La misión del cabo Pozo en Líbano, el paracaidista de la bandera que chocó con una farola el 12-O
Se trata de una persona muy popular entre sus compañeros y rápidamente se sobrepuso al suceso. Este año no podrá repetir en el desfile, ya que trabaja en una misión en el Líbano desde el pasado mes de junio.
4 octubre, 2020 03:05Noticias relacionadas
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Fue justo ese. De tantos, de los cerca de 1.000 saltos que guarda en su haber, el que todos recuerdan es aquel en el que se quedó colgado de una farola. Esa descripción, la de pendular sobre mobiliario urbano como si fuera una broma, ya vale para saber de quién se habla. Luis Fernando Pozo. De profesión, paracaidista. Mito a su pesar. ¡Que vuelva a llevar la bandera este año! piden algunas voces. Pues no. Imposible. La sigue llevando, pero como parche en un brazo por los terraplenes de Líbano, un país que se deshace. Quizás para 2021. Si es que el mundo no se ha acabado antes.
Antes de convertirse en héroe nacional, el cabo primero Pozo (de 43 años) de la Brigada Paracaidista tuvo el honor de saltar a más de 500 metros de altura con la bandera española para aterrizarla frente al palco de autoridades que presidían el desfile del pasado 12 de octubre, Fiesta Nacional de España. Pero la cosa se enredó. Un golpe de aire fortuito le empujó hacia la farola y la solemnidad de la liturgia acabó con él siendo rescatado por una grúa del Ejército, bajándole a la tierra que, seguramente, esperaba que le tragara.
Lo que vino después fue su contención a punto de llorar mientras Felipe VI y Letizia Ortiz se interesaban por su estado, los chascarrillos de los que nunca se han visto en una así y el apoyo de una sociedad que se solidarizó con él a unos niveles nunca vistos. Tenía algo de héroe de tragedia griega, de dios humanizado a través de sus fallos, y despertó la solidaridad. En algún momento de la vida, cualquiera podría ser ese paracaidista que se quedó colgado de la farola. “Estaba cabreado porque estaba preparado y fue un error. Lo pasó mal. Se echaba la culpa”, cuenta a EL ESPAÑOL su amigo Paco Sanmartín.
Ahora ha pasado un año de aquella.
Robándole a Sabina, la vida siguió como siguen las cosas que no tienen mucho sentido y Luis Fernando Pozo ha seguido saltando. En este año que transcurrido ha vuelto a llevar la bandera en otros saltos, ha luchado contra la Covid-19 en el marco de la Operación Balmis, en esa primera ola que ahora resucita, y a finales de junio cogió un avión en el Adolfo Suárez-Madrid Barajas para ir a Líbano, país que conoce bien. Su labor ahora, como casco azul de la ONU, es evitar que Hezbolá y el Ejército de Israel se maten a tiros. No es poco ambiciosa, los 15 militares españoles que han muerto en esa misión dan fe de ello.
Mientras tanto, en España, a miles de kilómetros de la misión libanesa de Pozo, se augura un desfile del 12 de octubre distinto a los demás. La creciente politización de la sociedad y el coronavirus -¿desfilarán los soldados con máscaras y guardando la distancia de seguridad?- jugarán sus cartas. También Felipe VI, que cada vez se ve más apartado de su figura como jefe de Estado, anda un poco en el aire. ¿Pitarán al Gobierno por su gestión de la pandemia o será el Gobierno el que pite al rey? Ahora que hacen falta héroes, Luis Fernando Pozo no está.
Fiel a su iglesia
Aunque nació en Cáceres, el 6 de mayo de 1977, Luis Fernando Pozo Dionisio es en realidad mostoleño de adopción. Hasta la localidad madrileña migraron sus padres cuando él todavía era un niño y ahí ha desarrollado el resto de su vida. Fue también al colegio en Móstoles y ahí le cayó el mote con el que todavía le conocen sus allegados: Champú. “¡Anda, si es Champú!”, exclamaron algunos amigos aquel día que le vieron colgado de la farola. Sabían que le tocaba llevar la bandera, se lo había dicho a muchos, pero no confirmaron las sospechas hasta que le vieron a punto de romperse, sin casco, frente a los reyes.
“Sus padres son extremeños pero él lleva aquí, en Móstoles, desde siempre”, explica su amigo Paco Sanmartín, Paquito, miembro de la peña Saniquete de la que el cabo primero Pozo es miembro desde hace al menos 25 años. Ahí ha ejercido hasta de vocal. “Es una persona afable, muy chistoso y extrovertido, es alguien fenomenal”, apuntala Sanmartín. “Aunque tengo más años, le recuerdo desde siempre porque era un miembro muy implicado en la iglesia. Nosotros somos una peña formada en su mayoría por gente católica y de derechas”, añade.
La iglesia a la que se refiere Sanmartín es una parroquia ubicada prácticamente en el centro de la localidad y que el cabo primero Pozo frecuenta desde que era joven. Es asiduo a las procesiones, a las homilías dominicales, a llevar la Virgen o el Cristo a hombros cuando hace falta. Y a pesar del paso del tiempo, a pesar de su vida como militar, nunca ha dejado de lado su fe. De hecho, su mujer, que trabaja a turnos en un supermercado de la localidad, y él siempre que pueden, llevan a sus dos hijas a la catequesis en la misma parroquia.
Huelga decir que es una persona muy popular. Ya lo era incluso antes del farolazo. La peña a la que pertenece tiene entre 500 y 600 miembros que se encargaron de abarrotarle el teléfono con mensajes de ánimo cuando sucedió aquello. Le grabaron hasta un vídeo por Navidad dedicándoselo y colgaron una foto de él, paradójicamente colgado de la farola, el día del incidente. También es asiduo a participar en las carreras de la San Silvestre mostoleña.
Y su popularidad también era tal en el ámbito militar, a pesar de la rigidez castrense. “Yo estuve en el grupo de lanzamiento y Pozo era encargado de la caseta de la patrona, en los festejos. Siempre estaba llena esa caseta y era por él. Hasta gente de fuera de la BRIPAC (Brigada Paracaidista) iba ahí porque es bastante conocido, por la persona que es”, explicaba a EL ESPAÑOL su amigo Jenner López, también militar, los días después del incidente.
Militar de carrera, el cabo primero Pozo lleva toda su trayectoria en distintas unidades de la Brigada ‘Almogávares’ VI de Paracaidistas, la BRIPAC. Actualmente, pertenece a la Compañía de Lanzamiento en la base Príncipe de Paracuellos del Jarama en Madrid. Todos los que le conocen en el ámbito militar resaltan que se trata de un gran profesional, por eso atesora varias medallas al mérito obtenidas en misiones en el extranjero, como la que está ahora. Esos galardones son muy difíciles de conseguir dentro de la brigada por el elevado número de personas que la forman.
Pero es que su unidad, la Bandera Roger Flor, ha estado desplegada por el Kurdistán, en el conflicto fratricida de Yugoslavia, en Afganistán, Malí y el Líbano, donde se encuentra ahora Pozo tras su paso por ahí mismo en 2016. “Ha estado en bastantes misiones y, cuando está fuera, su familia lo pasa relativamente mal”, explica Sanmartín, aunque ya se han acostumbrado a ese tipo de vida. “Hace muchas maniobras y viaja por ellas también, fuera de España, como a Estados Unidos. Siempre está con el Ejército por ahí dando saltos”, añade. Y es que, aunque no guarda la cuenta, debe rozar los 1.000 saltos y ha llevado la bandera hasta en 50 ocasiones, aunque sólo se recuerde una de ellas.
"Me he reído"
Aquel 12 de octubre de 2019 amaneció con el cielo encapotado. Y como de las nubes salieron los cabos primero Montoya y Pozo. La labor de Montoya era guiar a Pozo entre los edificios para aterrizar en la Castellana, frente al estadio Santiago Bernabéu. Sin embargo, y con todos los ojos pendientes de él, en su descenso Pozo pega un viraje repentino y se queda enganchado a la farola. Lo primero que se oyó fue un gran “Oh” ante la sorpresa, mientras Pozo dedicaba unos segundos a su resignación. A través de la visera de su casco se podía ver su cara de desconsuelo, en unas imágenes que estaban siendo retransmitidas en directo a todo el país.
Tras asimilar el golpe, Pozo empieza a intentar despojarse de la bandera. Unos soldados, que por su uniforme parecían de la Legión, se encargaron de recoger la enseña y seguir con el acto. El simbolismo era lo que más contaba, la bandera se debía izar en honor a los caídos por España y ni eso ni nada iba a estropearlo. Y mientras, ahí quedó Pozo, teniendo que ser rescatado por un VAMTAC del Ejército de Tierra, un vehículo ligero con grúa. De fondo, el sonar continuo de los aplausos que buscaban consolar lo inconsolable.
“Él me contaba que lo pasó realmente mal”, explica Sanmartín. “Lloró de la emoción y por ver cómo reaccionaba la gente, dándole tanto apoyo, al revés de como pensó que reaccionarían en un principio. Pero lo había hecho mal y se echaba la culpa a sí mismo”, añade. Sólo unos meses antes, el 23 de febrero, Pozo había sido el abanderado ante la reina Letizia cuando la monarca acudió a Paracuellos del Jarama a apadrinar el regimiento de élite al que pasaba a pertenecer él. Ese salto sí que cayó perfecto. “Ese 12 de octubre nadie metió la pata. Fue un salto muy difícil”, explica su amigo.
La BRIPAC inició una investigación poco después para intentar dilucidar lo que había pasado, ver si se trató de un fallo humano o no y, por supuesto, actuar en consecuencia. Esa investigación, habitual cuando se producen estos fallos, acabó esclareciendo que lo que perjudicó a Pozo no fue él mismo sino una racha de aire fortuita. Entre los edificios de la ciudad se pueden generar corrientes sorpresivas muy difíciles de atajar cuando se encuentra a tan poca distancia del suelo. Más aún cuando se lleva una bandera que pesa tanto y que complica la maniobrabilidad. Por eso Montoya saltó antes, para guiarle, pero no sirvió de mucho.
A pesar del mal trago, sus cercanos detallan que el cabo primero Pozo es una persona con un sentido del humor que no le cabe ni en el pecho. Tanto que cuando ya secó las lágrimas, cuando vio que todo el mundo hablaba de él, algunos incluso para reírse de manera ideologizada, él también decidió reírse de sí mismo. “Hombre que me he reído ¿cómo no me voy a reír, tío?”, le mandó por WhatsApp a su amigo Jenner López. “Hermano, todo correcto ¿crees que es el único talegazo que me he dado desde la última vez que me viste?”, le preguntaba.
La Covid y Líbano
Sin poder huir del todo de lo que sucedió -alguna gente aún se lo recuerda por la calle- Luis Fernando Pozo ha continuado a lo suyo, trabajando, desde aquel 12 de octubre marcado en su calendario. Tan sólo cuatro meses después de aquello, en España entró una cosa que parecía lejana y que, sin embargo, ahora imposibilita ver una vida sin su presencia: el coronavirus.
La BRIPAC a la que Pozo pertenece es una de las unidades del Ejército de Tierra que más involucrada ha estado en la lucha contra la pandemia en territorio nacional, especialmente en Madrid. Su labor, dentro de la Operación Balmis en la que se ha involucrado todo el Ejército, ha ido oscilando según las necesidades, concentrándose especialmente en el mes de marzo. Así, Pozo y sus compañeros han pasado de prestar apoyo a hospitales como el de Alcalá de Henares o el improvisado de Ifema, hasta desinfectar espacios públicos, trasladar fallecidos ahí donde no llegaba la UME y ejerciendo labores de vigilancia.
Pero ni siquiera se han centrado sólo en Madrid y también han estado en Toledo, Guadalajara, Cuenca, Albacete, Murcia y Valencia. Trazar los pasos exactos del cabo primero Pozo en estos meses convulsos es casi imposible porque la situación de caos general en todo el país ha obligado a los militares a irse adecuando a las necesidades de cada momento. Hoy, cargando muertos de Ifema al Palacio de Hielo de Madrid. Mañana, desinfectando aceras en un pueblo de Albacete. Pasado mañana, quién sabe. Y así hasta esta segunda ola que ya se nota con potencia, como si el bicho nunca se hubiera ido.
Pero en esta nueva oleada ya no se contará con la ayuda del cabo primero Pozo. “Yo estoy ahora mismo de misión en el Líbano desde el mes de junio y no tenemos fecha todavía de vuelta”, le escribía, este miércoles, el propio Pozo a una amiga de Móstoles. Y, en efecto. A finales de junio, Pozo abandonaba su querido Móstoles y se acercaba al aeropuerto Madrid-Barajas.
Ahí, un avión del Ejército le llevaba hasta el aeropuerto de Beirut y, por vía terrestre, se fue a la base Miguel de Cervantes, ubicada en la localidad de Marjayún, a 100 kilómetros, en un trayecto que se hace en unas dos horas en coche. La diferencia es que los militares tienen que andar con especial ojo en esas carreteras y la situación muchas veces obliga a aminorar la marcha, para andar al ojo de posibles ataques. Esta vez iban para relevar a la Legión.
España lleva en Líbano, integrada en los cascos azules de la ONU, desde 2006 encargándose de vigilar la frontera que comparten el país árabe e Israel, zona caliente y con numerosos estallidos de violencia. En estos 14 años han fallecido ahí 15 soldados españoles. El último fallecido en combate fue el cabo Francisco Javier Soria, en 2016, a raíz de un ataque de Israel. Ese 2016 el cabo primero Pozo, el protagonista de esta historia, estuvo ahí también. Y ahora vuelve. Y por eso no podrá llevar de nuevo la bandera el próximo 12 de octubre, aunque seguro que protagoniza algún chascarrillo entre sus compañeros libaneses.