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Una ilusionada María Francisca se engalanó para acudir a su primer baile de San Isidro. Fue el 15 de mayo de 1904. Domingo. Ese día se celebraba la fiesta de los agricultores y los ganaderos en su pueblo del interior de Granada, Pedro Martínez, por aquel entonces de 5.000 habitantes.
María Francisca tenía 16 años. La adolescente, procedente de una familia sin estrecheces por las tierras, bestias y una tienda de ultramarinos que poseía, vistió su cuerpo con un traje bordado de telas finas. También se puso unos pendientes y peinó con mimo su largo pelo rubio. Era una chica delicada a la que le gustaba tocar el acordeón.
Durante el baile, un grupo de chicos de las familias más adineradas del pueblo se acercó a la joven, de una hermosura extraordinaria. Uno de aquellos mozos lanzó su sombrero a los pies de la muchacha. Era la costumbre de la época para pedir baile a las jóvenes.
Por miedo o por timidez, María Francisca hizo caso omiso a aquel gesto, se dio media vuelta sin recoger el sombrero y se marchó del lugar. Aquellos jóvenes, sobre todo el que la había cortejado, entraron en cólera. Juntos, prometieron venganza e idearon un plan para manchar la imagen de María Francisca y de toda su familia.
Aquel grupo de mozos convenció a un albañil del pueblo para que la violara. Antonio, un chico de pocas luces, accedió. Él sería la mano ejecutora de la venganza de un niño rico resentido. En expresión de la época, tras la violación María Francisca quedaría marcada y sin posibilidades de poder casarse nunca.
Tres días después del baile, el 18 de mayo de 1904, Antonio fue hasta el número 13 de la calle De la Cuna. Allí estaba la casa de Los Rufino, como se conocía a la familia. El reloj rondaba las cuatro de la tarde. Antonio aprovechó que el padre de María Francisca estaba en el campo y que la madre estaba lavando ropa en el lavadero para abalanzarse sobre ella e intentar violarla.
Sus cinco hermanos intentaron quitarle de encima a Antonio golpeándolo con palos de escoba y todo lo que encontraban a su alrededor. Antonio, furioso, empuñó un estilete y dio dos puñaladas a María Francisca, según se recogió después en el acta de defunción: una en el vientre y otra en su genitales. Luego, huyó a la carrera. Sus hermanos, testigos de aquel hecho, tumbaron a la joven en un sofá. Nunca superaron aquel trauma.
Murió desangrada dos días después
María Francisca no dejó que ningún médico la atendiera. Dos días más tarde, el 20 de mayo de 1904, murió sobre un sofá de madera tallado con motivos florales. Aún llevaba puesta la ropa ensangrentada. La mayor parte del pueblo y gente procedente de la comarca lloraron su muerte durante el funeral.
Desde aquel día, su familia quedó enterrada en vida. Sus padres y sus cinco hermanos se enclaustraron en casa hasta que uno a uno fueron muriendo ellos también. La última en fallecer fue Pepica. Se le acabó la vida el 8 de junio de 1988, 84 años después de que Antonio el albañil matara a su María Francisca.
Si en la obra teatral La casa de Bernarda Alba Federico García Lorca concibió a una protagonista principal, Bernarda, que impuso ocho años de luto a sus hijas tras enviudar de su segundo marido, Los Rufino permanecieron muertos en vida y enlutados durante más de ocho décadas. Y en la realidad, no en la ficción.
“Y no quiero llantos. La muerte hay que mirarla cara a cara. ¡Silencio! (...) ¡A callar he dicho! (...) Las lágrimas cuando estés sola. ¡Nos hundiremos todas en un mar de luto!...”. Lorca acabó así su obra. Y así pudo ser el comienzo del fin de Los Rufino.
Un encierro de por vida
María Francisca era hija de Juan Miguel Delgado y de Agustina Corral, una hacendada joven y bien situada de un pueblo cercano a Pedro Martínez. El progenitor de María Francisca tuvo un matrimonio anterior. Su mujer perdió la vida mientras daba a luz a su primer hijo. El niño también murió, con 14 años. Juan Miguel parecía tocado por la fatalidad.
Del posterior matrimonio entre Juan Miguel y Agustina nacieron seis criaturas: María Francisca, Ramón, Casilda, Encarnación, José y Josefa Feliciana, Pepica. Tras la muerte de la hija mayor, Los Rufino se aislaron del mundo. Se mantuvieron ajenos a una guerra civil, a una dictadura y a la llegada de la democracia. No les importaba lo que sucedía más allá de sus cuatro paredes. Tampoco que los milicianos les robaran durante la contienda que aupó a Franco al poder.
Mientras vivieron los padres, apenas nadie salía de casa. Sólo el patriarca acudía a las faenas agrícolas o algún miembro de los Rufino asistía a misa. Los niños, que si salían a la calle corrían al ver a alguien, aprendieron con maestros a domicilio. Una de sus profesoras fue doña Ana López. Al morir el padre, José se encargó de dirigir la casa y el ganado, que llevaba a ferias de la sierra de Cazorla para su venta.
Ramón, más retraído, llevó la agricultura y pasaba los días en el campo. Al morir la madre, Encarnación dirigió la casa y la hacienda. Casilda no salía nunca, como mucho a misa de alba. Se limitaba a las lecturas religiosas, a cuidar el jardín y a bordar.
La más joven de la casa, Pepica, de fuerte carácter pero bondadosa, asumió las riendas del hogar. Durante una época asistió a bailes. Incluso tuvo novio, pero terminó por enclaustrarse. Ninguno se casó. Todos iban enlutados. Siempre de riguroso negro. Ninguno dejó descendencia.
Los Rufino descuidaron la salud y la higiene. Cuentan en Pedro Martínez que por las cuadras y corrales el dinero se entremezclaba con el estiércol. La familia sólo demostraba cariño por las cabras, ovejas, mulos y asnos que convivían con ellos. Durante los últimos días de vida de un mulo blanco y viejo, Pepica le puso un cojín debajo de la cabeza para facilitarle su adiós.
De la vida de Antonio el albañil casi nada se sabe. Según se dice en el pueblo -porque no quedan registros judiciales en los que aparezca- un juez lo condenó a la horca pero más tarde se le indultó. Al salir de prisión huyó a Marruecos, donde adoptó un nombre falso hasta morir.
José Antonio cuidó de Pepica y Casilda
Hoy, 30 años después de la última muerte de un miembro de Los Rufino, el sofá en el que murió María Francisca está en la casa de José Antonio López. El hombre, de 73 años, es el exsecretario del Ayuntamiento de Pedro Martínez, donde todos los vecinos lo conocen como Antoñito.
José Antonio es uno de los herederos de la familia, que dejaron sus bienes en manos de unos cuantos vecinos del pueblo que les ayudaron. El hombre, de joven, cuidó de las dos últimas hermanas de la adolescente asesinada. Fue entre 1978 y 1988.
Eran Casilda y Pepica, quienes un día, a través de una ventana que las mantenía unidas al exterior, le pidieron ayuda. Dos años antes había muerto su hermano José. "Los Rufino eligieron vivir como si no existieran", dice este lunes por teléfono.
Casilda murió a los 93 años. Fue el 23 de febrero de 1988. Cuatro meses más tarde, el 8 de junio, falleció Pepica. Tenía 86. Había dejado de comer. Sin más familia en el mundo y sin romper la promesa de Los Rufino, permitió que la muerte se la llevara. Durante la última década de vida de ambas, cada mediodía y cada noche Antoñito iba a darles de comer. También les hacía la compra y les cortaba leña para que no pasaran frío.
Pese a que la familia se extinguió hace tres décadas, en su pueblo siguen circulando leyendas sobre ella. Una dice que en la pared de la casa había una mancha de sangre de la joven que volvía a salir pese a pintarla. También que cuando el pueblo cambió la ubicación de su cementerio, allá por los años 60 del siglo pasado, los operarios que transportaron el féretro de María Francisca dijeron que hallaron el cuerpo intacto y ataviado con el mismo vestido blanco con el que la amortajaron.
En Pedro Martínez todo el mundo cuenta, aunque sepan que no es cierto, que durante el traslado un golpe de viento lo desintegró y sus cenizas se esparcieron por los montes de alrededor. Por eso, aunque muriera, María Francisca sigue viva en las memorias de su gente.