Cristina nació en Filipinas pero se vino a vivir a Barcelona. En su horizonte, ganar dinero para poder ayudar a su familia. Como casi todos sus compatriotas de la ciudad condal, se puso a trabajar en la hostelería. Maratonianas jornadas de 3 y 4 días seguidos en temporada alta, con descansos mínimos o inexistentes. Para poder aguantar el ritmo empezó a consumir shabú. Fue el único motivo: rendir más en el trabajo. Se enganchó a esa droga. Acabó en el Hospital del Mar para desintoxicarse. Allí dentro fumaba shabú a escondidas. Cristina murió por un problema del corazón relacionado con su adicción. No tenía ni 30 años
Es el gran mal de la comunidad filipina de Barcelona. El shabú. La droga de la hiperproducción. La sustancia con la que se puede aguantar en vela 24, 48, 72 horas… Una metanfetamina 15 veces más potente que la cocaína que está haciendo estragos especialmente en el Raval Nord, el barrio en el que reside casi la mitad de los filipinos de la ciudad.
Una droga muy adictiva para un problema muy soterrado: no provoca altercados públicos, no deja evidencias por la calle y resulta casi indetectable para los que quieren ayudar. Y aunque hay unos códigos éticos de consumo (no se toma en público y se mantiene a los jóvenes lejos de la sustancia, por ejemplo), sus efectos están asestando un golpe mortal a la línea de flotación de la comunidad en Barcelona. Familias que lo han perdido todo por culpa de esta adicción. El trabajo, la familia, el coche... e incluso la vida.
Los herméticos filipinos
- ¡Hola! ¿Hablas español?
- Hola, sí.
- ¿Eres filipino?
- Sí
- ¿Vives aquí en el Raval?
- Sí
- Oye… necesito que alguien me diga dónde puedo pillar shabú...
- No sé, no sé, no habla ispaniol.
… y se aleja sonriendo. Esta es la breve conversación que mantengo con uno de los filipinos del norte del Raval, pero responde al patrón de todos los intentos realizados. Ningún filipino habla del shabú, la droga que está dinamitando por dentro a los filipinos de Barcelona. Nadie sabe nada, nadie dice nada.
“Es lo más habitual: que no te contesten, que digan que no saben de qué va eso o que se marchen sin decir nada. Pero no es verdad: creemos que el 50% de la comunidad filipina sabe perfectamente lo que es el shabú. O porque lo consumen, o porque lo toma alguien de su familia, o porque ha habido alguna experiencia en su entorno. Lo que sucede no se cuenta nada y menos a los de fuera”, concluye Jossie Rocafort, a la que podríamos llamar la ‘mediadora del shabú’.
Jossie nació al sur de Manila hace 48 años, pero lleva 36 viviendo en Barcelona. "Llevo ya mucho tiempo en Barcelona, casi soy de aquí. ¡Si hasta mi apellido es catalán!", bromea. Jossie Rocafort es la persona que se encarga de ayudar a los adictos a desintoxicarse. La que hace de puente entre el centro médico y los adictos. Habla con ellos, les intenta convencer de que acudan al ambulatorio del barrio, tal vez el centro médico con más experiencia sobre el shabú de toda España.
El ritual del shabú
Pero, ¿qué es eso del shabú? Se trata de una potente droga psicoestimulante. Una metanfetamina que se presenta en forma de pequeños cristales, como piedras de granizo. De ahí que uno de los nombres con los que se conoce sea ice (hielo). El shabú se consume fumado. Se depositan esas piedras blancas en una pipa de agua o en un papel de aluminio, se calienta con un mechero y se inhala el humo. Una micra vale 25 euros. Un gramo, entre 200 y 250.
El shabú es 15 veces más potente que la cocaína y la duración de su efecto es entre 5 y 10 veces más prolongada (según explica en su informe sobre la sustancia el Centre d'Estudis Africans). A Barcelona llega predominantemente desde Nigeria. Su efectos se caracterizan por la euforia, la hiperactividad y el estado de alerta. Puedes con todo y elimina la sensación de hambre y sueño. "Y por la promiscuidad. Abre el apetito sexual", agrega Jossie Rocafort.
"Cuando tengo dinero invito a la gente. Cuando no tengo, compro poco y lo tomo yo solo. Pero si tengo dinero es para todos. Como una fiesta". Es el testimonio de un exconsumidor de shabú a la Asociación de Inmigrantes Filipinos ÁGAPE. Ilustra bien los hábitos de consumo. El shabú tiene su ritual. Se toma con los amigos, en casa, como una ceremonia íntima. Los días festivos o después de trabajar, como el que pone un aperitivo.
Por las calles del Raval hay algunas canchas de baloncesto. Es el deporte nacional de Filipinas. Sólo tienen a un compatriota en la NBA (Jordan Clarkson, que tampoco es ninguna una estrella), pero sienten pasión por ese deporte. En esas pistas de Barcelona juegan los niños filipinos. Ellos están limpios, ajenos a todo. Hay una especie de regla no escrita que los preserva de la droga. "A los niños y adolescentes se les mantiene al margen, son las normas. Hay consciencia en el colectivo de que a los pequeños hay que dejarlos fuera de algo tan peligroso", cuenta Rocafort.
El Sueño Pinoy
De un comercio de la calle Valdonzella sale a toda velocidad un joven filipino con una enorme bolsa negra en cada mano. Parece que quisiera batir el récord del mundo de tirar la basura. Está activado y lleno de energía; parece que está enchufadísimo: "¿Cómo? ¿Shabú? Shabú no..." contesta casi sin pararse cuando le preguntamos. No quiere decir nada. Se larga zumbando y sigue trabajando.
Una de las particularidades de esta droga es esa: que no se toma con fines lúdicos, sino laborales. Trabajar mucho es la única receta para conseguir el 'Sueño Pinoy'. Es un concepto muy parecido al American Dream (Sueño Americano) que tienen aquellos que emigran a EEUU: es decir, la posibilidad de prosperar social y laboralmente hasta lo más alto sin prejuicio de raza, sexo o religión. Los filipinos (cuyo gentilicio se llama coloquialmente pinoy) que emigran de su país también tienen un sueño: ganar dinero suficiente para comprar un hogar y para poder ayudar a su familia en Asia.
En Barcelona trabajan fundamentalmente en la hostelería. En una ciudad que nunca duerme, las jornadas laborales en cocina o sirviendo mesas pueden ser interminables y agotadoras. Para no desfallecer, los filipinos se acostumbraron a consumir metanfetamina para mantenerse despiertos y activos. Un subidón llamado 'high bat' con el que tiran las horas que les echen.
La cara B del shabú es el llamado 'low bat'. El bajón de toda la vida. Es durísimo porque aúna lo negativo de la bajada en sí que provoca el cese del efecto de una droga en el organismo, con el agotamiento del cuerpo que lleva sometido a trabajo y vigilia más horas de las que podría soportar de forma natural. Cuando el consumidor de shabú está de 'low bat', se queda destrozado. Casi no puede levantarse de la cama. Eso hace que consuman más shabú para poder salir de ahí y seguir trabajando. El pez que se muerde la cola. Una cola de la que pocas veces se sale.
Perder un hijo por el shabú
El problema afecta principalmente a los hombres de más de 20 años, aunque en los últimos años se viene registrando un incremento por parte de las mujeres. Esto se debe a principalmente a un factor: el consumo de su pareja. Su marido consume y ella acaba cayendo también. Pero las consecuencias para la mujer suelen ser más terribles todavía
El Hospital del Mar ha detectado al menos 9 casos de embarazadas que siguieron consumiendo shabú durante su periodo de gestación. Eso se puede detectar realizando unos análisis del cabello. De esos casos, solamente uno derivó en malformaciones en el feto. Pero los otros 8 casos también son considerados negligencias graves. Resultado: la madre pierde a su hijo.
Precisamente por su hijo empezó a ayudar Jossie Rocafort a sus compatriotas y vecinos del Raval: "Cuando mi hijo era pequeño tuvo un problema de salud muy grave y temí perderlo. Yo no era creyente, pero la desesperación me hizo pedirle a Dios que me ayudase con aquello, que yo se lo devolvería ayudando. Mi hijo se acabó salvando y yo creo que estoy en deuda con Dios", resume. Jossie acabó dejando su trabajo en una importante empresa de comunicaciones y dedicándose en cuerpo y alma a ayudar a sus compatriotas.
Pero no es fácil. Ni ayudar, ni detectar. El drogadicto está muy mal visto entre la muy cristiana comunidad filipina. Sólo hay que ver las soluciones extremas que ha adoptado en su país el presidente Rodrigo Duterte, cuyas operaciones antidrogas han dejado reguero de muertes por las calles de Manila. Así, el que consume drogas no lo cuenta, no lo exterioriza. No pide ayuda aunque la necesite. Por el estigma, por miedo a perder a sus hijos, por vergüenza, porque está muy ocupado en su trabajo...
El demonio invisible
Es muy difícil salir del shabú e incluso detectar su consumo. No se tienen cifras porque nadie lo reconoce abiertamente. Sólo los que deciden dejarse ayudar por Jossie y el personal del CAP. Pero son pocos y eso hace que sea imposible llevar un censo. Se estima que hay 9.000 filipinos en Barcelona. Casi 5.000 viven en el Raval. Hay quien sostiene que casi la mitad de los hombres consumen shabú habitualmente. Pero son sólo eso, estimaciones.
Pero, sobre todo, nadie dice nada porque supone un descenso en la escala social dentro de la comunidad filipina: "Nosotros somos muy orgullosos, muy competitivos. Queremos ser los mejores y podemos humillar a otros. Entonces, si tu sabes algo de mi familia podrás reírte de mí y es lo que no queremos. Es una especie de competencia cultural", contaba un exconsumidor en uno de los grupos de ayuda del ambulatorio.
Así, nadie dice nada. Nadie consume, todos sonríen y trabajan mucho. No es una droga como la heroína que va dejando a sus víctimas tiradas por las aceras. El shabú te permite seguir con tu vida. Cuando los consumidores se identifican entre ellos, quedan en secreto en casa de alguno. Echan a los niños y se colocan durante toda una mañana, una noche, un día... y después de eso, a trabajar. A conseguir el sueño de prosperar, aunque se acaben dejando la vida en ello.
Y mientras, los niños filipinos siguen jugando a baloncesto por el Raval, ajenos a todo. Que estudien. Es la única forma de aspirar a un buen empleo y no entrar en la espiral que empieza por un trabajo precario, sigue con el sueño pinoy y acaba por perderlo todo, shabú mediante.