Vicente Galbis creó su empresa huyendo de la Guerra Civil, pero se valió de ella para prosperar. Nació en Canals (Valencia) en 1906. Cuando llegó la contienda, sin ser él de muchos líos políticos, le tocó enrolarse en las filas republicanas. Tuvo que marchar al frente a combatir. Aprovechando un permiso, nunca regresó. La guerra le superaba. Vicente se escondió en un pozo que había en la casa que compartía con su mujer, Emilia. Oculto allí durante dos años, aguardó al final del conflicto bélico para volver a salir a la calle. Al verlo, sus vecinos le afearon la cobardía. Vicente cogió su carro y marchó del pueblo. Se fue a recoger metralla a Los Pedroches, una comarca cordobesa especialmente castigada por los bombardeos.
Así empezó la saga de los Galbis, que, tres generaciones después, ya son mucho más que unos orgullosos chatarreros. Hoy, la familia fabrica tanta malla para ganadería extensiva que en línea recta podría dar dos vueltas al mundo al año. Vicente y Emilia, los nietos del fundador, llevan a rajatabla un mantra que fija el rumbo de la empresa: hacer hasta del hierro mohoso un material aprovechable. Y en eso no hay nadie como ellos en España.
“¿Ves los agujeros de esta valla? ¿No te suenan? Son de los tubos de escape de los coches. Los compramos sin saber qué haríamos con ellos, pero a los ingenieros se les ocurrió reaprovechar este modelo que tiene mucha aceptación en el norte”, explica Vicente Galbis Valero, nieto del fundador.
“Imagínate la extraordinaria calidad de estas vallas, hechas con este material —detalla dándole varios golpecitos con los nudillos—. Ahora los clientes nos preguntan por ellas, pero ya no tenemos más. ¿A ver de dónde volvemos a sacar estos tubos?”.
Pasear por el vastísimo almacén de Mallas Galbis es toparse con un sinfín de productos para el sector ganadero hecho de materiales reutilizados. A escasos metros de las vallas hechas de tubos de escape hay establos fabricados con los quitamiedos de segunda mano. En la chatarrería, de donde se surten, hay apiladas vías del tren, señales de tráfico y descartes de fábricas que algún día volverán a usarse de modo aún inimaginable.
“Ese es nuestro valor diferencial, que partimos de ser chatarreros. Si no pensásemos de esta manera, seríamos como cualquier otro”, reivindica Emilia, de 58 años, la otra mitad de la empresa que el año pasado facturó 9,4 millones de euros. El beneficio neto fue de un 4%.
- ¿Y qué define la mentalidad de un chatarrero?
- El chatarrero de hoy se dedica a comprar y vender chatarra. Cuanta más compres y más vendas, más dinero sacas. Y cuanto más rápido, mejor. Pero la política del chatarrero antiguo era otra: comprar, intentar aprovechar la chatarra para darle un valor añadido, y vender todo lo inútil al mejor precio posible.
Los Galbis vienen defendiendo lo que ahora se conoce como economía circular desde hace décadas. Ese concepto, tan de moda hoy, ya lo aplicaba primero su abuelo y después su padre cada vez que encontraba chatarra con la que trabajar: reconvertirla es siempre preferible a llevarla a la fundición. “Porque fundido podemos obtener 20 céntimos por kilo, mientras que reutilizándola le podemos sacar mucho más”, asegura Vicente.
La batalla de Pozoblanco
Para los nacidos en Pozoblanco, el municipio cordobés en el que se asienta la empresa, los Galbis son los chatarreros, un oficio del que no reniega la familia, pero que no describe fielmente lo diversificada que está hoy la compañía que creó su abuelo.
“Mi abuelo llegó aquí después de hablar con una prima suya, también chatarrera, pero de Albacete. Le dijo que se fuera a Pozoblanco, que había sido muy castigado en la guerra”, recuerda Emilia.
Pozoblanco cayó en manos del bando sublevado un día antes de caer Madrid, el 28 de marzo de 1939. En el puerto de montaña de Calatraveño se fijó uno de los frentes, activos hasta el final. La comarca fue especialmente castigada durante la guerra. Allí, tropas republicanas defendieron su posición conseguida el 16 de abril de 1937 en una de las batallas más destacadas de los frentes de Andalucía. No consiguió fama, al coincidir con la famosa batalla de Guadalajara.
Muchos de los vecinos de Pozoblanco se fueron, dejando el pueblo en la ruina y devastado por las bombas de la Legión Cóndor. El escenario, sin embargo, era el idóneo para Vicente Galbis y para muchos otros que vieron en la metralla una oportunidad de prosperar. “Aquí hay muchos ancianos sin dedos en la mano porque se dedicaban a recoger las bombas y muchas les explotaban”, apunta el nieto.
En la familia hay una anécdota al respecto. Cuentan que el abuelo Vicente, cuando veía munición que podía estar sin detonar, la echaba a un pozo. “Para quitar el peligro”, apuntan. Fue así, año tras año, hasta que un día se presentó un mando militar asegurando que la familia escondía un polvorín. “Un arsenal en Pozoblanco que por poco no le cuesta la cárcel al abuelo, menos mal que tenía muchas amistades que lo sacaron del aprieto”, concreta Emilia.
A principios de 2019, los Técnicos Especialistas en Desactivación de Artefactos Explosivos (Tedax) recibieron el aviso de los trabajadores de la obra del nuevo Mercadona del pueblo. Habían encontrado una bomba de más de 50 kilos, 67 centímetros de largo y 15 de diámetro que los especialistas explotaron en el vecino municipio de Villanueva del Duque. Durante las operaciones hubo que desalojar a los estudiantes de un instituto de secundaria cercano. Una situación que ya se había repetido en el pasado.
La empresa ha estado vinculada desde su creación a tres Vicente Galbis. El primero se apellidaba Morales de segundo; su hijo, Arnau; y su nieto, Valero, el más pequeño, que no conoció a su abuelo. Su hermana Emilia, la mayor de cinco, sí compartió siete años de vida con el fundador de la empresa familiar.
Un “artista” muy emprendedor
Emilia lo recuerda como un hombre bajito pero con carisma. Siempre enchaquetado. Al primer Vicente Galbis le gustaba ir al casino y echar sus partidas. Para la familia de su mujer, agricultores de Valencia, siempre fue “el artista” al que tenían por bohemio por dedicarse a vender loza o dátiles en las plazas de los pueblos. O por montar un cine en la plaza de toros de Pozoblanco, en la que décadas más tarde moriría Paquirri.
Vicente era caprichoso para la época, le gustaba ir al mercado y comprar todo tipo de exquisiteces. Tenía mundo y cada año, por las fiestas, viajaba a su pueblo natal para visitar a la familia que allí dejó. “Alquilaba un coche y tardaba cinco años en llegar”, apunta su nieta. “Era muy cercano, no tenía enemigos, nadie le guardó rencor pese a su huida tras la guerra”, asegura. Tuvo cuatro hijos: Emilia, Vicente, Asunción y Josefina. Falleció a los 63 años.
A su muerte, fue otro Vicente el que heredó el negocio. “Ruinoso”, apostillan sus nietos. Vicente Galbis Arnau siguió al frente de la chatarrería, aunque la empresa pertenecía también a su madre. A su muerte, las hermanas le propusieron quedarse con la chatarrería en solitario. Él aceptó. “Así compró su libertad, ahora podía hacer y deshacer a su antojo”, explica Vicente hijo.
La ruinosa empresa floreció en la segunda generación gracias al talante atrevido de Vicente Galbis Arnau. Él fue quien pensó que con la chatarra podía hacerse material para los ganaderos. Creó un propio taller en el que reconvertía todo lo que podía.
“Mi padre estuvo muy solo, él necesitaba rodearse de la familia, tenía la obsesión de que todos sus hijos debían acabar allí”, explica Emilia, la mayor de los cinco hijos: Fausti, Maricruz, Vicenta y Vicente.
Sólo dos de los cinco hijos se dedican a la empresa. El resto se dedica a la docencia, al sector sanitario o al trabajo social. “Yo fui la primera y no me dejó estudiar —explica Emilia—, me necesitaba allí con él, por eso hice Formación Profesional de Administrativo”. “Yo estaba predestinado a trabajar en la empresa familiar”, apostilla su hermano Vicente, el menor, que estudió Empresariales.
Mallas Galbis, un hijo más
“Si sacabas malas notas, a currar; si las sacabas buenas, también a currar”, recuerdan ambos. “Necesitaba estar arropado por la familia, porque para él la empresa era como un hijo más, o más incluso”, apunta Emilia. “Sabíamos cuando iba bien o mal con solo mirarlo, porque, aunque él trataba de no involucrarnos en los problemas, sí sabíamos leer en sus estados de ánimo la situación económica”.
“Mi padre decía que el empresario que no se hubiese arruinado tres veces no era empresario”, asegura Vicente. También recuerda cómo a sus 18 años, en mitad de la crisis del 92, llegaron a su casa para precintarle el coche que su padre le había traído de Alemania.
“Era un escarabajo y yo mismo presencié cómo le ponían el plomo en un embrague”, apunta. O cuando tuvo que ir a Barcelona a buscar 200 millones de pesetas en letras de cambio para salvar la empresa.
Cuentan sus hijos que la empresa nunca tuvo una situación estable. Los dos, Emilia y Vicente, han vivido junto con su padre varias crisis. De la de principios de los ochenta a la del 92 o la reciente con el estallido de la 'burbuja inmobiliaria'. Ahora, la del coronavirus, aunque su padre ya no está para vivirla. Murió de un infarto hace siete años, con 78. No dejó ni un día de ir a la empresa.
De su padre hay varias frases que recuerdan. “Vender un artículo nuevo es muy fácil, lo difícil es vender cosas de segunda mano”. U otra, que se acabó convirtiendo en eslogan de la empresa: “Nuestros materiales duran más porque pesan más”.
Esta última todavía la usan con frecuencia sus hijos. La tercera generación ha sido la responsable del mayor crecimiento de la empresa, mucho más diversificada de lo que en su día fue. Ambos hermanos son mucho más que chatarreros. También regentan una tienda de artículos de jardín y han potenciado la venta online, que en los meses de confinamiento ha subido hasta un 60%.
Además, desoyendo otra de las recetas de su padre, son fabricantes desde hace cinco años en una nave industrial situada en Añora, un municipio que linda con Pozoblanco. “Mi padre decía ‘Comprarás y venderás, pero no fabricarás’, pero nosotros hemos decidido fabricar”, explica Vicente.
Así evitan cometer los errores de la crisis de 2008, cuando los proveedores se fueron a robarles clientes. Actualmente llegan desde la fábrica al consumidor final, unos 25.000 activos.
Y chatarreros. Que mueven al año unas 5.000 toneladas de metal proveniente de desmontes de fábrica y de subastas de Adif o del Ministerio de Fomento, nunca de minoristas. También de las mermas de su propia producción.
Su precio, que ronda los 20 céntimos el kilo, fluctúa en función de varios factores. Desde la demanda del consumo, el estado del sector de la construcción y los aranceles que la Unión Europea pone a potencias competidoras como Turquía, India o China. Vicente estima que bajará con la crisis del coronavirus, que de momento no ha afectado de manera severa a los Galbis.
“Como a todo el mundo, nos apetecía quedarnos en casa, pero decidimos trabajar porque debíamos trabajar y porque el ganadero necesita de nuestro trabajo”, defiende Vicente. “Pero lo hemos pasado mal, como todos, sobre todo cuando renegociamos con los bancos y los proveedores”, añade su hermana.
“La clave ha estado en la primavera, que ha sido muy buena para los ganaderos. Si hubiese sido mala, hubiesen tenido que gastar en alimento y no invertir en nuestros productos, en nuestros cerramientos, bebederos, comederos, cepos…”, razona Emilia.
Es en ese sector en el que los Galbis son líderes y una referencia nacional. Sobre todo, en la ganadería extensiva, que se da tanto en la dehesa que prolifera en el valle de Los Pedroches. Más allá de esto, Mallas Galbis está en una posición destacada como empresa de trefilería, o el negocio de convertir el alambre en mallas. Actividad en la que sólo suman cuatro años de experiencia. Anualmente fabrican 2.000 toneladas de malla, el equivalente a unos 200.000 kilómetros en línea. Unas dos veces la circunferencia de la tierra.
“Somos chatarreros y estamos orgullosos de nuestros orígenes”, ratifican los hermanos Galbis. “Hemos convertido esa imagen negativa o ese sentido despectivo en algo positivo. Porque gracias a nuestros equipos de ingenieros hemos conseguido hacer con i+D+I, ingenio, destreza e imaginación, hacer productos que duran porque pesan más, y que además cumplen con el estándar”, zanja Vicente.
- ¿Habrá una cuarta generación de Galbis chatarreros?
- [Emilia]. De momento, de los tres hijos que tenemos cada uno de los hermanos, sólo una trabaja en la empresa. Estudió Traducción, pero lleva un tiempo con nosotros y cada vez está más implicada. Mis dos hijos van por otro lado, docencia y medicina. Los de Vicente tienen cinco, diez y doce años. Es pronto. Pero claro que nos gustaría que Mallas Galbis tuviese una cuarta generación.