPAÑOL el subteniente Gutiérrez del SEPRONA, en Jaén.
El subteniente explica que se ha percatado de un aumento de capturas de pajaritos en este último año y explica lo complicado que resulta identificar a los autores, también a quienes se dedican a la caza mayor.
“Los furtivos son gente de la zona, que conoce bien el campo, que se esconde para actuar y, lógicamente, van con mucho cuidado”, aclara. “El campo es inmenso y es complicado de coger —sigue—, pese a que hay controles en las entradas y las salidas, de acceso a fincas”.
En Los Pedroches, en los límites entre Córdoba y Ciudad Real, está La Garganta, la finca privada más grande de España, propiedad del duque de Westminster. Allí, entre el valle del Guadalmez y Sierra Madrona, también tienen un latifundio la familia Botín, El Castaño. Una superficie rica en encinas y venados, jabalíes y perdices.
José se la conoce bien, allí caza —sin desvelar el sitio exacto— desde hace años. Y casi siempre de forma furtiva. En su última incursión, a pocos días de Nochebuena, lo acompañan los reporteros de EL ESPAÑOL.
La cita es en torno a las cuatro de la tarde antes del día más corto del año. Anochece pronto y toca echarse al monte bien abrigados. Pronto aparecen las primeras huellas de ciervos y el terreno horadado por los jabalíes. Todavía no hay caza a la vista.
José —también nombre falso— prefiere un jabalí, cuestión de gustos, aunque cobre más por un venado. Ambas carnes tienen un precio similar en el mercado negro, pero el ciervo, al ser más grande, renta más. “Unos 100 euros por pieza si se vende a un carnicero para que lo despiece; si se vende por partes se saca más, a cuatro o cinco euros el kilo, unos cien kilos…”. A final de mes habrá llevado unos 1.500 euros a casa. O eso dice él. Las cuentas dan una cifra superior.
Otra opción es hacer embutidos del ciervo. Chorizos y salchichón de venado. Algo cotizado en Navidad. “Pero esos hay que matarlos un mes antes, para que dé tiempo de secarlos; y no se vende a cualquiera, no es fácil si no conoces a la persona adecuada”, apunta el furtivo.
“AL PRECIO DEL MERCADO, EL QUE NO ES FURTIVO SE HACE”
La caza furtiva es rentable. “Al precio del mercado —explica José—, el que no es furtivo se hace”. La carne la vende a restaurantes de Córdoba. Nadie pregunta por los controles sanitarios. La ley andaluza obliga a que un veterinario certifique la calidad de la carne antes de sacarla de la finca en la que ha sido matada.
“Aquí garantía sanitaria cero”, confirma. “Si se ve una cierva muy seca, no se mata; una res que no está buena, no se coge; y cuando se coge, si se abre tiene algo en las vísceras, se echa para atrás”, detalla el furtivo.
Pasan los minutos y sigue sin aparecer ningún animal. De lejos se ven cochinos ibéricos moviéndose libremente bajo las encinas. A través del visor del rifle se confirma que no es un jabalí.
En el silencio de la dehesa se escucha un tiro, pero el rifle de José no ha detonado. “¿Oyes? Ahí tienes otro furtivo”. Alguien con más suerte, porque todavía no se ha puesto ningún animal a tiro.
“No es tal fácil, hay días buenos y otros malos —se escuda—, por no hablar de lo que puede pasarte si te pilla la Guardia Civil”.
El furtivo explica que en los pueblos conocen los hábitos de los guardias civiles, sus horarios, los relevos. “Se sabe todo, y ellos también lo saben”, asegura. “Una cosa es el furtivo que va a por las cabezas y se deja atrás la carne; pero cuando ve necesidad la Guardia Civil pasa la mano”, confiesa José.
Cae la noche. Hace frío. No ha habido suerte. Solo unas ciervas fuera de tiro que salieron corriendo. José está visiblemente contrariado.
“Yo quería un ‘Bambi’ para Nochebuena, están más tiernos, más sabrosos, pero la caza es así; hay más días que me voy de vacío que días a manos llenas”.