Motores rugiendo, sirenas y miles de conversaciones a la vez. El ambiente de la madrileña calle de Goya se revoluciona al caer la tarde, como ya es tradición en uno de los barrios comerciales más importantes de España. Enormes escaparates con decoración minimalista intentan atraer a las masas al interior de grandes cadenas multinacionales. Antes, en la década de los 70, pantalones acampanados y eclécticos estampados se reflejaban en las barrocas cristaleras de pequeñas tiendas independientes, de ésas que ahora enamoran a los hipsters, pero de verdad. Goya siempre fue una calle de comercios. Sin embargo, las grandes empresas han desterrado a los humildes negocios de siempre. Estos gigantes llegan a pagar alquileres de 60.000 euros mensuales por locales de 176 metros cuadrados, como es el caso de la compañía telefónica Vodafone y su tienda en Goya 45.
Cada metro cuadrado le sale a esta multinacional de las telecomunicaciones por más de 340 euros al mes. Un local extenso a pie de calle en una de las principales vías comerciales de la capital nunca va a ser barato, aunque la ecuación es positiva si se tiene en cuenta la cantidad de ventas que podrán cerrarse. Sin embargo, Vodafone se deja 720.000 euros cada año en una sola tienda cuyo único objetivo ni siquiera es vender o firmar acuerdos con nuevos clientes. ¿Qué tiene este local, entonces, para que sea rentable sin que sea necesario que la gente compre?
La empresa británica llegó al corazón del barrio Salamanca hace 13 años aproximadamente. Sus primeros pasos en esta ‘gran avenida’ madrileña los dieron con discreción y se conformaron con un diminuto local alargado que podía presumir de vistas al monumento neoclásico de la Inmaculada Concepción y poco más. A pesar de la gran cantidad de elementos rojos del comercio -el color corporativo de la marca-, lograba pasar desapercibido oculto entre una zapatería, un puesto de lotería y una tienda de bocadillos.
Teléfonos móviles hoy considerados fósiles como el motorola V3 -en cuyo anuncio aseguraba caber en cualquier bolsillo- y el samsung E310 -aún con antena- sustituyeron a los cientos de joyas que durante 30 años habían colmado las paredes del local. Había sido una tienda de bisutería y complementos particular. El nombre poco se parecía a las palabras inglesas que hoy se imponen en cualquier marca: era simplemente la Joyería Rossi, sin más pretensiones.
Rossi cerró su local y las tarifas planas de Vodafone aterrizaron en la calle Goya para quedarse. Al poco tiempo, el gigante de las telecomunicaciones amplió su claustrofóbico establecimiento a costa de sus vecinos. El bar de bocadillos, tan famoso como amado por sus bocatas de cangrejo, echó el cierre tras décadas de funcionamiento ininterrumpido. Sus dueños habían logrado mantener el negocio a pesar de estar pegado a la emblemática cafetería de California 47, cuya clientela se agolpaba en sus puertas día sí, día también.
Bocatas de cangrejo
Ambos, el histórico bar que sobrevive en una placa del Ayuntamiento y el humilde comercio que cayó en el olvido, coexistían pacíficamente en los números 45 y 47 de la calle Goya en Madrid. Los consumidores de la cafetería de inspiración americana se movían tranquilos por la avenida, disfrutaban de su tiempo de ocio y veían la comida como un elemento más de su disfrute. Al bar de los bocatas acudían los responsables de las tiendas colindantes: la dependienta de la zapatería de la esquina -cuyo comercio aún resiste-, los porteros de los edificios residenciales, los empleados de la farmacia… Todos hacían un alto en su jornada laboral para saborear aquellos emblemáticos emparedados de cangrejo en tiempo récord antes de volver al trabajo.
Este pequeño bar aguantó la pugna con California 47, pero no pudo resistir ante la presión de Vodafone. Sus dueños abandonaron la calle Goya con sus bocatas de cangrejo bajo el brazo. El aroma a comida recién hecha se sustituyó por el hedor a hormigón de las obras de la nueva macrotienda de la compañía inglesa. Meses después un diáfano local con adornos rojos y tantas opciones de teléfonos móviles como gustos ocupaba el número 45 de la calle.
Sin embargo, al contrario de lo que muchos vecinos de la zona piensan, el establecimiento no es propiedad de la multinacional: llevan alquilados -por el astronómico precio de 60.000 euros mensuales- desde el año 2005. La firma del contrato de arrendamiento coincide con el período de mayor apogeo de los alquileres en la zona, según apuntan fuentes del sector consultadas por EL ESPAÑOL. Eran los años en los que la burbuja inmobiliaria no hacía más que crecer sin límite aparente y los precios, tanto de casas como de locales comerciales, alcanzaban máximos históricos.
350 euros al mes por metro cuadrado
Mucho ha llovido desde entonces. Ahora, tras la recesión económica y el desplome del mercado inmobiliario, resulta inimaginable pensar que exista una empresa que pague a más de 340 euros mensuales cada metro cuadrado de una de sus tiendas. Pero Vodafone continúa dejándose 720.000 euros cada año en alquilar un local en el que ni siquiera esperan vender móviles o cerrar acuerdos con nuevos clientes. ¿Cuál es, entonces, la utilidad de este prohibitivo comercio?
La llegada del e-commerce (compra por internet) ha revolucionado la manera de vender en las principales empresas del mundo. Los consumidores prefieren adquirir bienes o servicios en la comodidad de sus hogares, sin tener que arreglarse y coger un autobús o un tren para ir a la tienda. Las marcas, conscientes de ello, han desarrollado potentes servidores de venta online que les han salvado de la bancarrota.
Sin embargo, el romanticismo de la tienda física es algo con lo que ni la mejor página web podrá competir y las empresas lo saben. Por ello, en lugar de acabar con sus locales o reducirlos al máximo, han optado por convertirlos en reclamos. Ahora el objetivo es crear envolventes escaparates a tamaño real para que todo lo que quieran hacer los clientes sea correr a casa, conectar la tablet o el ordenador y comprarse todo lo que les ha enamorado.
Los negocios evolucionan y cada vez podemos hablar menos de tiendas y más de escaparates. Aunque quizá esto no sea más que un regreso al pasado, en el que los muestrarios de toda la vida recobran su más pura esencia: atraer al público a unas telas de araña de las que solo se puede escapar comprando el último móvil del mercado.