Tres fechas, tres momentos, tres estados de ánimo…
15 de octubre de 2005. Ricky Rubio, melena al viento, acojonao —como diría después—, debuta con el Joventut en Granada. Gasta 14 años, 11 meses y 24 días. Sustituye a Elmer Bennett siendo un crío. Es insultantemente joven, pero el brillo de sus ojos compensa la ausencia de canas. Pisa el parqué y escucha la bocina concluyendo con cinco de valoración (dos puntos, dos recuperaciones y una asistencia). Es su primera victoria (72-82). Esteve y Tona, sus padres, desde la barrera, callados, observan al prodigio sin atisbar futuro más allá del disfrute presente.
25 de mayo de 2016. Ricky Rubio, camisa blanca y pelito corto, mira al suelo acompañado de Marc y Laila, sus hermanos, y de su padre Esteve. Ha sido campeón de ACB y de Euroliga; es un fijo en las convocatorias de la selección y medallista olímpico; juega en la NBA y no augura techo. Sin embargo, un cáncer de pulmón le ha robado a su confidente, a su hombro; en definitiva, a su madre. Nada puede calmar su dolor. Ni siquiera el baloncesto.
16 de septiembre de 2019. Ricky Rubio escucha la bocina, ve el balón dormir sobre el parqué y expulsa todos los fantasmas. Mira al cielo, manda una mano al corazón y la otra, con el dedo índice levantado, la dirige hacia el firmamento. “Gracias por guiarme; te quiero, mamá”. Es campeón del mundo con España, mejor jugador de la final –y del campeonato– y forma parte del quinteto ideal. Lo es todo; y todo se lo dedica a su madre, a Tona, porque nada tendría sentido sin ELLA —sí, en mayúsculas.
Tres fechas, tres momentos, tres estados de ánimo… Se podrían haber elegido otros u obviar, por lo evidente, el más duro. Pero no tendría ningún sentido. El Ricky de 29 años, coleta estilo samurái y barba alérgica al afeitado, es la suma de todos ellos —incluido el de la fatalidad. ¿O acaso se puede explicar la historia de un hijo sin contar la de su madre? Seguramente, no. O, al menos, no es posible en este caso —aunque implique dolor. Al fin y al cabo, Tona siempre estuvo ahí. “La perdí hace tres años —explicaba Ricky tras ganar el Mundial—, pero sé que ella está detrás empujándome para ser mejor. Sé que no hay nadie en este mundo que me haya querido más que ella. Incluso aunque no esté aquí, puedo sentirla”.
Es el final momentáneo de un cuento que empezó siendo de hadas con 14 años y que lo llevó, sin medida, a lo más alto, a esa NBA de purpurina que todos imaginan y pocos atisban tocar. Pero un cuento, también, que tuvo sus muchos días malos: aquella lesión delante de Kobe y, sobre todo, la enfermedad de su madre. Eso dejó a Ricky al borde del divorcio con su primer amor, el baloncesto. Entonces, tras su muerte, en 2016, pensó en tirar la toalla, en dejarlo todo, en decir adiós. Pero Tona, desde el cielo, lo empujó para que siguiera; para que, tras la depresión, se alzara a ofrecer al mundo su mejor versión, para ser Ricky mejorado. Escuchó la llamada, aprendió, meditó y resurgió para, este verano, convertirse en el líder -con permiso de Marc Gasol- de un equipo que, a base de coraje, ha conseguido el segundo Mundial para España.
La abuela, el origen de todo
Por todo lo anterior, ese recorrido, la vida de Ricky, no se entiende sin Tona, su madre, ni sin Anna Schoekel, su abuela, dueña de una tienda en el Masnou. Ella, la yaya, es el origen de todo. No podía ser de otra forma. Ella era la que le hacía los macarrones cuando era un crío; la que invocaba la suerte (encendiendo una vela en cada partido); la que desde el sillón —porque nunca quiso ir al pabellón pese a la insistencia de su nieto— insultaba a los árbitros y gritaba sin molestar a nadie. Pero, sobre todo lo demás, era la que enseñó a Tona, su hija, el camino, cómo enseñar a sus hijos. “Era la líder”, recuerda Carola Barriga, entrenadora de las categorías inferiores del Joventut.
Ahí está el origen. Todo lo demás empieza un 10 de septiembre de 1983. Ese día, Esteve Rubio se casa con Tona Vives. Los dos, unidos por el deporte —entre otros muchos gustos—, afincados en el Masnou, tienen tres hijos. El mayor, Marc, decide jugar al baloncesto y debuta en la ACB con el Joventut a los 17 años; el mediano, Ricky Rubio, sigue los pasos de su hermano y se estrena con la Penya antes de cumplir los 15; y la más pequeña, Laia, hace lo propio y se proclama campeona de España Infantil de Selecciones Autonómicas con 14. Todos, locos por el deporte.
Los culpables de ese amor irracional no son sino sus padres. Esteve Rubio, porque compagina su trabajo con su labor de técnico en el Masnou; y Tona Vives, porque de joven —antes de ser administrativa en Renfe— también había hecho sus pinitos como jugadora. “Era una mujer con cierta altura, presencia física… Y en la pista era cañera, tenía mucho carácter. No llegó a estar en la élite, pero sí jugó. Son una familia de deportistas”, cuenta Joan María Gavaldá, presidente de la Asociación Española de Entrenadores de Baloncesto, en conversación con EL ESPAÑOL.
Pero ese amor por el deporte, tan sano y recomendable, también tenía sus muchos inconvenientes. “Sobre todo, los fines de semana. ¡Imagínate con los tres hijos jugando!”, prosigue Joan. “Era un sacrificio para ellos”. Tona y Esteve dedicaban los sábados y los domingos a llevarlos de un lado para otro; de una pista a otra; de un partido a otro. Pero no les importaba. Eran felices así, unidos, metidos en el coche, rodeados de balones y chavales. Sin atisbar, entonces, que el chico calladito y sonriente que les acompañaba, el Ricky, iba a llevarlos en volandas tiempo después por medio mundo.
Entonces, nadie se podía imaginar la estrella de aquel pequeñajo, su duende. “Aunque sí se podía intuir que era muy bueno. Destacaba una barbaridad. Cuando lo fichamos para el Joventut, hacía cuádruples-dobles y veía mejor que nadie el baloncesto. Tenía una cabeza privilegiada y se anticipaba a todo. Por eso sumaba tantas asistencias, recuperaciones y rebotes…”, recuerda Marc Calderón, entrenador suyo en las categorías inferiores del Joventut, a EL ESPAÑOL.
Su madre, tutora y guía
Ricky no presume ahora ni lo hacía entonces, pero era evidente, para todos, que tenía talento, que podía albergar esperanzas de futuro sobre el parqué. “En ese sentido, hay dos factores que ayudan a que no se salga del camino. Por un lado, sus padres; y por otro, el Joventut, que es un club que está acostumbrado a tratar con jóvenes que más tarde dan el salto a la élite (entre ellos, Rudy Fernández o Pau Ribas, campeones del mundo con él este verano)”, explica Carola.
“Él siempre fue muy familiar y con su madre tenía una gran conexión”, añade Marc. Tona, al fin y al cabo, era la que acudía más asiduamente a las tutorías; la que lo arrastraba al suelo cuando las nubes le pedían subir al cielo; la que siempre estaba a su lado. “Era la que llevaba la logística familiar y eso le consumía mucho tiempo; su padre, en cambio, se encargaba más de los entrenamientos”, cuenta Lluís Vidal, profesor de Ricky Rubio en Biología en segundo de la ESO.
Entonces, en aquel inicio, cuando todavía compaginaba clases y baloncesto, Tona fue la que le insistió para que siguiera estudiando, para que no lo dejara. “Era un buen chico y un estudiante de notable, pero no necesitaba que se le dijera nada. Hacía trastadas, como todos. En una excursión en las montañas, por ejemplo, él y otros nos la liaron. Los tuvimos de madrugada haciendo flexiones. Pero salvo esas pequeñas cosas, era muy disciplinado”, recuerda Lluís.
Su prioridad, le recordaba siempre Tona, eran sus estudios. “Era una mujer fácil de tratar, directa, que buscaba siempre la mejora. Por eso, no quería que él descuidara el aprendizaje”, finiquita el profesor. Ella sabía que todo, tarde o temprano, llegaría. Y, además, muy pronto.
El más joven en debutar en ACB
Ricky, aquel 2005, entre exámenes y partidos con las categorías inferiores, ya había visto a su hermano Marc estrenarse en la élite. Lo que no podía pensar es que él fuera a hacer lo propio en octubre convirtiéndose en el jugador más joven en debutar en la ACB (14 años, 11 meses y 24 días). Porque sí, él había entrenado con el primer equipo y sabía que Aíto García Reneses lo seguía, pero no creía que, sin apenas cumplir los 15, fuera a entrar en una convocatoria. ¡Y mucho menos que fuera a jugar! Sin embargo, así fue.
“Se lesionó Marcelinho Huertas y nos quedamos sólo con Elmer Bennett para el puesto de base. Lo convoqué y jugó muy bien contra el Granada”, recuerda el propio Aíto en conversación con EL ESPAÑOL. Fue el primer récord de precocidad que estableció. Después, le seguirían otros muchos: jugador más joven en ganar una Euroliga y en colgarse una medalla olímpica (con 17 años en los Juegos Olímpicos de Pekín 2008); tercero más bisoño en debutar con la selección española tras Carlos Sevillano y Juan Antonio Corbalán…
Ricky cumplió su primer sueño, el iniciático. “Entonces, sus padres fueron fundamentales. En el club acordamos con ellos que no hiciese entrevistas. Aquello era algo insólito. Todo el mundo quería hablar con él, pero le dijimos que no lo hiciera”, explica Aíto. Todos, entonces, acordaron que era lo mejor para el futuro de un jugador con cuerpo de niño, pero con la madurez propia de un adulto.
“Tona, de alguna forma, en aquella época, empezó a estar más pendiente de él. Era con la que hablaban los periodistas”, cuentan fuentes del entorno del jugador. “Era la que estaba siempre a su lado. Ahora, todo es bueno, pero también hubo momentos malos, y ella era la que le levantaba el ánimo —sin olvidarnos de su padre y de sus hermanos, claro—“, específica Marc.
¡Vas a los Juegos Olímpicos!
En aquellos primeros años en la élite todo fueron buenas nuevas. En el Joventut, a golpe de títulos (ganó la Eurocup en 2006; y la Copa del Rey y la ULEB en 2008); y en la selección, con la convocatoria para acudir a los Juegos Olímpicos de Pekín con 17 años. Algo insólito. El COE, de hecho, tuvo que pedir permiso a Tona y a Esteve para poder llevarlo. Obviamente, ellos no opusieron resistencia. Eso sí, la madre, cargada de razones, pidió a Manolo Rubia, entonces delegado del equipo, que cuidaran de su ‘niño’. “¡A ver qué le vais a hacer!”, insistió, al verlo rodeado de gigantes (en todos los sentidos). “Pero no necesitaba que lo cuidara nadie. Él era más maduro que muchos de los veteranos”, apostilla Aíto, técnico por entonces de la selección.
Aíto, el mismo que lo hizo debutar con 14 años en el Joventut, fue el que decidió incluirlo en aquella criticada convocatoria para los Juegos. “Elegí a Calderón, a Raúl López y a él. Muchos, entonces, pensaron que venía enchufado, pero esos comentarios se terminaron al segundo día de entrenamiento”, rememora. Ricky, de hecho, no iba a ser un extra en aquella cita olímpica. Todo lo contrario: estaba destinado a convertirse en uno de los protagonistas.
Daba igual que, como es lógico, todas las novatadas recayeran sobre él. Que tuviera que escuchar el himno de España entre cachetes o que fuera el encargado de llevar yogures a sus compañeros. Todo eso daba igual. Ricky disfrutó como un enano —es decir, como lo que era—, entre risas —difícil ser más feliz que él en aquellos días— y grabaciones con su nueva cámara de vídeo. Siempre, pidiendo consejo a su madre, presente en aquella cita para cuidar de su ‘niño’.
El resto es historia del baloncesto: España se colgó la plata en la final contra Estados Unidos (107-118). “Ricky jugó 23 minutos porque Calderón estaba lesionado y Raúl López medio tocado. Su actuación fue insólita. Que contra ese equipo, probablemente el segundo mejor de la historia de USA, un chaval de 17 años consiguiera jugar a ese nivel y permitiendo que su equipo compitiera con aquellos jugadores… Es increíble”. Una vez más, el niño de oro se alzó entre gigantes, dando por comenzada su prolífica etapa en la selección. Desde aquella cita, el mediano de los Rubio se ha colgado cuatro medallas europeas (dos de oro y dos de bronce), otro metal olímpico (el bronce en Río 2016) y el reciente oro en el Mundial de China.
Sus padres ceden el testigo a un gabinete de comunicación
Ricky, desde aquella cita olímpica, no atisbó caída. Es más, se convirtió en jugador profesional, en todos los sentidos. “Entonces, cuando él ficha por el Barcelona, la familia ve venir el berenjenal y decide buscar un gabinete de prensa que le asesore”, explica Carola. “Date cuenta que se fue al eterno rival del Joventut”, prosigue. Y, además, con el Madrid intentando ficharlo. Ante tanto revuelo, Tona deja de ser su asesora para ser, simplemente, su madre —aunque siga pendiente de muchas cosas.
“Él decidió quedarse en el Barcelona para estar cerca de casa, con su familia, porque sabía que no le quedaban muchos años para irse a la NBA”, aclara Joan. De hecho, tras proclamarse campeón de la Euroliga batiendo otro récord de precocidad, pone tierra de por medio y se marcha a los Minesota Timberwolves. “Pero la familia no se traslada al completo, como, por ejemplo, sí hicieron los Gasol”, cuenta Carola. “Desde entonces, eso sí, la madre empieza a pasar largas temporadas en Estados Unidos con él”, añade. Todo va sobre ruedas.
El maldito 2012
Hasta aquel maldito 2012. En lo baloncestístico, las malas noticias llegan en marzo. Ricky, en un partido entre Minesota y Lakers, bota el balón con Bryant delante. Su rodilla choca contra la de Kobe y él cae al suelo y se rompe la rodilla izquierda. Tona lo ve desde la grada. Se echa las manos a la cara y baja al vestuario. “Como toda madre, estaba preocupada por el estado físico de su hijo. Esperamos allí —cuenta Joan— y entonces sale Ricky. Los dos se dan un abrazo enorme y a mí se me saltan las lágrimas”.
Minutos después, Tona se va junto con Joan a la zona de ambulancias. “Entonces, se gira hacia mí —prosigue Joan— y me dice: ‘Deberíamos explicar en la web del campus de Ricky que es probable que lo tengamos que suspender en previsión de que él no pueda estar. No podemos defraudar a nadie’. Así era ella. Absoluta generosidad y entrega a los demás. Era la madre de todos aquellos niños que iban al campus de su hijo ”, concluye Joan.
Tona siempre estaba ahí para cuidar de su hijo, pero también de cualquiera que le pidiera ayuda. Hasta que ese mismo año, en 2012, le diagnosticaron un cáncer de pulmón y se tuvo que ocupar en pleno, irremediablemente, de luchar contra su enfermedad. “Fue un golpe duro, pero siempre sacaba fuerzas para seguir”, recuerda Joan. Y Ricky, cómo no, sigue a su manera su carrera, pero con el corazón en un puño, con el recuerdo de su madre presente en cada partido, en cada viaje, en cada instante.
“Imagina lo que es estar hablando con tu madre y que te tenga que colgar por lo mal que se encuentra. ¿Qué haces entonces a 10.000 kilómetros? ¿Qué importa entonces el baloncesto?”, reflexionaba Ricky tiempo después en una entrevista en La Vanguardia. Pero él siguió con el baloncesto. Tona le pidió que lo hiciera por ella y él cumplió, como siempre, órdenes. Hasta que en 2016, el maldito cáncer de pulmón se la llevó.
Una depresión y su mejor forma
Ricky superó la lesión, volvió a jugar con España y siguió creciendo en los Minesota, pero nada lo consoló. La muerte de su madre lo sumió en una depresión. Llegó, incluso, a plantearse dejar el baloncesto. Pero, de nuevo, sacó fuerzas para continuar, ya en otro club, en Utah Jazz, jugando por primera vez unos playoffs de la NBA. Con su madre siempre presente, se puso manos a la obra para abrir su propia fundación y ayudar a las personas con cáncer. Esta misma semana, de hecho, ha inaugurado una sala dedicada a ello. ¿Su objetivo? Seguir luchando para que, sobre todo los niños, puedan encontrar cierto consuelo en su desdicha.
“Él, desde entonces, cree mucho en el poder de la mente”, desvela Lluís, su profesor de Segundo de la ESO. De hecho, desde entonces, saca unos minutos cada día para meditar, acumula lecturas e impulsa luchas que considera justas. Por ejemplo, la defensa del medio ambiente, que enarbola con su coche eléctrico en Estados Unidos. De aquella tragedia emergió un nuevo Ricky, con más barba, más pelo y más tatuajes, pero la misma delicadeza de siempre.
Un Ricky diferente pero igual, que acudió al Mundial con la misma fe que lo mantiene en pie desde que debutase antes de cumplir los 15 años. Y, sobre todo, con la misma confianza que entonces. “Estoy bien”, proclamó, antes de empezar, avisando. Y lo confirmó en el campeonato, proclamándose MVP y ganando el oro para dedicárselo a su madre, para demostrar que sí se puede. Que esta es su historia. “Y espero que sirva para inspirar a mucha gente. Los baches se superan y se aprende de ellos. Y yo lo he hecho”. Sin dar un paso atrás, mirando al cielo. En busca de esa madre que, en los días malos, le dijo que no abandonara, que siguiese. Que lo mejor estaba por llegar. Y, como siempre, llevaba razón, con paternidad incluida tras concluir el Mundial.