- Sólo quiero ver que es él, abrazarme a su cadáver por mal que esté y enterrarlo.
Mohamed Srit es un humilde ganadero y agricultor de Souk el Had, una aldea remota del interior de Marruecos en la que las 120 familias que la habitan no conocieron la electricidad hasta hace unos años. El lugar parece anclado en otro siglo, cuando el tiempo tenía un valor distinto a ahora. Muchos de sus vecinos no saben la fecha en que nacieron y algunos, en vez de automóviles, usan carros tirados por caballos y burros para desplazarse.
Hace ahora un año, Mohamed, sin quererlo, le pagó a su hijo Abdelkhalek un pasaje hacia la muerte. El chico embarcó en un patera que se fue a pique. Murió ahogado. Pese al tiempo transcurrido, el hombre todavía no ha podido enterrarlo en el diminuto cementerio que hay a cuatro caminos de tierra y barro de su casa. El cadáver del chico se encuentra desde entonces en una morgue de Cádiz a la espera de ser repatriado.
Abdelkhalek, de 17 años, era el segundo de los cuatro hijos de Mohamed Srit. El chico insistía en que quería emigrar a España, encontrar un empleo entre los invernaderos de Almería, ganar dinero, tener un buen coche y dejar atrás esa vida que le obligaba a levantarse al amanecer, cuidar del ganado y cultivar la tierra.
Para convencer al padre, Abdelkhalek le contó que las últimas cuatro pateras que habían salido con chicos de su misma aldea consiguieron cruzar sin muertos el Estrecho, esa lengua de mar que separa Europa de África como en un beso que nunca llega a darse entre los dos continentes. Al final, Mohamed entregó a su hijo los ahorros de toda una vida. Una mañana puso en sus manos 14.000 dirhams (unos 1.400 euros). Era el dinero que el chaval necesitaba para pagar a la mafia que lo llevaría hasta la Península.
El chico se subió a una patera el sábado 3 de noviembre de 2018. Otras 47 personas, en su mayoría de origen marroquí, partieron junto a él en esa misma embarcación. Zarparon desde una playa al noroeste del país, entre Salé y Rabat, la capital de Marruecos. Abdelkhalek ya conocía a ocho de esas personas que lo acompañaban. Eran jóvenes procedentes de Souk el Had, como él. Dos días después, la patera impulsada por un pequeño motor naufragó frente a las playas de Barbate (Cádiz) a causa de un temporal.
22 personas consiguieron llegar con vida a la costa. Las 26 restantes murieron ahogadas. Luego, durante dos semanas, el mar fue expulsando cadáveres hasta la orilla, desde Sanlúcar de Barrameda hasta casi Conil. Uno tras otro en un goteo que encogía el alma. La mayoría de los cuerpos aparecieron en la playa de Los Caños de Meca, una pedanía de Barbate. Fue la peor tragedia del Estrecho de los últimos 15 años. De los nueve chicos que procedían de Souk el Had, ocho murieron. Por desgracia para Mohamed Srit y su mujer, el único superviviente de la aldea no era Abdelkhalek. El nombre del chaval se incluía en la lista de los ahogados.
El Estrecho vivió en 2018 uno de los años más dramáticos de las últimos dos décadas. Murieron ahogadas 777 personas, más del triple que en 2017, cuando fallecieron 223, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). En 2019, pese a que las llegadas de pateras se han reducido en torno al 50%, ya van 319 muertos. La otra gran tragedia migratoria de este siglo se vivió en 2003, cuando el naufragio de una patera en Rota (Cádiz) dejó un saldo 37 muertos.
Cuatro marroquíes sin repatriar
Pese a que este pasado martes se cumplió un año de aquella tragedia, el matrimonio formado por Mohamed y Mennana aún no ha podido dar sepultura a Abdelkhalek. Tampoco la ha recibido Youssef Gouireh, otro chico que vivía en Souk el Had, ni Marouane Kariaa ni Youssef El Maakouli, dos jóvenes procedentes de una barriada de Salé, en la periferia de Rabat. También iban a bordo de aquella patera. Junto al de un paquistaní, son los únicos fallecidos cuyos cadáveres todavía no han sido repatriados.
El estado de los cuerpos cuando fueron hallados no permitió cotejar sus huellas con los documentos que sus familias enviaron desde Marruecos. Ahora, sólo una prueba de ADN que no se ha practicado en todo este tiempo podría devolverlos con sus seres queridos para ser enterrados bajo la tierra de la que un día partieron en busca del sueño europeo.
La patera de la muerte partió la madrugada del sábado 3 de noviembre. Hacía viento y mucho frío aquella noche. La embarcación arribó frente a la costa de Barbate la madrugada del lunes 5. Tardaron dos días en recorrer las 137 millas náuticas que separan Los Caños de Meca de la playa de Salé de la que zarparon. El 'billete' incluía un pequeño chaleco salvavidas. La gente, hacinada, apenas se podía mover. Unos vomitaban. Otros rezaban a Alá.
La patera se fue a pique a unos 300 metros de la orilla, aunque algunos de los inmigrantes fallecieron durante la travesía por los continuos golpes de mar. Uno de los que murió por el camino fue Ayub Mabruk, un chico de 21 años que había sido tres veces campeón de kick-boxing en su país.
Viaje a Souk el Had
Souk el Had ni siquiera aparece en los mapas. Es una aldea de casas dispersas que se arremolinan en torno a pequeñas plantaciones a cielo abierto y a rudimentarios invernaderos levantados junto a caminos de tierra por los que sólo cabe un coche.
Souk el Had pertenece a la comuna rural de Ben Mansour, en la provincia de Kenitra. El periodista y el fotógrafo de EL ESPAÑOL necesitan que hasta tres personas se llamen por teléfono y se coordinen entre sí para dar con la casa de Mohamed Srit.
Cuando llegamos, a última hora de este pasado miércoles, la oscuridad de la noche cerrada está a punto de caer sobre Souk el Had. Mohamed Srit y su mujer, Mennana, abren la puerta de su casa y comienzan a hablar en una especie de sala de estar que carece de muebles y decoración. Es un lugar sin nada más que techos y paredes.
La estancia sólo cuenta con una alfombra que ocupa todo el perímetro del suelo, una mesa baja y redonda de plástico y un sinfín de cojines para apoyarse. Del techo cuelga una bombilla sin lámpara que le aporta al encuentro una tenue luz. Las paredes tienen manchas de humedad. En el interior de la vivienda no se nota el frío de la calle. Fuera hay dos vacas atadas a un madero y 20 ovejas estabuladas.
Mohamed y Mennana explica que no supieron nada de su hijo hasta el miércoles 7 de noviembre, cuatro días después de su partida. Uno de los supervivientes, vecino de la aldea, había llamado a su casa para contar que estaba en Barbate. Pero dijo algo más. Aseguró que Abdelkhalek cayó al mar y que su cuerpo no había aparecido. Aquel vecino corrió a la casa de los Srit y les contó que su hijo, probablemente, había muerto ahogado.
Poco a poco, la muerte recorrió la aldea como un escalofrío. De los nueve chicos que habían partido en aquella patera, las olas se habían tragado a ocho de ellos. El duelo se apoderó de las casas de Souk el Had. Todo el mundo lloraba al ver cómo sus hijos, sus hermanos o sus vecinos habían perdido la vida. Un año después, seis de los ocho muertos ya han sido enterrados en el cementerio de la aldea. Sus lápidas están una junto a otra. Sus familias pudieron reconocer a los muertos por las ropas y por algunos efectos personales que se les encontraron. A otros se les identificó a través de las huellas dactilares. Faltan por hacerlo con Youssef Gouireh y con el hijo de Mohamed y Mennana, pero nadie les ha tomado una muestra de ADN a sus padres, como reclama un juzgado.
“En cuatro ocasiones me pidió ir a España. Yo le dije que no”, explica el padre de Abdelkhalek. “Cuando la patera llegaba y él se enteraba, me decía: ‘Mira, papá, han llegado todos vivos. Yo también quiero ir para tener una mejor vida’. Al final, le di el dinero que necesitaba. Me arrepentiré hasta que me muera. Ahora sé que prefiero que comiera tierra aquí a que haya muerto ahogado en el mar”.
Mennana, la madre del chico de 17 años cuyo cadáver sigue en Cádiz, cuenta que su hijo mayor, Abdelkrim, de 24, también cruzó en patera. Fue en 2017. Pero ya está de nuevo en casa. España lo expulsó a principios de este año.
La mujer dice que no sabe qué edad tiene cuando se le pregunta por ella. Sólo conoce que nació en esta misma aldea. Mennana, menuda y tímida, luce un pañuelo sobre la cabeza y sirve té mientras se produce la entrevista. Cuenta que “nunca” quiso que Abdelkhalek viajara a España en patera.
“Son muchos los que se fueron y acabaron ahogados en el mar. Mi hijo acabó así. Ahora yo lo veo por la casa, en cada esquina, entre los animales. Él era el más cariñoso de mis cuatro hijos. Él me sostenía. Trabajaba para que yo no lo hiciera. El dolor ya no hay quien me lo quite”.
“Todavía hay quien quiere jugársela”
Una oscuridad espesa ha caído ya sobre Souk el Had. Mohamed Srit acompaña a los periodistas hasta un lugar que se asemeja a un bar. Por los caminos de tierra nos cruzamos con chicos que caminan en busca de algún lugar, quizás sus casas. Aquí todo está lejos. No hay farolas, no hay aceras, no hay negocios, no hay edificios, no hay parques. El punto de encuentro entre los jóvenes de la aldea es una pequeña tienda con aspecto de quiosco que dispone de una televisión colgada de una pared y una veintena de sillas de plástico para sentarse. Ese es el ocio para los jóvenes que han crecido aquí.
Uno de los chicos que hay en este lugar es Rachid. Tiene 35 años. Su hermano Younes se ahogó hace un año, cuando la patera en la que viajaba se fue a pique frente a Los Caños de Meca. También pagó 1.400 euros a una mafia. El cuerpo de Younes está enterrado en el cementerio de la aldea. Es uno de los seis chicos de Souk el Had que sí han sido repatriados. Lo enterraron el 13 de diciembre del año pasado, mes y medio después de aquella tragedia migratoria. Sus huellas pudieron cotejarse con los registros que tenía Marruecos.
- Lo que pasó aquel día fue una desgracia para esta aldea. Todo este lugar está entristecido. Muy pocos chicos quieren irse ahora a Europa, aunque todavía hay quien quiere jugársela. ¿Pero qué nos queda aquí? Aquí no hay nada. Nuestro país nos expulsa porque no tenemos forma de ganarnos la vida.
- ¿Y tus padres, cómo han vivido esto?- pregunta el reportero.
- Mis padres están muy enfermos desde que pasó eso. La muerte de mi hermano la llevan ellos dentro. No sabían que se había marchado.
- ¿Tú has pensado en emigrar alguna vez?
- Sí, muchas. Pero ya no.
- ¿Vivir aquí supone elegir entre la patera o una vida que es sumamente dura?
- Sí. Pero yo prefiero esto a arriesgarme a morir. Con una muerte en mi casa ya es suficiente.
La cara de su hijo por las calles
Al día siguiente de estar en Souk el Had, EL ESPAÑOL visita a dos familias de Laayayda, una populosa barriada de Salé, una ciudad de 890.000 habitantes ubicada en el extrarradio de Rabat. Se trata de un barrio con su zoco, sus cafetines y sus tiendas de zumos naturales y de venta de especias. De aquí partieron en torno a una treintena de los chicos que subieron a aquella patera. La mayoría de los cuerpos ya han sido repatriados. Pero no dos. Los de Youssef El Maakouli y Marouan Kariaa todavía no.
Youssef El Maakouli tenía 21 años. Era mecánico. Trabajaba en el taller de uno de sus cinco hermanos. Tenía independencia económica. Su madre, Aicha, cuenta que era el más bromista y cariñoso de sus seis hijos. “Ahora, en cada fiesta o reunión familiar, ya nadie ríe. Desde que murió, yo voy por la calle como una loca. Imagino que alguien va a llegar por mi espalda, que va a poner su mano en mi hombro y que, al darme la vuelta, esa persona es Youssef”.
La familia de Youusef el Maakouli se enteró el mismo 5 noviembre de 2018 de lo que había sucedido. Los supervivientes llamaron a sus casas y la noticia de que muchos chicos habían desaparecido en el mar corrió por las callejuelas de Laayayda. De boca de Amine, uno de los chicos que salvaron la vida, supieron que la patera se hundió a unos 300 metros de la costa. El joven fue quien llamó a su madre y le pidió que se acercara a casa de Youssef El Maakouli para hablar con sus padres, Lahsan y Aicha.
“Supimos que, cuando ya veían la playa, una ola casi los hunde del todo. Fue entonces cuando el mar los llevó a una zona de rocas y la barcaza chocó contra ellas”, cuenta Brahim, hermano de Youssef. “Mucha gente cayó al agua. Youssef sabía nadar pero debió de sufrir algún golpe severo en la cabeza o en el pecho”.
La madre de Youssef está acompañada de una de sus cuñadas. Aicha rompe a llorar a cada rato. Besa la foto del chico para calmarse. Dice que su hijo muerto era el menor de todos, “el bebé de la casa”. Asegura que necesita enterrar a Youssef y poder visitar su tumba para “cerrar la herida”. “Es como si su cadáver siguiera vivo. Llevamos un año de sufrimiento constante. Ruego que España repatríe a mi hijo”.
Brahim, el hermano de Youssef, culpa al gobierno de su país de que muchos jóvenes marroquíes arriesguen sus vidas en el Estrecho. “Aquí no hay oportunidades. Muchos hemos estudiado, hemos luchado por salir adelante. Pero el país nos echa. Aquí no se gana ni para vivir con dignidad. Muchos de mis amigos piensan que ya están muertos en Marruecos, por lo que no temen a morir en el mar”.
El reclamo en las redes sociales
A dos calles de la casa de Aicha, donde la muerte se coló hace un año sin avisar, vive la familia de Marouan Kariaa. Atienden a este periódico sus padres, Omar y Latifa, y su hermano mayor, Rachid.
Marouan tenía 27 años cuando falleció. Era costurero, aunque también sabía hacer labores de albañilería y tenía la licencia de conductor de taxi y de autobús. Cuando decidió irse a España se encontraba en paro y el banco le acababa de denegar un crédito para levantar su propio negocio.
Rachid, su hermano, explica que desde hace “dos o tres años” una generación de jóvenes marroquíes que no supera los 30 años se ve con ganas de salir del país movida por las redes sociales. “Mi hermano se pasaba el día viendo vídeos de gente grabándose en medio del mar. Luego, cuando muchos llegan, al cabo de unos meses mandan fotos delante de coches de lujo y en restaurantes. Igual es todo mentira, pero aquí provoca que muchos sueñen con aquella vida”.
Omar, el padre de Marouan, cuenta que su hijo estaba “cansado” de dejar su curriculum en empresas de todo tipo. Durante el encuentro, en una ocasión, se retira a otra estancia porque no puede dejar de llorar. El hombre cuenta que siempre intentó quitarle de la cabeza a su hijo la idea de emigrar a bordo de una patera.
“Estoy totalmente en contra de la inmigración ilegal. Sólo deberían salir de aquí los que tienen un contrato de empleo bajo el brazo. ¿Pero eso es posible? Mientras, nuestro país no hace nada por evitar que sus hijos se ahoguen en el mar. Hay gendarmes y militares por toda la costa, pero todos miran hacia otro lado porque las mafias los tienen comprados. Es duro decirlo, pero nuestra gente está dejando que se ahoguen nuestros chicos”.
La madre de Marouan apenas habla. Latifa no puede hacerlo sin romper en llanto. Cuando lo consigue, explica la sensación que tiene cuando sale a la calle. “Veo la cara de mi hijo en la de los chicos que caminan por el barrio. Según me acerco a ellos, esas caras se transforman y dejo de ver a Marouan. Cuando estoy en casa es aún peor. Si escucho la puerta, pienso que viene a decirnos que todo ha sido una broma. Por eso necesito su cuerpo, para saber de una vez por todas que está muerto”.
La prueba de ADN que no se hizo
De los 26 muertos en la patera de Barbate, la jueza permitió la repatriación de 15 de ellos tras realizarse un cotejo de huellas dactilares. A otros seis sus familias los reconocieron mediante fotos que les llevó hasta sus casas Martín Zamora, dueño de un tanatorio en Los Barrios (Cádiz) y la persona que ha repatriado ya 21 de los cuerpos que devolvió el mar. Restan el de un paquistaní y el de los cuatro marroquíes.
En abril de este año viajaron hasta la frontera de Ceuta las familias de los cuatro chicos que siguen en Cádiz y otras cuantas más que buscan a sus seres queridos entre los muertos que hay en morgues y cementerios de Andalucía. Querían cruzar durante unos minutos para que la Guardia Civil les tomara muestras de ADN que pudieran ser cotejadas con la de los cadáveres, como había solicitado el juzgado de Barbate.
Tras pasar un día entero allí, las autoridades marroquíes se negaron a permitirles el acceso a territorio español pese a que en Ceuta se les esperaba. Al otro lado de la frontera estaba Martín Zamora. “A mí, continuamente me llaman los padres o los hermanos llorando. Pero yo me encuentro con las manos atadas. Lo lógico sería que la jueza enviase a la Guardia Civil a sus casas para que les tomaran muestras genéticas a las madres, donde no hay margen de error en la prueba. Ojalá eso pase pronto por el bien de estas familias. Necesitan descansar y poder enterrar a sus hijos”.