Ocho son las tumbas de espías distribuidas por la geografía española. Siete pertenecen a los agentes asesinados el 29 de noviembre de 2003 en la denominada Emboscada de Latifiya, y una a otro muerto a tiros el 8 de octubre. Todos ellos sufrieron ataques demoledores en una misión en el extranjero en Irak. Estos agentes del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) -esta misma semana se conoció el nombramiento de la primera mujer al mando de este órgano- arriesgaron sus vidas para proteger a las tropas españolas que el Gobierno de José María Aznar, entonces presidente del Gobierno, había enviado en apoyo a las fuerzas estadounidenses que invadieron Irak para acabar con el régimen de Sadam Husein.
José Antonio Bernal fue sorprendido por un grupo de rebeldes en su casa y le dispararon cuando intentaba huir. Solo treinta días después, mientras el equipo de cuatro agentes destinados mostraba las características de la misión al equipo que iba a sustituirles en Navidad, fueron tiroteados en Latifiya durante un desplazamiento a bordo de dos todoterrenos, que ardieron en llamas en un punto de la carretera cercana a la localidad de la gobernación de Babilonia. Aquel día murieron Alberto Martínez, Luis Ignacio Zanón, Carlos Baró, Alfonso Vega, José Merino, José Carlos Rodríguez y José Lucas Egea.
Ahora, después de 17 años, ven la luz las fotografías que los agentes españoles se tomaron en su misión en el país árabe y horas antes de ser asesinados por la insurgencia iraquí en 2003, en el que fuera el atentado más mortífero contra la presencia española durante la guerra de Irak. Las instantáneas están recogidas en el libro Destrucción masiva, nuestro hombre en Bagdad, escrito por Fernando Rueda, que se publica este jueves, 6 de febrero.
Destrucción masiva, nuestro hombre en Bagdad es la narración basada en hechos reales de la epopeya de ocho espías españoles antes, durante y después de la invasión de Irak llevada a cabo en 2003 por El trío de las Azores, Bush, Blair y Aznar. Una historia que comienza en el año 2000 cuando el agente Alberto Martínez llegó a Bagdad, sigue con el envío de más agentes para proteger a las tropas españolas desplegadas tras la invasión, continúa con los dos ataques contra los espías que acabaron con sus vidas y concluye con un largo epílogo.
Lo único que se sale de la realidad contrastada es el final, calificado por Blanca Rosa Roca, directora de Roca Editorial, como una “venganza literaria” de su autor. Esta novela de no ficción trata de resolver un misterio –quiénes eran los agentes, cómo era su vida, quién los mató, cómo y por qué- y pretende rescatar de la amnesia colectiva una historia olvidada, con la esperanza de que nos diga algo más acerca de la condición humana y de los graves fallos de las instituciones del país.
1. Espías en el mercadillo
José Antonio Bernal, Alfonso Vega, Carlos Baró y Alberto Martínez (de izquierda a derecha, en la foto que ilustra este artículo), con Ignacio Zanón a los mandos de la cámara fotográfica, estaban en septiembre de 2003 dando un paseo por uno de los mercadillos de Bagdad. Esta foto, como el resto, nunca tendrían que haber visto la luz, eran para uso personal de los agentes, para pegarlas en un álbum escondido a la visión de cualquier visitante ajeno al núcleo familiar.
Martínez llevaba desde el año 2000 en Irak, Bernal había llegado un año más tarde, precisamente una semana después de los atentados del 11S en Estados Unidos. Habían establecido fuentes de calidad en el Gobierno, entre los grupos influyentes de los chiitas y hasta obtenían buena información de la Mujabarat, la policía secreta que les tenía controlados. Muchas veces se la jugaron para obtener los datos que les pedían sus jefes desde Madrid.
Bush, el presidente estadounidense, atacó Afganistán con rapidez y comenzó a diseñar la invasión de Irak, para lo que encontró dos aliados fundamentales: el inglés Blair y el español Aznar. Pusieron en marcha una campaña para justificar el fin de la dictadura de Sadam Husein basada en dos supuestos fundamentales: poseía armas de destrucción masiva y apoyó a Bin Laden en el ataque contra las Torre Gemelas. Martínez y Bernal informaron al CNI en Madrid y este al Gobierno de que la información que estaban difundiendo la CIA y el MI6 no era cierta.
2. Espías con tribus locales
Vega y Baró –primero y tercero por la derecha-, eran experimentados y destacados miembros de la unidad operativa del CNI. Se presentaron voluntarios y disfrutaron con un trabajo arriesgado, algo habitual para dos militares curtidos en operaciones especiales del Ejército de Tierra. Se mimetizaron con el terreno y no tardaron en establecer reuniones, como la de la foto, con las influyentes tribus locales.
La invasión estadounidense tuvo lugar en marzo de 2003, varios meses antes. Tras el éxito inicial de la ocupación, el Gobierno de Aznar decidió enviar después del verano a 1300 soldados, lo que exigió aumentar la presencia de espías para garantizar la seguridad de las tropas. Vega y Baró formaron un equipo en Diwaniya que llevó a cabo, entre otras muchas misiones, acciones contra terroristas de Al Qaeda. No solo se vistieron siguiendo la tradición árabe, para desplazarse compraron coches iraquíes e incluso un taxi. Alucinaron con el calor que hacía: algunos días bebían cinco litros de agua y no meaban ni gota.
3. Zanón entregó su vida
Ignacio Zanón era un agente con una formación radicalmente distinta a la de los guerreros Baró y Vega. Radiotelegrafista del Ejército del Aire, su misión primordial era ocuparse de las comunicaciones. Destinado en Nayaf, formaba parte del segundo equipo junto con Alberto Martínez, el delegado del CNI en Irak, que tras cumplir sus tres años de destino debía haber regresado definitivamente a España, pero dada su experiencia le exigieron que volviera. Una decisión controvertida: Bernal y él se habían convertido en objetivo claro de los agentes de la Mujabarat que habían pasado a la insurgencia, que les odiaban tras sentirse engañados por la postura agresiva del presidente Aznar. Muchos piensan que esta decisión fue un gravísimo error de los mandos del CNI.
Zanón sorprende a sus propios compañeros cuando suple su carencia de experiencia en primera línea de combate con una decidida voluntad para hacer su trabajo y colaborar en misiones de calle. Hombre humano y familiar, siempre presto a esbozar una sonrisa y a hacer una broma, sorprendería a todo el servicio secreto cuando llegado el momento de la trampa final se niega a abandonar a un compañero herido, sabiendo que le iba a costar la vida.
4. El asesinato de Bernal
El 7 de octubre de 2003, Bernal y Zanón se tomaron en Bagdad la tarde libre. Al día siguiente, el segundo tomaba un vuelo con destino final en Madrid para pasar una semana de vacaciones. Los dos eran amigos desde la juventud, estudiaron juntos en la escuela de radiotelegrafistas. Zanón aprovechó para sacarse fotos que enseñar a su familia para transmitirles una sensación de tranquilidad que no se correspondía con la realidad. Martínez y él recibían llamadas amenazantes de desconocidos, los insurgentes les habían sacado la tarjeta roja.
Bernal llevaba toda su carrera como número uno en todo lo que emprendía. Cuando llegó a Irak, Martínez y él se convirtieron en un equipo con numerosas fuentes. Tan importante era su papel que tras el traslado de Martínez a Nayaf él, un suboficial, se convirtió en la alma mater de la seguridad en Bagdad.
Cuando dos días después Zanón llegó a Madrid pudo estrechar a su amada Buqe y a su pequeño hijo, pero se encontró con la noticia de que un clérigo chiita y dos hombres que le acompañaban habían matado a su amigo Bernal en la puerta de su casa. Este hecho le empujó aún más a olvidarse del tremendo dolor que padecía en la espalda, a no hacer caso a las peticiones de sus padres para que lo alegara como causa de exención y regresar a Irak para acabar su misión.
5. La emboscada mortal
El 29 de noviembre de 2003, los cuatro agentes cuya misión acababa un mes después –Martínez, Zanón, Baró y Vega-, junto con los cuatro llamados a sustituirles –José Ramón Merino, José Lucas Egea, José Carlos Rodríguez y José Manuel Sánchez- se desplazaron desde sus bases a Bagdad para cumplir con trámites burocráticos. Pararon en mitad de la carretera para hacerse una foto que les permitiera recordar en el futuro la misión que habían cumplido en Irak. La última imagen de unos hombres que horas después caerían en una trampa que les costó a todos la vida menos a Sánchez, que pudo escapar.
Según la pormenorizada reconstrucción del ataque que refleja el libro y la investigación del propio CNI, necesariamente tuvo que haber una delación, alguien les vendió a un grupo de la insurgencia.
6. Monumento a los caídos
Tiempo después, ya con el gobierno socialista de Rodríguez Zapatero, que había sustituido al de Aznar tras los atentados del 11-M, se inauguró en la sede central del CNI un monumento en honor a los ocho fallecidos. Al acto asistieron los familiares, que habían demostrado en todo momento una enorme entereza. El ministro de Defensa, José Bono, también arregló una injusticia cometida por el Gobierno anterior. Empeñados en defender que los soldados españoles no habían ido a una guerra, sino a la lucha contra el terrorismo, los de Aznar concedieron inicialmente a los fallecidos una condecoración civil y posteriormente la Cruz al Mérito Militar con distintivo amarillo. Finalmente, Bono les entregó la muy merecida Gran Cruz Roja del Mérito Militar con distintivo rojo, el color de la sangre.
'Destrucción Masiva', obra de Fernando Rueda (Editorial Roca libros), sale a la venta el 6 de febrero.