Es todavía por la mañana, en horario del primer café, cuando Carlos, encargado de un bar en la castiza calle de Toledo de Madrid, levanta la persiana. El gesto, el de arrancar su negocio un día más, lleva 17 años haciéndolo de continuo. Pero, desde que la Covid-19 apareció, ha tomado un significado diferente.
“Es todo imprevisible: ahora, más”, sonríe, con la camisa blanca arremangada y un sol de justicia nublándole un poco la vista. Este hostelero tiene pocas certezas a las que agarrarse para tratar de planificar el nuevo curso, con la vuelta de las vacaciones, sí, pero con una pandemia que, a ratos, parece descontrolada y con la incertidumbre que eso genera.
Aunque sí hay algo en lo que confía a ciegas para intentar sortear la ola que se viene con su restaurante: el menú del día. Esta combinación de platos, creada por Franco e inspirada en la tradición de Francia, país vecino, forma parte del ADN indiscutible de la gastronomía patria y congrega, diariamente, a cientos de ciudadanos a su alrededor.
Por eso, en la época del teletrabajo, de las oficinas vacías, de las medidas de restricción, de permanecer en casa, del estar en la calle lo menos posible, de cuidar los contactos y las distancias al máximo, cuando se podría pensar que estamos viviendo la agonía de esta fórmula, EL ESPAÑOL recorre los establecimientos con los diez mejores menú del día del centro de la capital de España, o al menos, a los que los madrileños continúan recurriendo.
Tan queridos, tan apreciados, que, pese a las circunstancias actuales, seguirán reuniendo a parroquianos habituales para que les den de comer. Siempre por un precio de entre 10 y 15 euros, dependiendo del momento de la semana.
Su historia viene de lejos. A mediados del siglo XIX las fondas empezaron a servir varios platos a un precio fijo y económico, según cuenta Pérez Galdós en Montes de Oca (1900). Pero su precedente directo es el menú turístico que impuso el Ministerio de Información y Turismo de Manuel Fraga en los años 60. Al principio el menú despertó controversia –toda la que permitía el franquismo– pero ha durado sin demasiadas alteraciones hasta hoy.
Clientes que se conocen entre sí
Es mediodía. El trasiego típico de turistas, guiris y nacionales, por la calle de Toledo, a espaldas de la Plaza Mayor de Madrid, ha desaparecido. El centro de la ciudad, siempre copado, a momentos parece un pequeño pueblo. Tan sólo se asoman a las aceras vecinos y trabajadores en negocios aledaños. Son los clientes que optan por el menú del día: primero, segundo, bebida y café o postre. Y a seguir con la jornada.
“Aquí, realmente, lo que estamos es haciendo barrio”, confiesa Teresa, cocinera del restaurante Los Tiernos. El último menú que ofrecieron constaba de potaje de garbanzos, ensalada de chipirones, tomate y berros o croqueta de morcilla y pera, de primero; bacalao con tomate, roastbeef a la gallega o mousaka vegetal, de segundo; cremoso de albahaca y miel, mandarina o crep al licor y canela de postre. En total, 10’50€. “Sin los hosteleros, los barrios de Madrid mueren un poco”. Por eso, ellos han redoblado su apuesta por la fórmula desde que pudieron volver a abrir. “Desde que empezamos con el menú viene siempre gente asidua del barrio, abuelines, obreros”.
Ellos antes daban en torno a medio centenar de menús cada día. “La gente se conocía entre las mesas: no es clientela de paso. También había, claro, pero apenas. La gente busca algo rico y asequible, y salir de casa”. Por eso, desde su local se muestran positivos. Saben que su público sigue ahí: tanto, que se han puesto en contacto con ellos durante la pandemia para interesarse y conocer si estaban bien.
Una situación similar a la que vive Patricia, la segunda encargada de Martina Cocina, en la plaza del Cascorro. Sin rastro y sin turismo, su verano es el más diferente de los últimos años. La bajada ha sido considerable: han pasado de dar de comer a “mínimo, un 30% menos” de clientes. Un día laborable de agosto tiene el local prácticamente vacío de no ser por la terraza, sin mesas libres. A pesar del calor aplastante y que tan sólo está climatizado el interior.
Para este jueves, daban a elegir entre ensalada de fruta y patata, sopa fría de sandía o revuelto crujiente de jamón con guistantes. Después, pescado con salsa de almendra y zanahoria, fideuá de ternera o calabacines gratinados con bechamel. Bebida y café o postre. En total: 10'90€.
El menú: lo que más ayuda
“El menú es nuestra arma de destrucción masiva”, ríe. “Lo hemos tenido siempre y ahora lo hemos implementado también los findes: no solamente hace la supervivencia, sino que es un pilar muy importante para que podamos seguir. Es lo que más nos puede ayudar”. Porque, aduce, hay lo que ella llama clientes fijos de menú: gente del barrio y, sobre todo, trabajadores de la zona.
Cobijados bajo una buena sombra cuando el termómetro de una marquesina cercana marca 37º grados están los clientes de otra terraza de una plaza cercana, a un salto de la catedral de la Almudena. Es Delic, en la Costanilla de San Andrés. Es el único local de esa zona que ofrece menú del día. “Ni puñetera idea de lo que va a pasar”, sonríe Lourdes, la jefa. “No sabemos cómo vamos a afrontar septiembre, aunque si hay vacuna hay más alegría”. En su pizarra, farfalle con pesto y tomate o gazpacho, de primero; solomillo de cerdo agridulce o tacos vegetarianos, de segundo, y tarta o café para terminar (12’50€).
Ella introduce un nuevo factor en la ecuación en la bajada de facturación: el tiempo. “El calor salvaje que ha hecho en julio y que está haciendo en agosto no ayuda nada a que la gente se anime a salir a comer”, indica. “El menú siempre nos ha ayudado. Y vamos a seguir con él. Somos optimistas, no nos queda otra”.
"Parece que el virus son los bares"
Orlando Fives, propietario de uno de los restaurantes que más gente suele congregar en la mítica plaza de Tirso de Molina, se muestra escéptico al respecto, a pesar de que no paran de llenársele las mesas de la terraza de La Parrilla de Galicia, y que la cocina está a pleno rendimiento. En esta jornada hay ensalada de la casa, tempura variada de verduras, paella mixta o gazpacho; entrecote de vaca gallega a la parrilla, calamar plancha, huevos rotos con morcilla de Burgos o lubina fresca a la plancha. Además, bebida, pan y postre (12€).
No puede dejar de mostrarse crítico, mientras con el otro ojo controla, de soslayo, que todo siga su correcto funcionamiento en el local. “Esperemos que la gente vuelva a los bares. Nos ha bajado un 70% las ventas en este local. El Ayuntamiento de Madrid nos está destrozando con los horarios. Eso de cerrar a la 1 nos mata… El virus parece que sale a las 12 de la noche. Nos está arruinando a la hostelería”.
Para él, que regenta un total de 20 negocios por el centro de Madrid, el menú es la “herramienta básica para paliar un poco los gastos”. “Si no tenemos menú ya... La economía de la gente no da para comer a la carta. Los trabajadores, en general, todos se adaptan al menú. Ahora incluso hay familias que quieren compartir el menú del día”, comenta, mientras corta la conversación para dar instrucciones y que los camareros acomoden a una nueva pareja que acaba de llegar al restaurante.
Persianas bajadas y poca actividad
Lo cierto es que, tal y como la totalidad de hosteleros consultados explican, cada vez que entra un cliente dispuesto a tomar algo más allá de la bebida es un pequeño milagro. Lo atestiguan todos los locales con la persiana bajada, que han convertido lo que antes era un hervidero de bares y tabernas compitiendo por ser el que más consumidores pudiera atraer en un pequeño páramo en el que ni hay mucha demanda ni tampoco demasiada oferta.
Un ejemplo: la clásica calle de la Cava Baja, en el barrio de La Latina, donde, a la hora de comer, tan sólo hay un par de negocios abiertos, que ni siquiera ofrecen comida, en toda la sucesión de establecimientos. Ni el icónico Casa Lucio se ha animado a reabrir, de nuevo, tras la pandemia. Los mantones de manila que lucen en el barrio tras sus verbenas populares -canceladas, claro- parece que adornaran un escenario vacío, sin función.
“Parece que somos los creadores del virus”, suspira Orlando. “Y, mientras, el metro abarrotado, los buses... Pero el problema es la hostelería”, ironiza. “En el centro no hay nada de turismo, a muchos ni siquiera les sale a cuenta abrir. Nos han reducido los horarios, pero impuestos, ninguno. Los locales, cerrados dos meses... Y ni ayudas a autónomos y empresas”, se queja.
¿La muerte del menú del día?
Encontrar un menú del día no es fácil en los tiempos que corren. Ya lo proclamó a los cuatro vientos Ferrán Adrià en 2009, cuando ni siquiera se podía oler lo que era el coronavirus. El menú del día, tal y como se entendía, había “muerto". Era difícil encontrar unos platos suculentos a buen precio, creía, y serían fagocitados por la comida rápida y las tapas de baja calidad.
Pero hay mohicanos que aguantan, más de una década después. Irreductibles hosteleros que, como en Astérix y Obélix, resisten, todavía y como siempre, al invasor.
"Desde 2012 no se pueden hacer predicciones", cree Carlos, el jefe del restaurante San Bruno. “Sobreviviremos. Si hemos pasado la crisis… Esperaremos a que todo esto se solucione rápido”. Ellos ofrecían este jueves lentejas caseras, espaguetis boloñesa, revuelto de acelgas, ensalada griega o gazpacho, de primero; filete con patatas, albóndigas, conejo al ajillo, tortilla de chorizo o mero a la naranja, de segundo, postre o café (11€).
Aunque las cifras han cambiado radicalmente y no han remontado desde el boom del ladrillo. “Desde 2003 a 2012, hacíamos 80 o 100 comidas diarias. De entonces para acá, como unas 50. Y, después de la pandemia, estamos ahora mismo entre 25 o 30 menús diarios”.
Saquen la calculadora y echen unas cuentas rápidas: en ese mismo local, que ofrece el menú a 11 euros entre semana, a 18 los sábados y domingos, se han pasado de hacer más de 1.000 euros durante sólo un mediodía a hacer 700, con mucha suerte, durante la jornada completa. “El mejor día era el domingo, y ahora es uno más”.
En el restaurante La Muralla, un clásico de La Latina de siempre y que, a pesar de ser la una del mediodía de una jornada laborable reúne a una quincena de clientes, son más escépticos. “Es difícil prever porque no sabemos lo que va a llegar. La apuesta por el menú sigue desde el año 90 y seguirá siempre. Son comidas caseras y eso es marca de la casa. Los martes hay cocido; los miércoles, paella, y los jueves, lentejas. Son fijos y la gente lo sabe”, relata Tomás, el encargado. En esta ocasión: lentejas, huevos rellenos, ensalada de tomate, gazpacho o coliflor rehogada; costillas asadas, pollo al ajillo, lubina a la espalda, salmón a la plancha o salchichas con pimientos; postre o café (11€).
Trabajadores sin tiempo de volver a casa
Ya a esa hora se aprecia quiénes conforman el perfil del cliente de menú: son curritos. Albañiles, obreros, trabajadores diversos. “Antes consumían mucho más con los turistas que se dejaban caer: siempre había alguno que le gustaba lo que veía y se quedaba”, indica.
Se acerca la hora de comer y la parada de la jornada laboral y los restaurantes comienzan a animarse. Parece que la zona comienza a recuperar algo de brío. “Lo importante, al final, es lo de siempre”, cree Purificación, la propietaria de La Barca del Patio, un restaurante andaluz muy conocido desde que el periodista Carlos Herrera, conocido amante de la gastronomía, lo recomendó en sus redes sociales.
“Volverá poco a poco. Siempre que tengas buen producto, y te acoples a las circunstancias de la gente [ellos ofrecen la posibilidad de pedir medio menú, con un único plato en lugar de dos] y mantengas todas las precauciones, volverán. ¿Por qué te crees si no que nosotros tenemos el mejor menú del centro de Madrid?”, presume. En su pizarra: paella mixta, lasaña de espinacas y ricotta, ensalada de queso de cabra, salmorejo cordobés, gazpacho, bacalao brass o ensalada campera; espeto de sardinas, espeto de dorada, boquerones fritos, cachopo, lomo bajo de ternera a la parrilla o pollo al curry. Dos platos con postre o café, 12€.
Y, a tenor de cómo están las mesas de su local, parece que cabe lugar a la esperanza. El menú del día continúa, y no hay coronavirus ni teletrabajo que acabe con él. Al menos, de momento.