“Cuenta todo lo que te digo, hasta los detalles, que se sepa la crueldad con la que actuaron estos asesinos con mis niñas”.
A Josefa se le repiten las mismas imágenes en su cabeza. “Son una película que yo me he montado de cómo mataron a mi Sandra y mi Lucía; una película muy real, por los testimonios de los que participaron y por los resultados de la autopsia”, anticipa.
En su relato, varias personas raptan a su nieta Lucía, de seis años; a su hija Sandra Capitán Capitán, de 26; y al novio de ésta, un turco de 55 años llamado Mehmet. Los tres salen por la fuerza de su piso. Tiempo después, son introducidos a golpes en una casa baja de la peligrosa barriada de Cerro Blanco, en Dos Hermanas (Sevilla), uno de los puntos de venta de heroína más activos de España. Primero meten a Mehmet, un hombre corpulento con el que se ensañan hasta que se desploma en el suelo. Arrastrándolas de los pelos conducen a Lucía y a Sandra al interior de la vivienda. A la madre la maniatan. Después de golpearlas, disparan un tiro en la cabeza de la menor y la arrojan todavía con vida a una fosa que habían cavado días antes en el suelo del cuarto de baño. Allí también arrojan a Sandra, después de descerrajarle cinco balazos; por último cae Mehmet.
La película de Josefa podría acabar ahí, pero no. En su mente también ve cómo tiempo después, los asesinos de su hija y su nieta vierten kilos y kilos de hormigón sobre ellas para hacerlas desaparecer; los días y días de búsqueda, las habladurías. Y ni siquiera ahí para. “Porque esto no es un sueño del que una se despierta, esto es una pesadilla —sentencia Josefa—; una pesadilla real”.
EL ESPAÑOL entrevista a Josefa, la madre de Sandra y Lucía, protagonistas forzadas de uno de los crímenes más crueles de la historia reciente de Sevilla. Josefa recibe a los periodistas junto a sus hijas, Susana y Vanesa, en un piso del que no se puede revelar su ubicación por precaución ante posibles represalias. Algunos de los investigados —antes conocidos como imputados— están en libertad a la espera de juicio.
En el nuevo piso al que llegaron después de los hechos ha reconstruido el dormitorio de Lucía, su gordita, tal y como ella lo dejó. Con la ropa colgando del armario y las camas con todos los peluches. Solo en esa parte de la casa se rompe de dolor Josefa, una mujer fuerte, que clava la mirada al hablar y que no escatima en detalles sobre la muerte de sus niñas. Solo a veces se desinfla al hablar, y empuja las palabras con todo el aire de sus pulmones.
Josefa, Susana y Vanesa reviven los fatídicos días en los que a las tres les cambió la vida. Y así usaron Facebook para conseguir información relevante para el esclarecimiento de los crímenes.
CAPÍTULO UNO: LA DESAPARICIÓN
Domingo 17 de septiembre de 2017. Josefa recibe la llamada del padre de su nieta Lucía, Joaquín. Él y Sandra se separaron años antes, pero ambos mantienen una relación cordial. Lleva desde el día anterior queriendo contactar con ellas para interesarse por el estado de la pequeña, que el viernes se había roto la muñeca derecha. Alarmado por la ausencia, ‘el Joaqui’ —como lo conocen— acude al piso donde residía Sandra con Lucía y su actual pareja, Mehmet, un turco de 55 años que se ganó pronto el aprecio de la familia.
Al llegar, Joaquín vio los dos coches que la pareja poseía en la puerta del domicilio. Nadie abría la puerta. Tampoco sonaba el timbre de los teléfonos móviles en su interior. La situación era extraña. Sandra nunca se hubiese ido sin avisar.
El domingo, al conocer estos detalles, Josefa, Joaquín y Susana —la hija mediana— fueron corriendo al piso, situado en Bellavista, una de las barriadas periféricas de Sevilla. La última vez que Sandra y su madre hablaron por teléfono con la desaparecida fue el sábado a las 11.17 horas.
Una vez en el bloque la operación se repite: suena el timbre y nadie abre; los teléfonos no dan señal. Y deciden montar guardia en la puerta mientras que Vanesa, otra de las tres hermanas, se dirige a la comisaría de la Policía Nacional a interponer una denuncia por desaparición.
“La Policía nos trató muy mal, se creían que mi hermana se había llevado a mi sobrina para quitársela a su padre; y Joaquín estaba conmigo diciéndoles que no, que eso no podía ser”, recuerda Vanesa.
A Josefa y a su hija Susana se les hizo de noche esperando a las puertas del piso de Bellavista. “Cuando empecé a chillarle por la ventana y vi que nadie contestaba entonces fue cuando sentí el miedo”, explica la hermana. “Algo pasa —pensó—, pero nunca imaginé que fuese esto”.
A las doce de la noche, Josefa llamó a su hermano para que forzase la cerradura. “Pensaba que me las iba a encontrar atadas, tenía miedo; llegué a desconfiar de Mehmet; aunque dentro de mí estaba convencida de que él sería incapaz de hacerle algo a mi hija; pero llegué a dudar”, recrea la madre. “Me temblaba todo el cuerpo —apostilla—, y le dije a Susana que entrara ella, que yo no era capaz”.
José, el tío que había abierto la puerta, se quedó en la cocina; Susana entró hasta el fondo. La casa estaba normal, demasiado recogida, la cama sin hacer y con el pijama sobre las sábanas. Faltaba ropa de Mehmet, el salón estaba muy ordenado y la comida a medio hacer. Unas patatas en la freidora a medio hacerse. “Ahí dije que a mi hija me la habían secuestrado, empecé a pegar voces… a mi hija me la han secuestrado”, recuerda Josefa.
CAPÍTULO DOS: LA BÚSQUEDA
La extraña situación en la que encontraron el piso las hizo regresar a la comisaría. Allí les recomendaron que regresaran el lunes. “Nosotros ya hablábamos de secuestro”, recuerda Susana.
—¿Cómo fue esa noche?
—[Susana]. Ahí empezaron las pesadillas.
“No pudimos quedarnos quietas, queríamos hacer algo, pero no sabíamos el qué —sigue Josefa—; así que empezamos a poner mensajes en Facebook”. “Y fue tremendo cómo se compartió todo ese lunes; eso puso nerviosos a los asesinos, los sacó de su seguridad”, confirma la madre de Sandra. “Gracias a la que liamos, supimos el lugar en el que estaba”, añade Susana. “La gente del Cerro Blanco nos hablaba por mensajes privados en Facebook”.
A la semana de la desaparición, Josefa recibe una llamada de teléfono. Una voz masculina, hoy testigo protegido en el caso, le narra que ha visto entrar a su hija en una casa del Cerro Blanco. No especificaba si vivas o muertas. “Solo decía que él no era culpable, que el asesino era un tal ‘Tapita’ y que no era una broma; yo le pregunté por la casa y me dijo que buscase una de ‘El Pollino’ y colgó”, recuerda.
El testigo protegido accede a la información por su relación con David Hurtado Pino, El Tapita, al que los investigadores atribuyen el papel de ser uno de los dos presuntos sicarios junto con José Antonio Mora Bataller. “Unos asesinos”, dice Susana.
De forma paralela a las pesquisas policiales, las redes sociales seguían facilitándoles pistas a la familia de Sandra y Lucía. En la búsqueda se incorporaron dos turcos que llegaron a Sevilla en busca de Mehmet. Uno era su yerno y un amigo de este.
Al aterrizar en España, familia de Mehmet supo de la desaparición de Sandra y de Lucía a través de los medios. Una vez en Sevilla, buscaron a Josefa y a sus hijas en las Tres Mil Viviendas, donde residían en el momento de los hechos. Ahí supieron que el sábado de la desaparición de los tres, una hija de Mehmet en Turquía había recibido una llamada con un mensaje leído en un mal turco con acento español: “Acabamos de pegarle dos tiros a tu padre. Está muerto”.
Los turcos sí fueron a Cerro Blanco para buscar información. “Por las buenas o por las malas”, reconoce Susana. El yerno habla español y en poco tiempo señala al Grupo de Homicidios las viviendas de El Pollino. Siete en total.
—¿Y ustedes tuvieron la tentación de ir a Cerro Blanco?
—[Josefa]. No, no queríamos meter la pata. Homicidios nos pidió que no nos metiésemos en su trabajo, que bastante estábamos haciendo ya con el ruido de las redes sociales.
En los cuatro días que Homicidios orquestó la entrada en las siete viviendas, Josefa y su familia todavía pensaba que Sandra y Lucía estaban vivas. De ahí su angustia por el retraso en las actuaciones policiales. “Fue terrorífico, también para la policía”, explican.
Josefa, Susana y Vanesa supieron por las redes que la Policía había tomado el Cerro Blanco. No estaban avisadas. Trataban de cerrar de forma rápida la búsqueda, identificación y detención de los posibles autores. A todo un clan. Pero al entrar en la vivienda donde estaban los cuerpos no hallaron nada a simple vista. Una factura de hormigón encontrada en el lugar de los hechos acabó por dar la ubicación: el suelo del cuarto de baño.
“Por televisión supe que habían sacado un cuerpo, otro…”, narra Josefa entre lágrimas. “Yo no lo quería creer, cerré Facebook, apagué la televisión porque para mí eso era mentira y no eran mi hermana y mi sobrina”, sigue Susana. “Nos negamos a creer”, confiesa la madre.
La Policía se puso en contacto con ellas. “Me dijeron por teléfono que había que prepararse para todo”, recuerda Susana. “Yo les colgué el teléfono porque no lo quería admitir”.
En comisaría dedujeron por las caras de los agentes el peor presagio posible. “No nos dejaron verlas”, lamenta Susana. “Por lo menos darle un beso, el último adiós”, sigue. “No podíamos verlos porque sus cuerpos estaban…”. Josefa no pudo acabar la frase, ahogada por las lágrimas.
CAPÍTULO TRES: EL ASESINATO
—¿Les gustaría saber el porqué?
—[Todas]. Sí, estamos deseándolo.
Nadie salvo los participantes sabe qué motivación se esconde detrás de este triple asesinato. Josefa y sus hijas niegan que las drogas pudieran mediar en el crimen. Para ellas, Mehmet era una persona muy educada, que atendía bien a Lucía y a Sandra. “Hablaba con mucho respeto, nos aconsejaba, nos escuchaba…”, describe Susana.
Josefa tuvo sus reparos iniciales. La diferencia de edad era una barrera insalvable para ella, hasta que se conocieron. Sandra se lo presentó por el nombre de Antonio. “¿Qué nombre era ese de Mehmet? Mejor Antonio”, dice Josefa. “Le estuve preguntando cositas —recuerda—; de a qué se dedicaba y me dijo que en Turquía tenía tiendas de textil, y que se había enamorado de mi hija, que la diferencia de edad era mucha, pero que estaba enamorado. “Al final me conquistó”, zanja.
—¿Cómo?
—Viendo cómo estaba mi hija, tan feliz, con tanta ilusión.
—¿Les contaba cosas de Turquía?
—[Susana]. No, solo que tenía una tienda de textil y que quería abrir un negocio en Sevilla.
Susana y Vanesa confirman que su hermana no vivía con grandes lujos. Que Josefa era un “cajero automático” al que recurrían las tres para pequeñas cantidades. “Ella tenía peor casa y peor coche que nosotras; y se buscaba la vida en la calle vendiendo plantas”, apunta la mediana. Por eso no les encaja que Antonio, o Mehmet, tuviese vínculos con uno de los de los grandes señores de heroína del mundo: Urfi Cetinkaya, alias El Paralítico.
Ambos compartían lazos familiares. Mehmet se casó con una hermana de Cetinkaya de la que después se separó. Más allá de esta circunstancia, Antonio había tenido procedimientos legales en materia de delitos contra la salud. En las diligencias del caso figura esa relación con la droga, con prisión en Portugal.
El miedo a una venganza de los turcos hizo que se desatara la histeria colectiva en Cerro Blanco. El bulo, una invención que apuntaba a una batalla entre los hombres de El Paralítico y la familia de los participantes en el crimen, hizo que muchos padres recogieran alarmados a sus hijos del colegio.
No se sabe si fue esta psicosis colectiva la que hizo que Joaquina, la matriarca del clan de Los Pollinos y, según la acusación particular, la autora intelectual del triple asesinato, huyera del barrio. “Aquí nunca se sabrá todo lo que pasó”, explica la familia de las víctimas.
Según las declaraciones de varios investigados, la muerte de Mehmet estaba motivada por una deuda de 30.000 euros, relacionada presuntamente con el tráfico de drogas.
—¿Sandra hubiese sabido de los supuestos negocios?
—[Josefa]. Ella era muy inocentona, no tenía maldad ninguna.
“No lo sabía, porque nosotras estábamos muy unidas y cualquier cosa que ella hubiese visto, por poco que fuese, nos lo hubiese dicho. Éramos unas alcahuetas”, defiende Susana. “Y aunque hubiese droga de por medio, tampoco estaría justificado —sigue—; porque lo que han hecho solo lo hacen los demonios, satánicos”.
El abogado de la familia, Juan de Dios Ramírez Sarrión, describe una crueldad sin parangón en la historia reciente de la crónica negra sevillana. “No puedo encontrar, en mi opinión y en la de otros compañeros con más antigüedad en esta profesión, un crimen más cruel, más despiadado, más atroz en la provincia desde la Guerra Civil”.
Actualmente, y a la espera de las diligencias definitivas, hay siete personas investigadas por delitos de asesinato y detención ilegal. Ellos son Elisa Fernández Heredia, Ricardo García Gutiérrez, Ricardo García Hernández y Joaquina Hernández Jiménez, todos ellos del clan de Los Pollino, a quienes la investigación les atribuye menudeo de heroína. También constan como imputados David Ramón Hurtado Pino y José Antonio Mora Bataller, los presuntos sicarios; y Manuela Muñoz Ortiz, la intermediaria entre ambas partes.
CAPÍTULO CUATRO: LA RABIA
Según indica la autopsia, Lucía estaba todavía viva cuando la arrojaron a la zanja. Encontraron cemento en las fosas nasales, vías respiratorias y en los pulmones. “Estaba llena de cardenales; no tuvieron piedad”, describe Josefa. “Quiero que estos detalles se sepan”, insiste. “Hasta sus dientecitos se le cayeron al tirarla, las machacaron”.
Mehmet se resistió tanto que acabó con los nudillos destrozados. Según pudieron saber según las declaraciones del testigo protegido, la fuerza del turco sorprendió a los propios captores, gente acostumbrada a reducir a gente de gran tamaño.
Sobró hormigón después de llenar la zanja en la que arrojaron los tres cuerpos. Los operarios de la cementera, hoy testigos protegidos, aseguran que el pedido se hizo antes del asesinato y que el día que llevaron el hormigón estaba allí Joaquina, una de las investigadas, ofreciéndoles café. Había niños y estaban el resto de imputados. Todos comían una barbacoa a las puertas de la vivienda, el 168 de la calle Cerro Blanco, con la música a elevado volumen y entrando y saliendo todos de la casa mientras que los cadáveres se hundían.
Cuando la policía señaló el lugar de la fosa, tuvo que intervenir la Unidad Militar de Emergencia (UME) y los bomberos para atravesar la losa. Las altas temperaturas y el ácido que se genera en la reacción química al fraguarse el hormigón derritieron los cuerpos. Los asesinos no tuvieron ni la precaución de limpiar de balas la zanja, incluso dejaron una botella de agua en la que había ADN de uno de los sicarios. Para ellos era imposible que hallaran los cadáveres de Mehmet, Sandra y Lucía.
Sandra estaba embarazada de cuatro meses.
“Esa crueldad me está matando”, admite entre sollozos Josefa. “Lo tengo grabado como si lo estuviese viendo, como si estuviese en ese sitio. Viendo cómo lo hacen. Lo que vivió mi Sandra. Es como si yo lo viera. Es lo peor que puede vivir una madre”.
De las tres, la que peor lo lleva es la madre Josefa, en tratamiento psiquiátrico. “Estoy aquí por mis dos hijas, por Susana y Vanesa”. “Sé que cuando pase esto, cuando se consiga la cárcel para ellos, todo habrá pasado, pero seguiré sin tener a mi Sandra y mi Lucía, mi gordita, como le decíamos”.
Mientras esperan el juicio, las tres siguen con su investigación a través de Facebook y colaborando con el Grupo de Homicidios. Incluso han llegado a ir al 168 de la calle Cerro Blanco para ver con sus propios ojos la casa en la que asesinaron a Mehmet, Sandra y Lucía.
No tienen más miedo que a ellas mismas “No sabemos cómo vamos a reaccionar al ver a alguien que le ha quitado la vida a un ser querido; es muy difícil guardar la compostura”, apunta Susana.
“Nos han destrozado la vida, pero seguimos adelante por la rabia que tenemos dentro, eso no nos deja caernos; y vamos a luchar hasta el final, y vamos a hundirlos”, finaliza Josefa.
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