Están por todos lados, sólo basta con fijarse. Las furgonetas blancas van circulando como si fueran glóbulos por la red de arterias de las carreteras del Estado. Están en las autopistas, en los polígonos industriales, frente a la casa del vecino al que la nevera le pierde agua y frente a la del otro que está instalando un toldo, rompiendo la estética exterior del edificio, para aprovechar su terracita en verano. No en vano dice Borja Cardelús, escritor y Premio Nacional de Medio Ambiente, que nunca ha visto un país en el que haya más furgonetas blancas que en el nuestro.
Su intuición no va mal tirada. España es el segundo país con más furgonetas de la Unión Europea , con 2.408.841 según la DGT, y la mayoría son blancas y no llevan ningún tipo de imagen que identifique a una empresa. Y esto parece responder a las características del ADN patrio: los españoles son autónomos y tienen la picaresca incrustada en el ser.
Mientras que la economía sumergida supone en torno a una cuarta parte del PIB -1.206.878 millones de euros en 2018-, jardineros, fontaneros, constructores, transportistas y un sinfín de profesionales usan estos vehículos para realizar su trabajo. Al no tener más cristales que los del conductor y ningún tipo de identificación es imposible saber a qué se dedican realmente, tanto para los ciudadanos que se cruzan con ellas todos los días como a los técnicos de Hacienda que vigilan los trapicheos. Así, una furgoneta sin rotular se ha convertido en un activo al que se le puede sacar mucho dinero por debajo de la mesa y que cae fácilmente en el famoso “¿con IVA o sin IVA?”.
Después de haber montado un negocio familiar que quebró y le dejó mirando al abismo, Daniel (nombre ficticio para proteger su identidad) consiguió un trabajo de transportista. La empresa le compró una furgoneta de segunda mano, blanca y sin rotular, para trabajar de lunes a viernes. Hace tres meses cayó en la cuenta de que el fin de semana la tenía parada y que le podía sacar un pellizco más.
“La primera vez que me di cuenta fue cuando un conocido me la pidió para mover unos muebles y después de hacerlo, sin que se lo pidiera, me dio 100 euros. No lo esperaba pero me vinieron muy bien”, relata en un descanso de su trabajo. “Yo cobro mensualmente 1.200 euros, que son para el alquiler, facturas y mi hijo y ahora los caprichos me los saco en ‘B’ de negro, no de blanco. Al principio me daba cosa pero es que al mes me puedo sacar entre 300 y 500 euros más”, añade. Asegura que también es un beneficio para el que la contrata porque todos la pueden necesitar pero no todos pueden pagar lo que cuesta por la vía legal. “Uno de los trabajos que he hecho fue a un chico que le echaron del piso y se tuvo que ir a casa de su padre, no se la podía pagar por la vía legal”, dice.
“Está claro que es un bien y yo lo amortizo como puedo. Me siento alegal, pero soy moral, si es para algo malo no, pero si es para robar La Casa de Papel sí que te la dejo”, dice entre bromas. Eso sí, aunque no le preocupa que las autoridades le sancionen, cuida con mimo la integridad del vehículo: “El lunes necesito la furgo, esa es la prioridad, porque si le pasa algo pierdo mi trabajo”.
Economía sumergida en motores viejos
El de Daniel no es, ni de lejos, un caso aislado. Es sólo uno de los muchos y creativos rostros en los que se desglosa esta historia de autónomos, furgonetas y dinero en B. “La furgoneta es uno de los principales motores de la economía sumergida, es un mal que viene de antiguo”, asegura Jorge Serrano, coordinador de la sectorial de transporte de la Asociación de Trabajadores Autónomos. “Además, siempre van sin rotular porque de por sí tiene un coste y sería absurdo que alguien rotulase un vehículo para hacer una actividad ilegal”, añade. Y es que ni siquiera hay obligación de rotularlas, por legal que sea la actividad.
Serrano cuenta que donde más ocurre el uso de las furgonetas para actividades en negro es en las grandes ciudades y en las actividades que están enfocadas de cara al cliente final, cuando no hay una empresa de por medio y todo depende del acuerdo al que llegan dos ciudadanos. Esto es lo que hace que sea tan difícil aproximar las cifras a la realidad y, sobre todo, es lo que complica su erradicación.
“Hemos avanzado mucho como sociedad en cuanto a estos temas, pero se nos escapa ese cliente final y es muy difícil eliminar esa bolsa de fraude”, asegura. “Hay que apostar por medidas disuasorias, porque las que hay son muy flojas, lo único que vemos es que la Policía sanciona pero la actividad sigue al día siguiente”, dice Serrano.
Sin embargo, aunque el uso es difícilmente controlable, las autoridades sí se han centrado en intentar que no se conviertan en un peligro a la hora de circular. De los dos millones y medio de furgonetas que hay en España, el 36,4% son anteriores al año 2000 y 368.211 son anteriores a 1990, cuando se empezó a contabilizar.
Esto hace que estos vehículos se conviertan en carne de cañón para los accidentes de tráfico. Según la DGT, entre 2011 y 2017 la siniestralidad de las furgonetas creció un 41% dejando 935 muertos, el 81% de los que las conducen no saben bien cómo colocar la carga que llevan y el 75% desconocen hasta el límite de velocidad que tienen. Mientras, el número de furgonetas que hay en España está creciendo: en 2017 lo hizo un 15,5%.
Por ello, las furgonetas se han convertido en un blanco para las asociaciones que velan por la seguridad vial. “No nos preocupa tanto los años sino el uso que se hace de ellas”, asegura a este diario Francisco Canes, presidente de la Fundación DIA de víctimas de tráfico. “Con el boom del comercio electrónico y el cambio en otros sectores estratégicos, se están intensificando los trabajos que las usan. Y en la mayoría de los casos estos conductores de furgonetas no tienen ningún tipo de formación específica, además de los trabajadores que se echan a la carretera como autónomos para sacar un dinero extra”, añade Canes.
Autónomos, esperpentos y surrealismos
Hoy el día está flojo en el Ikea de Alcorcón, en Madrid. El parking está medio vacío y fuera de él espera Carlos, apoyado sobre su furgoneta paseando el dedo sobre la pantalla de su teléfono. A su lado hay dos furgonetas más, mucha oferta para poca demanda, y nadie hace nada, sólo matar el tiempo hasta que quizás salga un cliente que prefiera optar por ellos en vez de por el servicio de transporte que ofrece la cadena sueca.
Carlos llegó desde su Ecuador natal en 2001. Se alistó a la fiebre del ladrillo y se echó a trabajar en la construcción. Pero cuando llegó la crisis económica, en vez de volver como hicieron muchos de sus compatriotas, consiguió un trabajo transportando mercancías para una empresa farmacéutica. Le obligaron a comprarse una furgoneta con la que trabajar y cuando se acabó el idilio laboral se encontró con un vehículo al que le podía sacar bastante dinero. Así, desde hace cinco años su trabajo es hacerle competencia desleal a los transportistas de Ikea.
Aunque no quiere decir cuánto ganó, por ejemplo, el último mes, cuenta que suele hacer entre 3 y 4 viajes al día y que cobra entre 60 y 70 dependiendo del servicio. “Los domingos no, porque ese día es para estar con la familia”, dice. “Nosotros no competimos con Ikea”, asegura. “Los precios que tenemos a veces son mayores, pero con nosotros el cliente nos puede conocer, el trato es cercano, y le llevamos la mercancía en el momento. A veces incluso se viene el cliente con nosotros en la furgoneta”, añade.
Ante la imposibilidad de acabar con esto, Carlos asegura que la empresa de transporte de mercancías de Ikea les propuso trabajar para ellos. “Pero no nos salía rentable, sólo nos querían pagar 700 euros al mes”, dice. Y con la Policía, ningún problema: “Ya nos conocen, nos saludan por las mañanas. A veces incluso les ayudamos porque hay hurtos en los coches del parking y vienen a preguntarnos si hemos visto algo”.
Pero no todos los que le sacan rentabilidad a la furgoneta son transportistas. Es el vehículo por excelencia al que recurren los autónomos, que hay muchos y van creciendo, cuando necesitan un medio de transporte para realizar sus actividades. Y el que sean blancas y sin rotular responde a un factor muy sencillo, que es la opción más barata.
En un retrato irónico que Borja Cardelús publicó en 2009, el escritor dio en la diana al titular su libro En el país de las furgonetas blancas. “Es porque los españoles tienden a ser autónomos, no les gusta incrustarse en las grandes organizaciones sino que prefieren ser cabeza de ratón. Por eso en España hay más autónomos que en otros países y por eso hay tantas furgonetas blancas”, dice Cardelús a EL ESPAÑOL.
No ha sido el único en fijarse. El ex secretario de Estado y mano derecha del presidente Leopoldo Calvo-Sotelo, Luis Sánchez Merlo, escribió un artículo en El Norte de Castilla que llevaba por título Furgonetas blancas. En él ya apunta a esta trama de autónomos, dinero negro y estas furgonetas que cuando uno se fija ya ve que están por todas partes.
“Estos vehículos son la cáscara de los fontaneros, los pintores y los abogados y es el vehículo físico y visible de la economía sumergida”, dice Borja Cardelús. Para él, esto de las furgonetas blancas y el dinero negro tiene su encanto porque “España tiende al esperpento y al surrealismo”.
“Un amigo, que es abogado del Estado, contó la cantidad de normas que caen sobre cada español y la cifra es de 115.000, muchas más que en otros países donde no hacen falta tantas”, relata. “Pero a la picaresca llegan casi todos los españoles, y el germen de ella es el incumplimiento de las leyes, porque no gustan a los españoles, aquí las normas son meras pautas de conducta y es muy fácil burlarlas.
Un cuarto del PIB, en negro
Pero esa picaresca característica que ha dado tanta cultura y se ha exportado allá donde hayan estado los españoles, en realidad da vértigo cuando se mira fuera del encanto que a veces tiene. Según el último informe que ha publicado el Sindicato de Técnicos de Hacienda (Gestha), la economía sumergida es un 24,6% del PIB español, es decir, que entre 240 y 250 mil millones de euros que son de todos al final no son de nadie.
Esta estimación se acerca mucho a la que hace el FMI, que la sitúa en más del 22%, y aleja a España de sus vecinos europeos. En Alemania está en torno al 7% y en Francia en torno al 10%.
“Entendemos que el control tributario no funciona tan bien como en otros países”, comenta Carlos Cruzado, presidente del Gestha, en conversación con este diario. “Según la OCDE, en España hay un inspector por cada 2.500 contribuyentes, mientras que la media de los miembros de la organización está en 800”, afirma. Y añade que hay que seguir controlando a los autónomos pero que las grandes bolsas de fraude en este país están en realidad en las grandes fortunas.
Cruzado no le quita hierro tampoco a la cuestión cultural, a esa genética pícara. “Hay un diferencial claro en cuanto a la conciencia fiscal porque lo de ‘con IVA o sin IVA’ no está mal visto y falta un buen ejemplo en el que la sociedad pueda fijarse”, asegura. Mientras, España seguirá siendo el país de las furgonetas blancas sin rotular.
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