Hasta que llegaron las vacaciones de verano en los colegios, el despertador de Paqui sonaba cada día unos minutos antes de las siete de la mañana. Con los ojos aún entreabiertos y la cafetera humeante en el fuego, la mujer, de 52 años, subía adormilada los peldaños de la estrecha escalera que conduce a la planta alta de su casa. Al subir, despertaba a José (17), Yanira (15) y Samanta (13), que duermen juntos en la misma habitación, de apenas seis metros cuadrados. “¡Venga, que hay que ir a clase!”, les decía a los chavales.
45 minutos después, cuando los tres adolescentes ya se habían marchado al instituto, la mujer despertaba a sus otros cuatro nietos: Tomás (11), Samuel (10), Paqui (9) y Marta (6). Así, mañana tras mañana. Así es la rutina de esta abuela desde 2011, cuando la Junta de Andalucía le entregó a sus siete nietos en régimen de acogida porque su hija mayor, la madre de los menores, se desentendió de ellos.
Este jueves, Paqui García abre a EL ESPAÑOL las puertas de su modesta casa de 75 metros cuadrados en El Puerto de Santa María (Cádiz). Las ventanas del comedor están abiertas para combatir la ola de calor de estos días. No hay aire acondicionado. Tampoco teléfonos móviles, salvo el suyo y el de su pareja, Juan. Como ahora no hay clases, los siete hermanos se sientan distribuidos en dos sofás.
“Aquí, lujos ninguno. Cariño, todo”, dice la mujer, que tiene tres hijos en total. La mayor es la madre de los nietos que viven en su casa. La mediana, independizada, también tiene una niña. El menor, Josué, de 25, está estudiando y sigue viviendo bajo este hecho, aunque ahora no está.
“A mí esto me pilla con 45 años", explica Paqui. "Ya no estaba para criar. Pero la vida te pone retos cuando menos te lo esperas. Siempre digo que esto es una gran aventura”.
“Abue, ya no puedo más”
La gran aventura de Paqui comenzó una mañana de verano de hace ahora siete años. Era un viernes 5 de agosto de 2011. Su nieto José, el mayor, llegó a su casa y le pidió dinero para ir al cine. Ella enseguida supo que era mentira.
La madre del niño lo había mandado porque, según dice Paqui, “no tendría dinero en su casa ni para comer”. El chaval, por ese entonces de 10 años, se sentó en una silla en la entrada del comedor de su abuela, rompió a llorar y dijo: “Abue, ya no puedo más, me quiero venir contigo”.
Esa misma tarde, Paqui fue al juzgado de guardia a presentar una denuncia. El juez, por algún motivo, no estaba allí. Aquel hecho le hizo pensar, recuerda Paqui ante el reportero, que “todo pasa por algo, nunca por casualidad”. “Si llego a poner la denuncia, se los hubieran llevado a un internado”, dice la mujer. “Aunque hubiese sido poco tiempo, no me lo hubiera perdonado”.
Paqui esperó al lunes siguiente, 8 de agosto de 2011. Se fue a ver a la asistenta social, a quien ya le había contado en anteriores visitas que su hija mayor no se estaba haciendo cargo de los seis hijos que por entonces tenía -en esas fechas, estaba embarazada de nuevo-.
Paqui le dijo: “Hoy me voy de aquí con el problema solucionado. Ahora me voy a trabajar, pero llámame a la hora que sea porque una compañera me suple y voy a donde me digas”.
La trabajadora social fue a casa de la hija de Paqui para ver en qué circunstancias estaban los seis niños y la madre encinta. Al rato, llamó a la abuela de los menores para hacer un careo con ella y con su hija.
El encuentro fue a la una de la tarde de aquel día. Aunque la madre de los chiquillos lo negó en un principio, luego se derrumbó y reconoció que los tenía desatendidos. Quien peor lo estaba pasando era José, que con 10 años había crecido cambiando pañales y preparando biberones.
Dos horas más tarde, los seis nietos de Paqui ya estaban en su casa. “La asistenta me propuso que mi hija también se viniera a vivir conmigo. Nunca pensé que le podría negar un techo a una hija, pero le dije que no. Pensé en mis nietos antes que en ella. Y eso que estaba embarazada”, explica esta gaditana bajita, simpática, rubia y de acento dulce. “Le dije que yo no quería a sus hijos para mí, sino para darles una mejor vida. Y que si encauzaba la suya, viniera a recogerlos cuando quisiera”.
Marta, la última en venir al mundo
Al principio, Paqui permitió que su hija mayor, a la que ella dio a luz con 15 años, pudiera ver a sus hijos siempre que quisiera. Al principio iba al portal de la casa y se sentaba con ellos en la calle a charlar un rato. Más tarde, empezó a subir al inmueble.
Paqui, aunque apenas le hablaba a su hija, mandaba a alguno de sus nietos a que le llevase un bocadillo a la mesa del comedor. Ella prefería quedarse en la cocina. Pero poco a poco, las visitas fueron espaciándose en el tiempo, hasta que llegó un día que no volvió más.
Cuando se marchó su hija mayor, Paqui ya había sido abuela de nuevo. Su hija, de la que no quiere que aparezca el nombre, trajo al mundo a su séptimo descendiente. Fue una niña. Entre sus seis hermanos y su tío Josué, el hijo pequeño de Paqui, decidieron cómo se iba a llamar. Cada uno de ellos escribió un nombre en un papel y lo metió en un sobre. Salió Marta, el nombre elegido por su tío.
Al nacer, la Junta de Andalucía se quedó con la custodia de la nueva nieta de Paqui, como había sucedido con los seis restantes. Durante los primeros ochos meses y medio de vida del bebé, la administración lo entregó a una madre de acogida de Tarifa (Cádiz).
“Los técnicos me dijeron que era lo mejor para que yo tuviera margen de adecuar la casa a los otros seis niños. Pero cuando llegó el verano de 2012, la reclamé. Como en ese momento estaban de vacaciones en el colegio, dije que ahora ya daba igual si los hermanos dormían menos porque ella rompiera a llorar en mitad de la noche. Así, logré reunir a los siete”. Hasta hoy.
Abuela a los 35 años
Pero para entender cómo Paqui llegó a acoger en su casa a siete de sus ocho nietos -tiene otra de su hija mediana-, hay que remontarse en el tiempo a principios de siglo.
En 2001, con 19 años, la hija mayor de Paqui da a luz a un niño. Le pone de nombre José. Al medio año de vida, la madre primeriza le dice a Paqui que se va a Mallorca a trabajar y que deja a su cargo al bebé.
Por ese tiempo, Paqui tenía 35 años. Tras marcharse, su hija se llevaba al niño cada 15 o 20 días para devolverlo poco después. “El niño nos tenía a mí y a mi difunto marido como sus padres. Cuando venía la madre y se lo llevaba, se hartaba de llorar. Hasta que puse una solución al asunto”.
Paqui habló con una trabajadora social amiga suya que le recomendó que matriculase al niño en una guardería. Paqui lo hizo. Así puso fin a las idas y venidas de su hija. Al poco tiempo, ésta dejó de dar señales de vida. Su madre se entera de que va de un lado a otro: Alicante, Valencia, Canarias, Mallorca...
Cuando Paqui la encuentra, está embarazada de nuevo y vive en Las Palmas, a donde se ha marchado con su pareja y padre de sus hijos, un hombre de El Puerto de Santa María. La niña nace el 13 de julio de 2003. Le pone Yanira.
Paqui enviuda
Pero pasa el tiempo y Paqui y su hija siguen distanciadas. Sin embargo, a mediados de 2004, la otra hija de Paqui llama a su hermana mayor y le cuenta que a su padre le han detectado un cáncer en fase terminal. Le explica que su madre ha dejado el trabajo para cuidar de él y que ella no tiene otra opción que volver a su pueblo natal para cuidar del pequeño José. La abuela ya no puede hacer más: pasa cuatro días en su casa y siete en el hospital cuidando del marido.
Cuando la joven madre llega a El Puerto, su segunda hija, Yanira, ya tiene 11 meses. Se instala por un tiempo en casa de Paqui, donde los roces entre ambas son continuos. El 30 de diciembre de 2004 tiene otra hija. Le llama Samanta. Da a luz en el sofá de la casa de su madre. No llega al hospital. “Nunca nos decía que se quedaba embarazada. Aunque estaba bastante gordita, nosotros se lo notábamos. Pero ella siempre nos lo ocultaba”.
Pepe, el esposo de Paqui, fallece el 22 de junio de 2005. Tras enviudar, su hija mayor siguió teniendo hijos. Antes de morir, su abuelo conoció a los tres primeros. Luego vendrían cuatro más. Los tuvo estando en El Puerto de Santa María.
Cuenta Paqui que su hija y su pareja, “un burro con orejas”, siempre iban de casa en casa. Aunque ella trabajaba bastante en la hostelería como cocinera o camarera, “nunca tenía un duro”. “Todo lo gastaba en aparentar, aunque luego no hubiera nada que comer en su casa”, dice en tono de reproche.
Desde mediados de 2004, cuando la hija de Paqui retorna de Las Palmas, y agosto de 2011, cuando acoge a sus siete nietos, la “superabuela”, como la llaman sus conocidos, les llevaba bolsas de comida, los acompañaba a cumpleaños, les compraba ropa. “Siempre desde fuera. Yo sabía que ella no los tenía bien criados. Pero todavía no vivían conmigo. Hasta que llegó aquel día en que José, el mayor, explotó… Ahora somos muy felices”.
Su hijo Josué y ella caen en depresión
Cuando los siete nietos de Paqui se instalan en su casa, su hijo pequeño, Josué, cae en depresión. Desde 2005, cuando muere su padre, él y su madre han convidido solos. Él y ella son uña y carne, apoyo mutuo. Cuando llegan los nuevos inquilinos, el daño que el adolescente lleva dentro sale a relucir.
“El chaval, que tenía 17 para 18 años, apenas había llorado pese a haber perdido a su padre. Explota cuando llegan sus siete sobrinos. Estuvo casi dos años en tratamiento psicológico. No por ellos, pero sí por la nueva situación que le tocaba afrontar. La bebé, Marta, le hizo mucho bien y le ayudó a sanarse. Yo también caí en depresión, aunque al principio lo negaba”, explica Paqui.
Varios seguían usando biberones y chupetes
Cuando los nietos de Paqui se instalan en su casa, varios de ellos, pese a que alguno ya tiene ocho años, como Yanira, siguen usando biberón para tomarse la leche y chupete para dormir. Más de uno apenas sabía lavarse los dientes ni ducharse. Otro empezó a hablar a los seis años. Todos, cuando salían a la calle con su abuela y Paqui se paraba a saludar a alguien, se ponían detrás de ella. Era como su escudo. Todo eso quedó atrás. O casi todo. “Todavía lo hacen alguna vez”.
Ahora, Paqui cobra cerca de 1.500 euros por hacerse cargo de los siete, aunque denuncia que la Junta suele acumular retrasos. “Me han tenido hasta nueve meses sin pagar”, dice. “Algunas vecinas me dejaban leche y zumos en la puerta sin que yo me enterara. Pero supe quiénes eran. Y se lo agradecí”.
Desde hace cuatro años, Paqui tiene una nueva pareja. Se llama Juan. Como ahora mismo el hombre está en paro, entre ambos están haciendo una pequeña reforma a la casa: armarios, escalera, techo de la planta superior para que no entre el agua en la habitación de los tres hermanos mayores...
En la casa de Paqui, donde no hay ni un solo recuerdo de su hija mayor, se hace la “compra grande” cada semana. Cada día necesita entre 12 y 15 barras de pan y seis litros de leche. Los botes de cacao en polvo de dos kilos duran apenas cuatro o cinco días. Hace poco guisó cuatro kilos de pollo para cenar. “Comemos muchas legumbres, que son baratitas”, dice. “Muchas lentejas y garbanzos con arroz”.
Conforme los niños vayan alcanzando la mayoría de edad, la Junta le irá retirando las ayudas a Paqui, que en 2001 tuvo que dejar su trabajo como cuidadora de personas con discapacidad para atender a sus nietos.
Ella, aparte de lo que recibe por acogerlos, cobra una pensión de viudedad de 720 euros, aunque también irá reduciéndose con el paso de los años. Pero el dinero no es su principal quebradero de cabeza.
- Tengo miedo de que un día se vayan y tomen el mal camino- dice-. Hablo mucho con ellos, les explico que una mala decisión les puede arruinar la vida. No quiero que se equivoquen como su madre.
- ¿Sabe usted dónde está su hija mayor ahora?
- Sé que estuvo en Jerez con un morenito con el que se casó. Pero luego lo vi a él y me dijo que se habían separado. También la han visto en Málaga, en Granada, aquí, en Mallorca...
- ¿Se lo cuentan o usted la busca?
- Soy su madre. Si te digo que no la he buscado, reviento. La he buscado dos veces en Facebook. No quiero saber nada de ella, no la quiero delante. Mi hijo Josué ni siquiera quiere que le avise cuando ella se muera. He ido a quitarla dos o tres veces del seguro de defunción y no he podido. Pero te aseguro que no la quiero delante de mí.
- ¿Y ellos?
[Habla Yanira, de 15 años, la segunda nieta de Paqui por orden de edad]
- Sabemos todo lo que hace nuestra abuela por nosotros. Yo no quiero saber nada de ella. Si puedo, me quitaré su apellidos y el de mi padre.
[Toma la palabra de nuevo Paqui]
- Han sufrido mucho, entiéndelos, sobre todo José, el mayor. Pero sé, estoy segura, que alguno irá a buscarla cuando pasen unos años. Y que ella también querrá saber de ellos.
Las renuncias de Paqui
Paqui ha renunciado a mucho en la vida a cambio de que sus siete nietos vivan con ella. Se ha entregado a ellos sin pedir nada a cambio. "Lo volvería a hacer con los ojos cerrados. Una y mil veces", afirma.
La abuela ha renunciado a su trabajo, a su antiguo coche, que lo cambió por la vieja furgoneta de ocho plazas que tiene ahora. Se ha distanciado de algunas amistades, ha dejado de salir y de ir a bailar con sus amigas. “Ahora tengo que poner Radiolé y echarme un baile aquí en el comedor cuando los niños están en el colegio”.
Antes de despedirse, Paqui cuenta una anécdota que le pasó este curso a Tomás, el cuarto en la lista, de 11 años. En el colegio lo eligieron como cuidador/acompañante de un niño con síndrome de déficit de atención. En una ocasión, un compañero se metió con él y Tomás le reprendió. “Mira quién me lo dice, el que no tiene padre ni madre”, le respondió aquel chico.
Esa misma tarde, la madre del niño que se metió con Tomás y con su amigo llamó avergonzada a Paqui para pedirle disculpas. Al colgar, la abuela le preguntó a su nieto qué le había pasado en la clase de gimnasia. Tomás le quitó hierro al asunto. “A mí me da igual lo que me digan. Yo te tengo a ti de mamá”.
- ¿Se siente una heroína?- pregunta el reportero.
- No, en absoluto. Sí estoy muy orgullosa, pero yo no he hecho nada más de lo que debía.
Tras dos horas en la casa de Paqui, la puerta de la vivienda se cierra. Entre trastos, juguetes, zapatos, muñecos, libros y ropa no cabe nada más. Con sólo entrar, uno sabe que el amor es otro inquilino.