Ana Julia, la maldad personificada: la novela de su vida
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Al mediodía del domingo 11 de marzo de 2018, mientras Ana Julia Quezada Cruz movía el cadáver del niño Gabriel en el maletero de su coche, la Guardia Civil le seguía los pasos, sigilosamente, muy de cerca. Minutos más tarde toda su vida cambiaría para siempre: la mujer, que había ido consiguiendo todo lo que se proponía durante su vida, mutando su cara, adaptándose a las circunstancias para conseguir sus objetivos, pensando, perfilando planes, adoptando coartadas, era detenida.
“No he sido yo”, bramaba, mientras veía cómo se derrumbaba el castillo de mentiras que había construido alrededor del crimen. Todo cayó de un plumazo y se llevó, de paso, la máscara que tanto tiempo le había llevado construir: el de mujer entregada, amante, buena madre, que había salido de la vulnerabilidad para hacerse a sí misma. Aunque no fuera verdad. Una vez más.
[...]
Capítulo 1: un poblado tropical
Cuentan las leyendas bantúes que el camaleón vive a medio camino, vacilante. Cuando Dios envió a este reptil para anunciar a las personas que nunca morirían, el camaleón, con su paso templado, llegó con retraso, pues se le adelantó un lagarto que comunicó a la humanidad su mortalidad. Sin embargo -y aunque nosotros estemos condenados- el camaleón sigue ajeno a este destino, dubitativo, siendo esencial para la vida y la muerte.
En ese telón de grises en el que vive el camaleón, entre la verdad y la mentira, lo que puede ser cierto y lo que no lo parece, se ha movido Ana Julia los 44 años de su vida. Nacida el el 25 de marzo de 1974 en La Concepción de La Vega, en el centro de la República Dominicana y la primera ciudad fundada por Cristóbal Colón en el Nuevo Mundo, la mujer se crió en el humilde poblado de Las Cabuyas, en la provincia La Vega, al norte de Santodomingo, la capital del país.
Hay cierta similitud entre Las Cabuyas y Las Hortichuelas, en Almería, pese a los casi siete mil kilómetros que las separan. Ambas tienen calles largas, algunas asfaltadas y otras tantas sin adecentar. Pero quizás lo más evidente sean sus diferencias: mientras que el niño Gabriel Cruz correteaba entre casas unifamiliares, pequeños chalés de factura humilde, pero firme, los muros que vieron crecer a su asesina confesa son los de unas chabolas en los que la ropa tendida se vuelve la bandera vecinal, que recibe y acoge a todo aquel que pasea por sus dominios.
Allí, rodeada de sus nueve hermanos, Ana Julia comenzó a cavilar. A querer escapar. Ella estaba convencida de que aquel no era su sitio.
Sus hermanos recuerdan una Ana Julia -o Julia, para ellos- completamente opuesta a la que se ha descubierto que es. Lo único que casa es su descripción: piel tersa, caracolitos en la cabeza. Cuerpo alto, esbelto, y sonrisa ancha. Quién imaginaría que su hermana tendría un papel prominente en la historia criminal española. Que ella, la dulce Julia, llevaría a cabo -tal y como ella misma confesó tras el consejo de su abogada, pese a proclamar su inocencia en los primeros instantes de su detención- el crimen que sacudió la conciencia nacional, arrancó los instintos más primitivos y removió la conciencia de investigadores y ciudadanos.
No se recuerda nada similar en lo que va de siglo. Los únicos casos comparables, quizás, fueran el de la joven sevillana Marta del Castillo, o, tirando de memoria, el de Miriam, Toñi, Desirée y Esther, las cuatro niñas de Alcàsser. Distan mucho en el tiempo, pero tienen algo en común: crímenes que todos los españoles sintieron como propios, que removieron en el alma a todo aquel que encendía la televisión en busca de novedades sobre el caso, que desolaron a los españoles incluso desde el sofá de su casa.
Juana Cruz, la madre de Ana Julia, es una mujer grande que arrastra más de 70 primaveras sobre sus espaldas. Ha aparecido en distintos medios, primero aferrándose a la integridad de su hija como a un clavo ardiendo, tratando de entender qué queda de la niña que parió en la mujer que ocupaba minutos en televisión y titulares en prensa. Después, ante la evidencia y la confesión, claudicó: acabó pidiendo ella perdón a los padres de Gabriel, Ángel y Patricia, y a “todos los españoles” por la maldad de su hija.
Intentó comprender, buscar una razón que pudiera haber llevado a Ana Julia a cometer aquella atrocidad. No le quedó otra que recurrir “al demonio”: sólo le queda creer que Lucifer “se le metió dentro”. El resto de los Quezada Cruz parapetaban a su madre, pero todos estaban consternados por lo ocurrido. Ninguno se ha visto involucrado en algún crimen. Ni siquiera han tenido problemas o encontronazos con las autoridades, según relatan ellos mismos a los periódicos locales dominicanos.
Todos siguen viviendo en la misma casa en la que se hicieron adultos, rodeados de los valores en los que les educaron. No encuentran explicación ni siquiera en su fuerte fe. “Estamos consternados con el caso. Nos hemos criado en una familia humilde, pero con costumbres”, declaró uno de sus hermanos ante los micrófonos de las televisiones del país. Por eso, ellos también, acabaron pidiendo justicia: “Si es inocente, que la suelten, pero, si no, que la condenen”.
En Las Cabuyas nació también Ridelca Josefina. Era 1992. Fue la primera hija de Ana Julia, fruto de una relación con un tal Santiago Gil. Ella era menor de edad para aquel entonces. Fuentes consultadas por EL ESPAÑOL afirman que ya practicaba la prostitución. A la cría la deja en República Dominicana, al cargo de la abuela. Coge el avión, seducida por la idea de poder prosperar y ganar dinero. Destino: España.
Capítulo 2: el camionero salvavidas de Burgos y el asesinato de su primera hija
17 de mayo de 1993. A Ana Julia Quezada Cruz le conceden el visado español. Un año después, el 16 de junio de 1994, recibió la tarjeta de residencia. La logró gracias a su matrimonio con Miguel Ángel. Él era un camionero que se enamoró perdidamente de la dominicana tras conocerla en un prostíbulo de carretera.
Era el Piccolo. El club de alterne, que ya no existe, se situaba en la carretera Madrid-Irún, en Burgos. Miguel Ángel “compró los papeles de Ana Julia al dueño del prostíbulo”, según fuentes de su círculo más próximo en conversación con este periódico. En poco más de un mes desde que inició una nueva vida junto al camionero, ella ya se había quedado embarazada y habían contraído matrimonio civil. “Todo fue rápido, rápido. Para que no se la pudieran llevar de vuelta a República Dominicana y pudiera quedarse tranquila con Miguel Ángel”. Ese mismo año nació su segunda hija, que era en común con el transportista: Judit.
La pareja, al principio, residía en el piso de él, en la zona de Juan XXII de Burgos. Pero pronto lo cambiaron por el populoso barrio de Gamonal de la ciudad castellanoleonesa.
La Ana Julia de aquella época dista mucho de la imagen actual. “Pesaba mucho, mucho más. Era obesa”, apuntan vecinas del barrio de Gamonal de la capital burgalesa, en el que el feliz matrimonio se instaló. “Pero la altivez era la misma, y según iba pasando el tiempo iba a más: cuando comenzó a perder peso, a hacerse con Miguel Ángel y su familia, se dedicó a mirar por encima del hombro a cualquiera que se cruzara con ella y de quien no se pudiera aprovechar”, rememoran.
En su calle, Camino Casa de la Vega, era muy conocida. Se prodigaba mucho, paseaba por aquí y por allá. Comenzó trabajando en una carnicería y allí parloteaba con los clientes.
Todo le sonreía a la pareja. La vida iba bien. Después de años de trámites, Ana Julia había conseguido traer a su primera hija, a la que tuvo siendo apenas una adolescente. La pequeña Ridelca Josefina tenía 4 añitos cuando se reunió con su madre. Miguel Ángel la acogió como una hija de su sangre. Quería adoptarla legalmente, pero no pudo llegar a hacerlo. En 1996, cuando Ridelca apenas llevaba cuatro meses en España, apareció a las 7:30 de la mañana muerta en el patio interior de la casa. Judit, la hermana pequeña e hija biológica de Miguel Ángel y Ana Julia, sólo contaba con dos años en ese momento.
10 de marzo de 1996. Un grito alarma a todo el edificio. Es Miguel Ángel, que, al despertarse aquel día, vio que faltaba una de las niñas en casa. Según declaró él mismo a la Policía, con el nuevo día y al ir a despedirse de las niñas para salir de casa, comprobó que Ridelca no estaba. Buscó y buscó, pero no aparecía. Hasta que reparó en la ventana abierta del cuarto de juegos, colindante a la habitación de las menores. En el rellano del interior del bloque yacía el cuerpo de la pequeña. Todo se atribuyó a que Ridelca había sufrido sonambulismo aquella noche, aunque fuera la primera ocasión que sucedía. Miguel Ángel declaró ante las autoridades. A Ana Julia, en cambio, no pudieron entrevistarla. Según constaba en los documentos de la época, sufría una “fuerte excitación nerviosa”.
Aquello se cerró como un incidente fatal. Una carambola del destino. Una muerte de la que nadie sospechaba nada. Hasta que se conoció el asesinato del niño pescaíto, Gabriel Cruz. La Guardia Civil, en esta ocasión, decidió repasar lo sucedido, una vez conocidos los actos de Ana Julia en el crimen del pequeño almeriense. Y, según un informe incluido en el sumario del asesinato, ve “claros indicios” de que habría matado antes a Ridelca, su propia hija. A los investigadores no les cabe duda 22 años después. Sobre todo, dada la “dificultad de que una niña de solo cuatro años en estado de sonambulismo, que nunca había padecido, se precipitara desde un edificio”. El círculo más próximo a Miguel Ángel -y a ella, en aquella época- la recuerda fría, hierática durante el responso de Ridelca. “Jamás fue cariñosa, pero no se derrumbó en ningún momento, no mostró ninguna emoción. Pensamos que sería el shock”, suspiraban las fuentes en un reportaje de este periódico. Ahora, conocida la investigación, han rechazado hacer algún tipo de declaración.
“No nos sorprende”, espeta una vecina, que reside en la barriada desde hace casi 40 años. “¿Pero quién se cree que una niña de cuatro añitos podía haber levantado la persiana, abierto la ventana y la contraventana para después saltar por sí sola?”, mantiene otra.“Si Judit sigue viva, sabiendo lo que sabemos ahora de todo lo que ha hecho Ana [aquí todos la conocen únicamente por su primer nombre], es por Miguel Ángel y sus padres”, aventura una tercera, que reside justo enfrente. “La niña se ha criado en casa de los abuelos: la madre no le prestaba mucha atención y su padre estaba mucho tiempo fuera con lo del camión. La otra le era un lastre, una atadura: tenía que seguir pagándola (sic) los gastos y no podía ser libre”.
Capítulo 3: pegar un ‘braguetazo’ con un adinerado moribundo
Pasaron los años y la relación entre ambos se rompió. De la peor manera posible: Ana Julia interpuso una demanda por malos tratos que se saldó con una orden de alejamiento de dos años para Miguel Ángel. Antes, la ahora detenida ya había tenido encontronazos con su familia política.
Al tiempo, la pareja se divorció. Le siguió la resolución judicial: Miguel Ángel no podía acercarse a Ana Julia por orden del juez. Y, durante ese tiempo, la joven Judit se fue a vivir con su madre. Su padre le pasaba una pensión mensual. Pero, al hacerse mayor de edad, corrió a la vera de Miguel Ángel. Desde aquel momento apenas mantuvo relación alguna con Ana Julia.
La protagonista continuó con su vida. Comenzó a salir con un conocido empresario de Burgos, de nombre Javier. Él era el dueño de una cafetería de un conocido club social de la ciudad burgalesa (Deportiva de Burgos) y poseía un gran patrimonio. “Se fijó en él por su dinero”, opinan desde su entorno.
El empresario, que era sexagenario, enfermó de cáncer y falleció de manera natural a causa de esta enfermedad. Pero durante sus últimos días tuvo lugar un incidente que enfadó a los hijos de Javier: Ana Julia se presentó en la habitación de su novio, dos días antes de que éste falleciera, con una jueza de paz y varios testigos. Quería contraer matrimonio con Javier. “Pero uno de los médicos los vio y lo impidió. Los echó rápidamente de ahí”.
“Lo desplumó”, opinan ahora quienes la conocen. “A ella sólo le mueve eso: el dinero y el interés”. Intentaba ganarse a sus víctimas, seducirlas a base de cariños y manoseos. Lo conseguía: les convencía de que sus intenciones eran otras. Que ella era distinta. Sonreía y ponía buena cara. Y funcionaba.
Capítulo 4: el salto a Almería y el bar ‘Black’
Ella, que se mostraba enamorada de la ciudad que la acogió, pronto comenzó a planear su mudanza. Su último amor burgalés fue Sergio, un trabajador de rotativas de El Diario de Burgos. Su primer viaje a Almería fue hace cinco años. Recalaron en Las Negras, una pedanía de Níjar a tres kilómetros de Las Hortichuelas.
Se bajaron al sur a pasar unos días de descanso, conocieron el lugar y se enamoraron de él. Buenas calas, ambiente relajado y bohemio, temperatura agradable. Les gustó aquel sitio apartado de casi todo, donde la mayor de parte del año conviven los lugareños con un puñado de hippies y unos cuantos turistas. Tras varios años de visitas de turismo, hace tres decidieron instalarse en el cabo de Gata.
Allí encontraron su nuevo hogar. Sergio montó un grupo de música con gente autóctona. Ana Julia y él decidieron abrir una cafetería en un pequeño centro comercial de Las Negras. El local se llamó Black. El negocio quedó registrado a nombre de ella. Rompieron al poco de empezar su aventura empresarial. La ruptura fue problemática, explican varios amigos de ellos. Él estaba muy enamorado de ella y ella, en cambio, inició casi de inmediato una nueva relación con Ángel David, un almeriense más o menos de su misma edad, separado y con un niño llamado Gabriel. Ana Julia traspasó el Black hace unos meses. Se marchó de viaje a República Dominicana con el dinero de la venta.
En estos años había conseguido comprarse una casa en su país natal, gracias al dinero que había ido sacando gracias a los regalos de sus ligues. La asesina confesa de Gabriel lo tendría todo listo para volver al país caribeño junto a al padre del niño: ese era su deseo y por él trataba de luchar. Pero había un gran impedimento: el niño, del que Ángel no querría separarse.
Pero jamás visitaba a su familia en Las Cabuyas. Tampoco les ayudaba económicamente. Ellos se sentían huérfanos; ahora quizás prefieran el abandono a creer que su Ana Julia realmente tenía algún sentimiento.
Nunca olvidó a Sergio: no en el buen sentido, sino que siempre lo tuvo en mente dentro de sus maquiavélicos planes. Cuando el pequeño Gabriel lleva cuatro días y medio desaparecido. Ana Julia y el padre del niño, Ángel David, caminan por el monte en busca del chiquillo, de ocho años. De repente, la mujer se separa unos metros de su novio. Con voz alterada, da un grito y dice que ha encontrado una camiseta del menor. Es blanca con dibujos. Aparece entre cañas, en una zona ya rastreada antes hasta dos veces.
La prenda de vestir está junto a las instalaciones de la depuradora de Las Negras, la pedanía de Níjar (Almería) en la que se ha instalado el puesto de mando avanzado que coordina las labores de búsqueda. Inmediatamente, buzos de la Guardia Civil rastrean sus balsas en busca del cadáver del pequeño. Pero ni rastro.
La dominicana, una vez que confiesa la autoría del crimen y decide colaborar con las autoridades, da una clave reveladora de su personalidad. Explica que no dejó allí la camiseta del niño para desviar la atención hacia la depuradora y que los profesionales buscasen allí. No. Lo hizo por otra razón: quería que la Guardia Civil vinculara el hallazgo con su ex, Sergio.
Sergio vive las afueras de Las Negras, en una zona próxima a la depuradora. Se trata de un conjunto de casas en mitad de una colina que en el pueblo se conoce ‘lo de los alemanes’ porque, salvo él, todos sus vecinos son de origen germano. Ana Julia es lista como el hambre. Sabe que no acabó bien con Sergio, que conduce una furgoneta blanca… Con la camiseta quiso hacer pensar que él quería vengarse de ella por dejarlo por Ángel David y por quedarse con el dinero del traspaso del negocio que levantaron juntos.
“Su mente es maquiavélica, fría, calculadora”, contaba una agente de la Guardia Civil en Almería al compañero Andros Lozano en un reportaje de este periódico. “Fue capaz de ir orquestando una estrategia para tratar de confundirnos. Nos puso cebos para despistar. Y para ello no dudó en señalar a un antiguo novio”.
Capítulo 5: la relación con Ángel, el padre de Gabriel, y su vida en la cárcel
Desde que desapareció el pequeño Gabriel, Ana Julia ocupó un lugar destacado en las concentraciones, en las ruedas de prensa, en las búsquedas del niño. Concedía entrevistas, lloraba ante la cámara, clamaba a España que le devolvieran “a su Gabrielillo”.
El dispositivo de búsqueda, que sacudió las entrañas del país, que arrancó los instintos más primitivos y que removió la conciencia de investigadores y ciudadanos, duró 13 días, implicando a más de 5.000 personas. El grueso lo constituyeron los voluntarios, unas 3.000 personas. Fue, posiblemente y en palabras de la Guardia Civil, la mayor búsqueda coordinada de un desaparecido. Se rastreó en más de 625 kilómetros cuadrados y en más de 500 puntos singulares, incluidos pozos y aljibes.
Ana Julia siempre fue una persona fría. En el retrato que da la Guardia Civil 16 días después del suceso se la describe como "manipuladora, obsesiva, egocéntrica, de una frialdad máxima y con cierta ambición económica". Pero Ángel no la veía así.
“Yo no sospechaba, dormía con ella, me consolaba cada noche. Al daño por la pérdida de Gabriel se añade el daño por tenerla a nuestro lado y encima intentar consolarla”, admitía él horas después de conocerse la implicación de su hasta entonces novia.
Lo cierto es que interpretó con maestría el papel de su vida, le puso empeño y ganas en conseguir parecer inocente a ojos de su pareja y de los investigadores. Pero no lo consiguió. La Guardia Civil la tenía como principal implicada y el propio Ángel tuvo que fingir en las últimas horas, en pos del buen devenir del caso.
Desde entonces, su nuevo hogar es la cárcel. Está interna en el centro penitenciario de ‘El Acebuche’, en Almería. Apenas lo separan 30 minutos en coche de la finca de Rodalquilar en la que mató al pequeño Gabriel Cruz. Este penal, cercano a la autovía del Mediterráneo, tiene una población femenina de 60 reclusas. Hay cincuenta celdas para mujeres en forma de "L". La mayoría de los cubículos -que conformarían la parte larga de la letra- da al patio central. El resto de celdas forman parte de un área separada y aislada.
Allí vive en el departamento de mujeres, que es un módulo de respeto, tal y como informan fuentes penitenciarias a EL ESPAÑOL. Las reclusas de la cárcel almeriense quisieron recibir a Ana Julia con carteles y dibujos de pescaítos, el símbolo de la búsqueda del pequeño. Los funcionarios de prisiones las obligaron a retirarlos ante su llegada.
Sin embargo, ahora el clima en el que discurre su día a día es bien distinto. “Hace patio normal”, apuntan las fuentes. Incluso tiene un “grupito de 4 ó 5 reclusas” con las que pasa las horas. Se puede decir que son sus nuevas amigas.
Las únicas visitas que recibe son las de su hermana y de su sobrina. Incluso tiene peculio, la pequeña asignación que recibe la población penitenciaria para hacer frente a sus gastos comunes y poder comprar objetos en el economato. Su vida es, sencillamente, normal.
Con dos posibles asesinatos en sus espaldas -el de Gabriel y el de su hija Ridelca, si bien por este último no se la puede juzgar al haber prescrito-, Ana Julia pasa las horas participando en los talleres que ofrece el centro penitenciario y escribiendo cartas. Muchas cartas. Ha dirigido varias a los programas matinales de televisión; otras, al juez y al propio Ángel.
En una misiva manuscrita, la asesina confesa arranca: “Ángel, no tengo palabras para decirte esto pero aun así lo voy a contar”. “No tengo excusas por lo que hice, pero sólo sé que el miedo te bloquea porque eso me pasó a mí. Entiendo que no me creas porque es lo más normal y no tuve el valor suficiente para decirte que por un lamentable accidente te quité lo más grande que uno puede tener: un hijo”.
Y remata: “De todo corazón, perdona. Espero que algún día en vuestro corazón me perdonéis”.