Leticia, Lety, adoraba el campo. La brisa fresca, la tranquilidad, el sosiego. Ella, una chica joven, alta, inteligente, apostaba por las oportunidades que el mundo rural ofrecía. Se había criado entre las calles y los paisajes de su Tábara (Zamora) natal. Y lo tenía claro: lo suyo era la promoción de su tierra. Por eso aprovechaba para volver. Para apostar por lo que otros desdeñaban. Por vivir en un pueblo de apenas 500 habitantes y enraizar ahí. Hasta que la mataron.
Leticia Rosino Andrés tenía 32 años y se había mudado a Castrogonzalo, otro pueblo zamorano, a vivir con su novio David. Ella era ingeniera técnica agrícola por la Universidad de Salamanca, pero no era su única titulación. Apasionada de lo rural, también era especialista en Gastronomía, experta en análisis microbiológicos de los alimentos, máster en seguridad alimentaria y máster en Enoturismo. En la actualidad trabajaba como química y responsable de calidad en la empresa Lácteas Cobreros, justo a la salida de Castrogonzalo.
A la joven le apasionaba pasear junto al río Esla, que resbala por los alrededores del municipio zamorano. Ahí podía perderse, divagar, pensar. De ella decían en el pueblo a EL ESPAÑOL que era una chica “vitalista” y “soñadora”. “Siempre estaba dispuesta a ayudar y estaba feliz, iniciando su vida en serio junto a David, su novio”. Algunos dicen que planeaban pronto pasar por la vicaría; otros, que su siguiente proyecto era la paternidad.
De Londres a Zamora
David y ella se conocían de hacía varios años. No era la primera vez que compartían techo: antes habían estado juntos en Londres, donde Leticia había emigrado en busca de una oportunidad laboral. Consiguió un contrato en un laboratorio, aunque ambos tenían claro que la marcha no sería definitiva. Que ellos volvían a su Zamora, a su tierra.
La primera vez que Leticia visitó Inglaterra era bien pequeñita. Fue, según cuenta el diario Hoy, con 12 años, gracias a una beca obtenida por sus buenas calificaciones escolares. Fue el inicio de un idilio con el país británico: años más tarde, volvería a Brighton como au pair a cuidar a dos hijas de un familia hindú.
Lety era “decidida, resuelta e incansable” y “salió del pueblo para volar alto”, según contaba el alcalde de Tábara, José Ramos San Primitivo. Era el prototipo de chica ideal. En el Ayuntamiento siempre la utilizaban de ejemplo para intentar que los chavales se interesaran por los estudios. Pero siempre le tiró su tierra, su identidad. Por eso, pese a la altura de miras, a nadie le extrañó que decidiera volver a su tierra para asentarse y vivir junto a su pareja. Residían en el pueblo de él, Castrogonzalo, por su proximidad al trabajo. También porque este pequeño municipio, que goza de bastante vida, está a apenas diez minutos en coche de Benavente, un núcleo poblacional más grande y con mayor actividad.
Fue en su campo, en su adorado campo, donde Lety fue vista por última vez. El otro prototipo de habitante rural -agreste, tosco, sin interés por la formación- decidió acabar con su vida a pedradas sólo porque pasaba por allí. Diego, de sólo 16 años y de quien dicen sus vecinos que era capaz de distinguir, una a una, las 200 ovejas del rebaño de su padre, la asesinó.
La muerte de Leticia
Diego la agredió con piedras brutalmente a la chica hasta causarle graves heridas y matarla. Leticia intentó huir, pero fue en vano. Diego se deshizo del cadáver en un terraplén y continuó con el pastoreo. Allí se lo encontró su padre, horas después, cuando fue a coger el tractor. El Pastor estaba, a la hora del crimen, en un bar del municipio del que es asiduo por las tardes. Volvió a casa al caer la noche para hacer la cena. Diego llegó más tarde: cenó y salió a unirse a las batidas de búsqueda.
Diego volvió a casa a medianoche. La Guardia Civil localizó el cuerpo de Leticia una hora más tarde. Había grandes charcos de sangre a su alrededor y la habían despojado de los leggins y de la ropa interior, aunque no la agredió sexualmente, según los resultados de la autopsia.
De él dicen en su pueblo que era un “chico conflictivo”. Que siempre había sido un “trasto”. Que buscaba “broncas”, que “rompía mobiliario” municipal. Y que, por mucho que lo negara, él tenía la respuesta a la misteriosa desaparición de Leticia, porque Diego pastoreaba las ovejas de su padre en los alrededores de donde se le perdió la pista. Misma hora, mismo lugar. Primero dijo no saber nada, participó en las labores de búsqueda e incluso le negó al novio de la víctima haberla visto, según contaron testigos presenciales a EL ESPAÑOL. Incriminó a su propio padre. Al final, después de que la Guardia Civil le desmontara su coartada y encontrara ropa suya manchada con sangre de la víctima, acabó confesando.
El jueves 3 de mayo, el hijo de el Pastor había decidido saltarse las clases en el instituto al que acudía. Se fue en el recreo, pero apareció por su casa a la hora de comer, como si nada. Su padre le mandó a pasear al ganado a un terreno cercano a la planta de tratamiento de residuos donde habitualmente se alimentaban sus ovejas, justo al lado del río. Por allí pasaba Leticia, en su paseo vespertino cotidiano.
Leticia es la decimotercera mujer asesinada por un hombre desde que comenzó el año. En España, en 2018, también han sido asesinadas Jénnifer Hernández Salas, de 46; Laura Elisabeth Santacruz, de 26; Pilar Cabrerizo López, de 57; María Adela Fortes Molina, de 44 años; Paz Fernández Borrego, de 43; Dolores Vargas Silva, de 41; María del Carmen Ortega Segura, de 48 años; Patricia Zurita Pérez, de 40; Doris Valenzuela, de 39; María José Bejarano, de 43; Florentina Jiménez, de 69; y Silvia Plaza, de 34.
La serie 'La vida de las víctimas' contabilizó 53 mujeres asesinadas sólo en 2017. EL ESPAÑOL está relatando la vida de cada una de estas víctimas de un problema sistémico que entre 2003 y 2016 ya cuenta con 872 asesinadas por sus parejas o exparejas.