Diario de Lorenzo Caprile, repartidor de comida de la Cruz Roja: "Dejé la locura y me puse a ayudar"
El modista de referencia de la alta sociedad descubre un Madrid con pisos pateras o ancianas viviendo de ‘extranjis’ en la Carbonera. Reflexiona en EL ESPAÑOL sobre sus dos meses con afectados por el coronavirus.
23 mayo, 2020 02:49Noticias relacionadas
Miércoles por la noche. Me llama un amigo de EL ESPAÑOL para pedirme que escriba una pequeña crónica sobre mi experiencia estos meses como voluntario de Cruz Roja repartiendo comida. ¿Meses? ¿Ha pasado ya tanto tiempo? No sé ni en qué día vivo ni qué semana es. Tengo los horarios cambiados. Duermo cuando puedo. Como cuando me apetece, es decir, casi nunca. Estudio y leo por las noches. Son meses ya, casi tres, me dice él al otro lado del teléfono. Miro el calendario sobre el escritorio y lo compruebo. Efectivamente. Estamos a finales de mayo. ¿Y todo esto cuándo empezó? Ya ni me acuerdo. Estaba en Gran Canaria intentado coger un avión que se retrasaba cada hora una hora más. Después vino Madrid. Un Madrid desierto y envuelto en ese silencio gris y tópico que es tan difícil de describir que ni siquiera lo intento. Ha sido suficiente con vivirlo. Recuerdo el anuncio del presidente Sánchez y oír por primera vez esa suma de palabras que ahora ya es familiar, pero que en aquellos días sonaba a guión distópico de una superproducción hollywoodiense: estado de alarma.
No quiero volverme loco, pensé un día al inicio del confinamiento. Al menos no más loco de lo que ya estoy. Necesito hacer algo, parar la cabeza, parar esa voz interior que te está susurrando cada segundo que tú, es decir, yo, te vas -o me voy a ir- a la mierda.
Una de esas mañanas eternas de esas primeras semanas recibo la llamada de Elena, del equipo de 'Maestros de La Costura': es tan hiperactiva como yo, y como yo acaba de atravesar unos momentos personales complicados. La tormenta perfecta para quedarse confinado en casa y terminar en la clínica psiquiátrica López Ibor. No tomes ni un ansiolítico más y vete directo a Cruz Roja de voluntario, me dice Elena.
Luego, llamo a Julia y le digo: Ayúdame a entrar en Cruz Roja, que si no me tiro por la ventana y te quedas sin tertuliano. Julia es Julia Otero. Esa misma tarde me hace coincidir en antena con el director nacional de voluntariado de Cruz Roja, Moisés Benítez.
Dos días después me presento puntual a mi cita con la responsable de nuestra asamblea, la de Cuatro Caminos. Me entrega mi chaleco, mi mascarilla, mis guantes y me explica lo que tengo que hacer. Dos horas después me parece que llevo toda una vida acarreando cajas, cargando la furgoneta y comprobando que cada petición reciba lo justo y lo necesario. Si me preguntáis por qué lo hice y lo seguiré haciendo, os respondo: por puro egoísmo personal, no soy ningún héroe. No sé si he ayudado a alguien con mi acción. Lo que si sé es que Cruz Roja me ha ayudado a mí, y mucho.Me ha dado más de lo que yo podré devolver jamás.
Y así empezó todo. Así conocí a mis compañeros Javi y Miguel, el de las tardes y el de las mañanas. Ellos conducen la furgoneta y yo descargo las cajas de comida, los medicamentos, los lotes para la higiene personal. Así aprendí a cargar un coche eléctrico, a manejar un gps, a buscar las mejores y suculentas ofertas en el Carrefour para estirar al máximo los presupuestos adjudicados a cada familia. Y así aprendí a descubrir un Madrid desconocido, oculto, escondido, tapado, un Madrid que nadie, ni los unos ni los otros, quieren lucir ni mostrar, quizás porque es el Madrid verdadero.
Los turnos empiezan en la sede de Cruz Roja en Cuatro Caminos, Madrid, en la calle doctor Santero. Alrededor de esa casita de ladrillo típica del neomudéjar de los años 20 cada día veo crecer las colas de personas de toda condición que acuden a solicitar ayuda, alimentos, orientación. Personas que de la noche a la mañana se han quedado sin trabajo, sin dinero y sin más futuro que el día eterno que tienen por delante.
Pero a ellos no les atiendo yo: a mí me han metido en las URS, las unidades de respuesta social, las de la furgoneta. Tenemos dos. La buena, la eléctrica, que es enorme y en ella caben un montón de cajas. Y la menos buena, que se queda sin batería a veces, es más pequeña y tenemos que jugar al tetrix para encajar todos los lotes, que cada día son más numerosos. Hay veces que nos toca primero ir al supermercado y hacer la compra con unas tarjetas prepago: a esta familia tanto; a esta más, que hay dos niños pequeños; este, menos, que está él solo, y a estos, que son musulmanes, nada de cerdo.
Recorres los pasillos del supermercado en busca de las ofertas. Porque hay que estirar el dinero al máximo y no olvidar lo necesario: el aceite, las patatas, algo de carne, verdura y mucha fruta fresca. Yo siempre meto de extranjis alguna golosina, chocolate, unas galletas.
Un día hay yogures con descuento. Otro, un dos por uno con las lentejas o los garbanzos, o con las latas de atún y los frascos de espárragos. Luego toca hacer cola frente a las cajas y numerar todas las bolsas para no confundir unos pedidos con otros.
"Quedarme en casa no va conmigo"
Un poco más adelante os contaré más cosas acerca de mi nuevo día a día. Ahora volvamos al inicio de todo esto. ¡Me queda tan lejos! Aquello de “estado de alarma” lo repetían los altavoces del aeropuerto de Gran Canaria. La gente se agolpaba en los mostradores. Yo me decía: quiero regresar a casa. Porque quedarse en casa era la nueva consigna, la otra frase que unida a la de estado de alarma saltaba de móvil a móvil, envueltas las dos en cientos, miles, millones de tuits y mensajes al teléfono.
Yo ya intuía entonces que lo de quedarme en casa lo llevaría de aquella manera. Me gusta estar solo, a mi aire, pero cuando yo lo decido. Quedarme en casa por obligación no va conmigo. Yo, que soy el peor de los enfermos, que no paro quieto, que cualquier excusa es buena para salir a las calles a enredar, a mover un poco el bolso. Salir a las calles a mirar y a que te vean. El ser humano, para serlo de verdad, necesita ver su reflejo en el espejo de los demás. Los primeros días fueron relativamente fáciles. Creo que todos somos un poco niños pequeños a la hora de vivir nuevas experiencias. Te propones horarios. Escribes listas de cosas que nunca puedes hacer.
Te pones a llamar por teléfono y compruebas que no eres el único que exagera un poco su nivel de sacrificio, de altruismo, de resignación. Todavía no sabíamos que esto no era una broma. Todavía no sabíamos que perderíamos la noción del tiempo y que por el camino perderíamos a tantas y tantas personas queridas. También perderíamos trabajos, ilusiones, proyectos. Perderíamos el futuro para anclarnos en un presente tan desolador como estéril. Un presente amarrado a la peor enemiga de la cordura humana: la incertidumbre.
La cantante de orquesta y las dos ancianas marroquíes
Y así, de esa sensación de no saber qué ocurrirá mañana, empezamos nuestras rutas.
Ahora recorremos todos los barrios del oeste de Madrid, desde el Pilar y Tetuán hasta Lucero y toda la ribera del Manzanares. También Gran vía. Y las Cavas. Y la calle Silva.
En uno de esos portales descubrimos a una anciana sin una pierna, olvidada en un hostal como quien se olvida una maleta. Lo único que se atrevió a decirnos es que por qué traíamos tanta comida, que ella no necesitaba tanto, que seguro había gente que lo necesitaba mucho más que ella.
Cerca de allí, en la zona de Los Mostenses, otra voz nos gritó al otro lado de la puerta que lo dejáramos todo en el umbral, que estaba infectada, en cuarentena, y que había sido muy guapa. Con un palitroque, y a través del hueco de la mirilla, nos alcanzó una fotografía de sus tiempos como cantante de orquesta: Estuve por toda Suramérica con mi marido, Paco, que era el saxofón.
Y aquellas dos hermanas de la calle Ávila que vivían en la carbonera y que ninguno de los vecinos conocía porque ninguno de los vecinos sabía que alguien había alquilado la carbonera. Las cajas de comida las metimos a través de la trampilla que había a ras de suelo: Así no ensuciáis el portal, nos dijeron los vecinos.
Y aquella madre de familia del barrio del Pilar. Mientras firmaba el recibí se quedó un momento mirando a la nada y reflexionó en voz alta. Hace unos meses era socia de la Cruz Roja y cada mes mi banco me cargaba el donativo de la cuota. Nunca pensé que un día sería yo la que recibiera vuestra ayuda.
A los portales salen madres con niños. O maridos y padres tristes, resignados porque notas que les avergüenza tener que recurrir a Cruz Roja sabedores que, si pudieran, habrían traído unos euros a casa como cada día. Pero no. Este virus ha traído a la dolorosa superficie de la realidad esa economía sumergida que todos queríamos creer que era una fantasía.
Recuerdo aquella tarde de lluvia, viento, granizo. Íbamos con la furgoneta pequeña, la de batería, que se estaba muriendo, y el gps te mandaba a Burgos cuando debías ir hacia Atocha. Paré un taxi y nos fue abriendo camino para llevarnos puntuales a cada uno de nuestros destinos. Al acabar, cerca de La Latina, el taxista, Pedro, no quiso cobrarnos la carrera. Mi mujer trabaja en el Primero de Octubre. Esa fue su explicación. No hizo falta decir nada más.
Hay veces que tocas al telefonillo y te responde una voz, y luego otra, y luego otra de más allá que pega una voz hacia el interior hasta que por fin alguien dice sí, soy yo. Es uno de los tantos ‘pisos patera’, pisos unifamiliares en los que en cada cuartucho malviven tres, cuarto, cinco personas, con un baño en común.
Bajan al portal y se identifican con una fotocopia de una fotocopia de un documento caducado y expedido no se sabe muy bien dónde. Son ‘pisos patera’ para personas patera, a la deriva, cuya llamada a Cruz Roja es su último intento para no naufragar definitivamente.
Pero, sin duda, lo que más me impresionó fue la entrega en una de esas casuchas que desafían al paso del tiempo amarradas a uno de los cerrillos que rematan la Avenida de Asturias. Era un cuarto piso sin ascensor, con la escalera de madera que crujía al pisarla. Tras llamar varias veces al timbre, la puerta se abrió a un mundo que pensé que sólo existía ya en los museos o en los libros de historia. Todavía me pregunto cómo esas dos hermanas marroquíes, que entre las dos sumarían casi 200 años, que apenas acertaron a decir gracias en castellano, habían terminado ahí. Es decir, aquí, en Madrid, a escasos kilómetros de mi vida de ensueño y glamour.
Hoy no sé si soy diferente. Seguramente, no. Sé que no me he vuelto loco. Sé que, como me dijo Elena, no he vuelto a tomar ansiolíticos porque yo, Lorenzo Caprile, no tengo ningún motivo ni para la ansiedad ni para la incertidumbre. Lo que si sé, y lo sé con absoluta certeza, es que en unos días regresaremos a una normalidad muy diferente a la que dejamos atrás hace muchas semanas.
Como sociedad nos va a tocar hacer un ejercicio muy serio de reflexión acerca de cómo vamos a gestionar el futuro de todos nosotros. El futuro de la humanidad. Somos mucho más vulnerables de lo que pensábamos. Pero al mismo tiempo me digo: Cruz Roja estará siempre ahí, dónde y cuándo la necesite.