Más que nunca antes mi hermano Pablo está ahora conmigo, y jamás había sentido una fuerza tan poderosa como es la del amor que siento por él. Mi hermano pequeño es la persona a quien más he querido en mi vida, y ahora, después de un año, este sentimiento no ha cambiado sino que crece cada día. Una de las cosas más duras de este tiempo ha sido atestiguar el dolor de mi hermano pequeño sin posibilidad de hacer nada al respecto: el decaimiento y la degeneración de su cuerpo, y esa pérdida sutil de dignidad que sugiere la enfermedad. Eso es imborrable. Sin embargo, he aprendido muchas otras cosas que no me han dejado indiferente.
Después de la muerte de mi hermano [Pablo Ráez falleció el 25 de febrero de 2017], todo mi alrededor conocido y desconocido se volcó conmigo y con mi familia. Paradójicamente, lo viví con gran desconsuelo. A menudo sentí el rechazo y la incomprensión hasta que pude hacer las paces con las opiniones dispares de todos. A veces, cuando alguien vive un duelo, el desamparo es tan grande que se desvanece cualquier herramienta que inspire cordura. Me di cuenta de que mi hermano pequeño había generado un impacto certero en nuestra sociedad pero que, simultáneamente, el impacto en mí iba a ser infinito.
He asimilado que existe un resquicio de aliento por el que yo respiro con respecto a mi vacío por él y que es posible que mi experiencia pueda servirle a otras personas. Ahora miro atrás y lloro por el dolor que no pude ahorrarle y por los sacrificios que hizo por nosotros, su familia. Estos son los sacrificios que nunca podré nombrar porque, en el fondo, no los conozco con certeza; sino que me ha dejado aquí intuyendo que el enfermo que se muere ya lo sabe y trasciende y comprende más allá de nosotros mismos. Una realidad tan aplastante como la calma con la que mi hermano pequeño partió ha cambiado las moléculas que hacen de mí un ser mortal. Y hablo de mi mortalidad porque esto es lo único que me separa de él.
Mi carácter sólido me ha ayudado a no perder el horizonte de vista, sin olvidar las horas de terapia para aceptar la nueva realidad. Yo hice unos planes de vida para los que creía estar preparada y, ahora, volviendo la vista atrás, comprendo que no hay preparación posible ni planes seguros, nada más que la vida hacia delante. Hoy, cuando alguien se me acerca y me habla de las maravillas de mi hermano pequeño, sé escuchar más claro que nunca. Y cuando vuelvo a casa me conecto con esa especie de misticismo que no muchos conocen de mí y hablo sin palabras con mis recuerdos de mi hermano.
Han existido, también, momentos de auténtica frustración y desasosiego, de vacío y de soledad, de incomprensión… y, aunque aún me sucede, cada vez recupero la cordura con más gracia. Y es en cada uno de esos momentos cuando más cerca estoy de mi hermano pequeño, del niño Pablo. Para los que están ahí afuera, mi hermano ha sido importante, y los premios se suceden uno detrás de otro sin apenas descanso. Es cierto que he sentido muy poco consuelo en ello pero, en el camino, he podido por fin encontrar el equilibrio y adaptarme al medio. Entiendo el fulgor y el agradecimiento de todas esas personas a quienes no conozco. Para todos ellos, mi hermano ha significado algo. Esto es lo más importante, y lo que más respeto. Aun así, para el mundo, Pablo ha revolucionado las donaciones y ha supuesto un antes y un después para la juventud; para mí, mi hermano pequeño, quien debiera haberme sucedido por orden de muerte, me ha dejado antes que yo a él. Esto no tiene cura.
He meditado mucho acerca de la muerte, porque la muerte es vida. No hacerlo a estas alturas habría sido una absurda negación. He hablado sobre ello en mi terapia, y reflexionado. La terapia es, realmente, la única herramienta verdadera para poder continuar con salud en estas circunstancias. Recuerdo el momento del diagnóstico con gran aflicción, su cara de asombro y sus ojos grandes mirando el vacío. Mi hermano siempre tuvo un aire melancólico en su mirada, y una sonrisa venida de la misma Vía Láctea. No lloró, pero yo sí. La muerte acecha en cada respiración, pero también la vida. La contradicción es complementaria y no pueden existir la una sin la otra. Nos transformamos, es verdad. Lo hacemos en vida y es posible que también en la muerte y, como decía mi hermano, no hay que temer a la muerte sino amarla también.
Este año ha estado repleto de dolor y de enfado y de frustración y de tristeza. Ahora siento que la tierra sigue girando de verdad. Recuerdo haber sentido que nunca llegaría el final del dolor, y quizás nunca llegue del todo, pero quiero vivir mi vida como es honesto hacerlo y concederle a cada cosa y cada persona el lugar que merece, ni más ni menos. He sido capaz de poder verbalizar algunos de mis sentimientos y otros pensamientos, me he atrevido a decir una de las grandes verdades ocultas en el gran misterio de lo imbricado de la familia, y es que mi hermano es un ser especial por la destilación de lo mejor de su familia. Afortunadamente, supo encajar las mejores virtudes de nosotros y reunirlas en una sola vasija llena de luz. Hablar no es fácil, salir y decir lo que se piensa o lo que se quiere es arriesgado: la exposición atrae al juicio, y no queremos que nos juzguen, queremos que nos amen.
Vivir este año me ha envejecido, pero también me ha resituado. Trabajo para una ONG local llamada CUDECA donde nos dedicamos a los cuidados paliativos del cáncer y otras enfermedades en estado avanzado y trabajar aquí tiene todo el sentido posible para mí. De nuevo, muchas personas me dan su agradecimiento por la labor que hacemos en CUDECA, y me recuerda siempre a cuando alguien viene a hablarme de mi hermano pequeño. Escucho con muchísima atención, mi cuerpo se dirige hacia el sentimiento del otro y no puedo más que congraciarme una vez más con mi hermano. Cierto es que es un recordatorio constante de que ha muerto, y duele. Escuece cada vez, pero no lo cambio por ninguna otra cosa.
Si me dijesen que tengo la posibilidad de volver atrás y cambiar algo de mi propio destino, lo volvería a hacer todo otra vez, a pesar del miedo y del dolor, de los errores y los abandonos, sólo por tener el privilegio de verle crecer hasta sus casi 21 años. Y tan grande es la ausencia que se convierte en presencia; y tan ex profeso la muerte que sólo la conocemos porque estamos vivos.
A mi hermano pequeño, porque le quiero por siempre hasta el olvido de mi nombre.