Don Juan Carlos, que este viernes cumple ochenta años, pasará a la Historia como un gran rey. El balance de su reinado y la cuenta de resultados son positivos en términos políticos, tanto por su papel decisivo para la restauración de la democracia como por su lealtad constitucional una vez restablecida esta. También por los servicios prestados como gran relaciones públicas de la nación, un tanto importante para los empresarios españoles que le acompañaban en sus viajes al extranjero.
En un sentido global, la gestión de Juan Carlos I puede calificarse de brillante, pero los auditores pondrían salvedades referidas a la ética de sus propios negocios y a la ejemplaridad personal, que los reyes no pueden constreñir al ámbito privado, como un terreno vedado a la opinión pública.
Durante sus 39 años de reinado, entre 1975 y 2014, Don Juan Carlos dispuso de menos poderes que sus colegas europeos pues pesaba sobre los constituyentes españoles el sombrío recuerdo de la dictadura de Franco, a quien el nuevo rey debía su designación. Sin embargo, la ausencia de poderes políticos efectivos fue compensada por las atribuciones constitucionales a su papel de intermediación, que el monarca ejerció con habilidad y prudencia.
El espejo de Alfonso XIII
Su gran logro político fue contribuir eficazmente a la integración plena, sin reticencias, de la izquierda en la nueva monarquía parlamentaria, primero con Santiago Carrillo y después con Felipe González, con quien sentó las bases de una relación fluida y leal entre la jefatura del Estado y el Gobierno. Don Juan Carlos era consciente de que la caída de su abuelo Alfonso XIII se debió en buena parte a que este no quiso ninguna relación con los dirigentes socialistas y de la UGT.
Si en lo que se refiere a la lealtad constitucional Don Juan Carlos dejó en evidencia a su abuelo Alfonso XIII, el último rey de España, quedó por debajo de él en cuanto a la transparencia de las cuentas. Su abuelo estaba obligado a publicar todos los gastos, públicos y privados, y todos los ingresos, incluidos los que no procedían de la lista civil, como lo que pagaban los turistas por visitar los palacios reales o lo que obtenía la Corona por extender a los comerciantes que le servían el certificado de “Proveedor de la Real Casa”.
La autocensura de la prensa
Se benefició Don Juan Carlos de la autocensura de la prensa, del amable silencio de los intelectuales y de otros referentes de la sociedad, privilegios anacrónicos, propios, mutatis mutandi, de la época en que las monarquías eran absolutas y se confundía el patrimonio de la Corona con el de su titular. Así, durante todo su reinado se negó a informar y explicar cómo utilizaba la partida presupuestaria que le otorgaban las Cortes a cargo de los contribuyentes, valiéndose de un subterfugio de escasa consistencia: la interpretación incorrecta e interesada del artículo de la Constitución que establece que el rey dispone libremente de dicha partida. La libertad de disposición no implica que el monarca no tenga que dar cuenta de la aplicación de los dineros públicos.
De ese tabú hay que responsabilizar más a la prensa y a la clase política que al propio monarca. Este se aprovechó de su impunidad, lo que le llevó a la comisión de imprudencias que no se hubieran producido si hubiera habido transparencia. Al final, cuando se levantó el velo de la autocensura lo pagó bien caro.
Los obsequios del rey
El rey recibía los regalos más ostentosos, entre los que eran especialmente apreciados los coches, las motos y todo lo que se refería a la caza y a la navegación deportiva, lo que generaba la asombrada envidia de las otras crestas coronadas, que observaban perplejas cómo se entendía en España la monarquía parlamentaria.
Algunos obsequios fueron muy comprometidos, como el que le hizo el empresario Javier de la Rosa en 1988 por su cumpleaños, un Porsche deportivo hecho a mano que el rey aceptó sin remilgos.
Don Juan Carlos recibió periódicamente numerosos presentes, como los que efectuaban los fabricantes de automóviles, que rivalizaban por el mejor obsequio. Desde que el entonces Príncipe de Asturias tuvo casa propia, las fábricas doblaron el regalo a la Casa Real: un coche de alto standing para el rey y otro para su hijo.
Producto de esta obsequiosa costumbre de los fabricantes de coches, el rey acumuló una flota formidable integrada por miles de vehículos que no había forma de meter en la Zarzuela y aledaños. El monarca resolvió el problema revendiendo los coches, evitando así la necesidad de excavar un aparcamiento subterráneo de varias plantas. El rey tampoco hacía ascos a las motos. Aceptó del magnate Malcolm Forbes una Harley Davidson y del diseñador Incola Trussardi, su MV Augusta.
Un yate pagado a escote
El vehículo más deseado, el regalo más preciado era, sin embargo, el que surca los mares, la madre de todas las pasiones reales. No hay nada que pueda compararse a los barcos de vela de competición o a los yates más veloces. El primer yate real le fue entregado en 1976 por el rey Fahd de Arabia Saudí, cuando este era príncipe heredero. Un cascajo comparado con el “Fortuna”, que fue pagado a escote por un grupo de empresarios, una embarcación entonces única en el mundo.
El barco, que costó 3.000 millones de pesetas según apreciaciones oficiales -otras fuentes indican que el coste final se acercó a los 7.000 millones- fue pagado por un nutrido grupo de empresarios inicialmente mallorquines a los que, ante las dificultades para conseguir tan alta cifra, se tuvieron que añadir grandes empresas nacionales.
Una monarquía patrocinada
Poco a poco los miembros de la familia real se convirtieron en atractivos modelos de publicidad, a veces subliminal y otras descarada: la copa del rey de Vela se denominó Copa del rey-Trofeo Agua Brava; el monarca participaba a bordo del Bribón, propiedad de José Cusi y patrocinado por la Caixa, luciendo en el chaleco el logotipo de la entidad financiera; usaba pantalones Burberry; los relojes Breitling dan nombre a la regata que organiza el club náutico Puerto Portals donde participaba el entonces príncipe de Asturias a bordo del CAM (Caja de Ahorros del Mediterráneo), que desbancó al Sirius propiedad de la Armada Española, un cambio de yate que provocó malestar en la tripulación.
Se negó a que se prohibieran los regalos
El jeque de un emirato árabe vino a España como los reyes Magos de Oriente, con las alforjas. Regaló valiosas joyas a la familia real y una daga árabe con incrustaciones de piedras preciosas al príncipe. Don Felipe mandó desmontarla y con tales piedras le montaron una pulsera que regaló, como tributo de amor eterno, a Isabel Sartorius, su novia de entonces.
A los ministros, a la sazón gobernaba el PSOE, les regaló sendos relojes de oro. Los ministros que no sabían que hacer con aquel reloj lo depositaron en las cajas de sus respectivos departamentos. El Gobierno se planteó entonces regular este tipo de presentes. Se lo comentaron al rey, pero este se negó en redondo: “Qué queréis. Está uno aquí currando todo el día y encima me pedís que rechace estos detalles...”
Esta fue la única objeción conocida que el rey formulaba para no estampar su firma en una ley, algo que ciertamente el Gobierno no planteó formalmente pues en ese caso el Monarca no hubiera podido negarse.
Se ha explicado la obsesión por el dinero de Don Juan Carlos con las penurias sufridas por sus padres en el exilio de Estoril. Esta obsesión era compartida con la reina Sofía, afectada por los apuros de su familia también en el exilio, que recurrió a la generosidad de la Casa Real española. En esta aprensión frente a los riesgos del oficio, la pareja real permaneció siempre unida, consciente de que en aquella trepidante transición podía ocurrir cualquier cosa. “Lo malo –me decía un allegado a los monarcas– es que cuando uno hace cosas feas por lo que pudiera pasar, lo que pudiera pasar termina pasando”.
Ya instalado en España, Don Juan Carlos siguió corto de dinero hasta el extremo que, durante algún tiempo, antes de recibir una asignación del Estado como Príncipe de España, el marqués de Mondéjar pagaba sus trajes en Collado. Y ya de príncipe y casado, él y la princesa Sofía sufrieron la racanería de Fuertes de Villavicencio.
Sea este o no el origen de la real avidez lo cierto es que le ha llevado a incurrir en imprudencias que no tuvieron mayores consecuencias gracias a la complicidad de los gobernantes y al pacto de silencio no escrito de la prensa. En los años sesenta el presupuesto de los príncipes era de 70.000 pesetas al mes. El cepillo empezó a funcionar, que se sepa, a partir de 1962, cuando Luis Valls Taberner, presidente entonces del Banco Popular, organizó una suscripción popular encabezada por la duquesa de Alba que aportaría 200 millones de pesetas a los recién casados.
La atribución más tópica sobre ingresos del futuro rey en el mundo de los negocios se refiere al supuesto cobro de comisiones por la importación de petróleo procedente de países árabes con cuyas monarquías el príncipe mantenía relaciones “familiares”. Fue durante el primer choque petrolero de 1973-74: los países productores de hidrocarburos se habían coaligado en un cartel, la OPEP, y habían decidido disminuir la producción para elevar fuertemente el precio del crudo, que de un solo golpe se multiplicó por diez. En este contexto, el entonces príncipe de España se apuntó un buen tanto al dirigirse al monarca saudita, quien le garantizó que España dispondría de todo el dinero necesario.
Pide dinero al sha contra el peligro marxista
Naturalmente, tras su coronación las cosas cambiaron. El 22 de junio de 1977, tras las elecciones parlamentarias, el rey le escribió una carta al sha de Persia pidiéndole dinero para ponerle un partido fuerte a Suárez ante las inminentes elecciones municipales. El rey justificaba su petición en el peligro socialista “que supone una seria amenaza para la seguridad del país y para la estabilidad de la Monarquía, ya que me han informado fuentes fidedignas de que su partido es marxista”. "Por esta razón, es imperativo que Adolfo Suárez reestructure y consolide la Coalición Política Centrista, para crear un partido para él que servirá como sostén de la monarquía y para la estabilidad de España.” En definitiva, el rey pedía a su “querido hermano” el sha que contribuyera con diez millones de dólares para el fortalecimiento de la monarquía española.
La respuesta del sha a esta carta está fechada el 4 de julio de 1977, es afectuosa pero muestra mucha más prudencia que la del rey de España. En uno de sus párrafos dice: “En cuanto a la cuestión a la que hace referencia Su Majestad en su carta, comunicaré mis pensamientos personales verbalmente....”
El rey Fahd, de Arabia Saudí, sensible a los problemas económicos de la monarquía de don Juan Carlos, le confió en los años ochenta, 100 millones de dólares para que los invirtiera prudentemente y los devolviera a los diez años sin intereses. Con solo poner esa cantidad en un banco a plazo fijo hubiera obtenido una buena fortuna. Sin embargo, el dinero fue confiado a Manuel Prado, que era todo menos prudente, y este lo invirtió, al parecer en el azaroso mercado de futuros, con resultados catastróficos, de forma que cuando se cumplieron los diez años acordados no había dinero o el suficiente para devolverlo. Entonces, se concedió un plazo adicional de cinco años.
Eficaces servicios al empresariado español
La última década antes de su abdicación fue realmente “horríbilis”. Ya era doloroso que su hija, la infanta Cristina, estuviera investigada en el caso Nóos junto a su esposo Iñaki Urdangarín, pero lo peor es que este proceso tenía consecuencias para la monarquía e implicaba al rey, que había ayudado a su yerno a conseguir apoyos.
Fueron los momentos en los que la monarquía sufrió su mayor deterioro, rematados por la relación del monarca con Corinna, la cacería del elefante, etc. En aquella situación crítica, según me comenta una fuente muy próxima al monarca, este había reflexionado hondamente sobre cómo debía conducirse ante la nueva situación. Había acuñado una nueva filosofía: “Se dice – le comentó Juan Carlos a mi fuente - que la primera obligación del rey es ser ejemplar pero la verdad es que hoy nadie puede ser ejemplar. Eso era antes, cuando la gente no sabía lo que pasaba en palacio. En los tiempos que vivimos se me debe valorar bajo dos parámetros: mi utilidad y mi cercanía”. En consecuencia, decidió realizar más viajes empresariales: a Chile, a India, a Rusia, al Golfo, a Marruecos... “Menos viajes políticos y más road show”, resumió a mi fuente.
“Yo –me confía esta- estuve en una cena en el Kremlin. Putin no salía de los tópicos políticos y de pronto el rey cortó por lo sano: 'Todo eso está muy bien Vladimir, pero si te parece cambiamos de tercio. Oye Cesar –refiriéndose a César Alierta-, cuéntale al presidente Putin tus propuestas económicas'. Y César se explayaba. 'Oye Carlos –por Carlos de Palacio Oriol-, cuéntale al presidente los problemas que tenéis para el abastecimiento del Talgo a los ferrocarriles rusos'. Putin le decía a su ministro del ramo: 'Toma nota'. El rey hacía de maestro de ceremonias. Y lo mismo ocurría en las reuniones con los presidentes de Chile, Argentina, Brasil, Colombia o Panamá, para quienes era muy querido”.
“Te aseguro –añade mi fuente- que la actitud de los empresarios hacia el rey era reverencial, hasta en exceso. Hay algo que no debiera decir y es que los empresarios se han portado muy bien con él. Sobre todo César Alierta, que mandó al yerno a Washington, creando un puesto que no existía".
Abdicar, su último servicio
Don Juan Carlos había dicho, redicho y reiterado en cuantas ocasiones se le presentaron que no pensaba abdicar, que un rey debía ser rey hasta la muerte. Hubo momentos, con motivo de alguno de los escándalos a los que me he referido, en que recibió fuertes presiones de ámbitos monárquicos para que dejara la corona en la cabeza de su hijo Felipe, de quien Don Juan Carlos se sentía orgulloso, pero con quien no tenía una extremada facilidad de comunicación. Don Juan Carlos se quejaba, un poco con la boca pequeña, de que se dijera que en España no había monárquicos, sino juancarlistas. Era plenamente consciente de sus deberes para con la dinastía que encarnaba.
A la monarquía, para consolidarse en una nación sin monárquicos, le faltaba la prueba de la muerte de Don Juan Carlos, dado que no contemplaba la abdicación, un verbo para uso exclusivo de los monarcas. Finalmente, cuando las encuestas detectaron que su conducta había llevado a la monarquía al suspenso, a una valoración aún menor que la de los periodistas, se tuvo que rendir a la evidencia de que si quería salvar la Constitución, debía sacrificar su persona. Fue, junto con su imprescindible aportación a la transición democrática, el gran servicio ofrecido a la nación.