Ya ha sonado la campanada, son más de las 00.00 horas, el viernes se ha convertido oficialmente en sábado y un chaval en el barrio de La Latina de Madrid empieza a negociar. “Sí, claro, yo tengo la casa aquí al lado”, balbucea. Su colega, y las dos chicas a las que ambos seguro acaban de conocer, observan detenidamente esta especie de baile de apareamiento argumentado con el BOE en la mano. “Es que se puede estar con no allegados hasta las seis de la mañana”, añade. “Yo me lío si tú te lías”, le dice una, jugona, a su compañera. “Venga, pues nos liamos”, colabora la otra. Y se lían. A unos metros de distancia, otro tipo intenta una estrategia parecida pero le sale mal. Le tocará dormir solo, respetando eso de la distancia de seguridad. Qué putada.
Esta historia, en realidad, comienza unas horas antes, a eso de las 19 horas de la tarde del viernes 18 de diciembre. EL ESPAÑOL recorre las calles (los bares) de Madrid a ver si es verdad eso que dicen. A ver si es verdad que se sale demasiado, como si ya nada pasara y eso del coronavirus fuera una cosa de 2020, mientras que ya casi estamos en 2021. Y un poco sí, así es. La noche dejará un reguero de abrazos, de conversaciones y cigarros sin mascarilla.
En su mayoría, además, los que protagonizan este intento de vieja normalidad son jóvenes. No todos, porque también está Mario Conde, que explica algo a un amigo, en el mercado de la calle Jorge Juan, y con afán indignado; cosas del azar que guarda Madrid, encontrarse a personajes así.
Pero al final la mayoría no pasa de los 40 años. Así que cuidado, abuelos. Es viernes y sus nietos lo están celebrando en grande para, dentro de unos días, pasarles la mayonesa de mojar el gambón con la misma mano que ahora levantan para decir “sí, al final serán dos ron con cola”.
Y es que ahora las matemáticas, como en el cole, dan miedo. Ya se sabe que el coronavirus puede tardar hasta 15 días en mostrar sus síntomas, en caso de que los haya. Así, uno que este viernes acerque su cara demasiado a la de su amigo, puede ir contagiado a la cena de Nochebuena y cantar línea, o ir contagiado también a la de Nochevieja y cantar bingo. Así, en cada caña, en cada abrazo porque sí, cabe el polémico eslogan que la Comunidad de Madrid ha colgado en el Metro y que, apelando a los jóvenes, dice: “Si sales de fiesta, quien se la coge es tu padre”.
Pero que nadie se engañe, no todo es culpa de los jóvenes. Aquí, el que decide, que en este caso es ‘la’ que decide y que se llama Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad, ha decidido este mismo viernes que los bares no se cierran en Navidad para no ahogar la economía. Y, por eso, esa chica de unos 28 años de edad que toma algo en una terraza de la calle Ayala, puede ahora ir al baño sin ponerse su mascarilla y matar esa idea tonta de que los ciudadanos son mejores que aquellos que les representan. Todo es pura armonía, un “como si nada” constante.
Por el barrio Salamanca
Ya van a dar las ocho de la tarde en la calle José Ortega y Gasset del barrio Salamanca y en nada se nota que este jueves Madrid se haya vuelto a convertir en la región con más incidencia acumulada de COVID-19 en toda la península. Unos jóvenes, en grupos de seis apurados al máximo, sin dos metros de distancia entre cada mesa, todos guapos y con pinta de recién duchados, degustan un marisco que seguro que está exquisito en el bar Marinete. El pasado 20 de noviembre, la Comunidad era la que menos incidencia tenía de España por cada 100.000 habitantes y ahora copa el primer puesto con 6.879 nuevos casos en los últimos siete días.
A pesar de que muchos ya están cenando, en realidad, aún es pronto. Los negocios siguen abiertos. Una mujer de origen chino le lima las durezas de los pies a una señora, otros caminan por la calle aún con las bolsas de la compra y el tipo del concesionario de Audi apenas está bajando la persiana.
Pero cuando un señor se acerca a la puerta del Stop 52 y le dice "Hola" al camarero y pide una mesa, éste le responde que “imposible”. “¿Y dentro?”, pregunta. “Nada, tampoco. Es que tengo un grupo grande dentro y ya se me ha complicado”, añade el barman, sintiéndolo mucho por rechazar a un cliente que ya conoce de otras.
En la calle sigue, no nos engañemos, la sensación de que ya nada es igual que antes. Pero, aún así, hay pequeños limbos, pequeños recovecos en los que es como si nada hubiera cambiado. Uno está en el restaurante Bienmesabe, cuya falsa terraza con los ventanales abiertos deja a los clientes fumar dentro, sin problema, y son pocos los que entienden que hay que salir para hacerlo. En el local de al lado, una tienda de muebles Schmidt, un rótulo anuncia “Una Navidad de locura”. Y tanto.
El otro limbo del barrio está en la calle Puigcerd, la del mercado de Jorge Juan, peatonal y dispuesta a lo que sea. Ahí se genera un pequeño microcosmos de da igual. Uno le pide un mechero a otro que no conoce, algo peligroso en estos tiempos que corren. En una terraza, Mario Conde, bufanda al cuello y cerveza a la mano, cuenta que hay algo que le parece mal a su colega. Y al final de la peatonal se desata una auténtica orgía de gotitas de Flügge, que son las pequeñas partículas de saliva que salpican sin quererlo cuando uno habla.
Intentamos entrar en el club de jazz del Amazónico, uno de los restaurantes más ‘cool’ -y caros- de la zona, y el portero dice que, sin reserva, nada. El fotógrafo dice que si puede pasar a verlo, que viene de fuera y no sé qué, y el portero dice ahora que “venga, y así preguntáis abajo si podéis”. Ya dentro, una muchacha con mascarilla dice que vale, pero que a las 21.30 hay que dejar libre la mesa porque tiene una reserva. “Es que en fin de semana y sin reserva…”, repite igual que su compañero de la puerta.
Dentro debe de haber unas 100 personas de las cuales sólo los camareros llevan la mascarilla puesta. Bajar por esas escaleras es como acceder a un Madrid prohibido para los mortales. Poca luz, alcohol y música: la santa trinidad del rebrote. Una banda de jazz estilo fusión ameniza la velada y la escena parece una ‘jam session’ sacada de los años de la prohibición.
Porque, allí afuera, todos los mortales andan con sus cosas de coronavirus, y aquí dentro se abre un nuevo mundo de mucha gente y diversión. Para aligerar lo que sucede en los manteles blancos, el tipo del escenario -con una mampara frente a su boca- canta el ‘Should I stay or should I go’ de los Clash.
Uno se pregunta qué pensaría Joe Strummer si levantara la cabeza para ver que su música se toca en un restaurante que sirve un rack de vaca vieja a 80 euros y en cuyo baño hay una mujer inmigrante cuya única función aparente es abrir la puerta al que pasa a mear. Pues pensaría que le han gentrificado el punk.
Eje Malasaña - La Latina
Siguiendo el recorrido, ya más hacia el centro de la ciudad, se aprende que de toda norma se puede hacer un apaño. Se ve que la COVID-19 no tiene por qué matar el juego. Así, una joven dice “me voy a echar un cigarro para no llevar la mascarilla” y un grupo de amigos se divide en dos mesas pegadas para no superar el límite de seis personas. En la plaza de Santa Bárbara, en el 100 Montaditos, una mesa tiene a seis personas sentadas pero a otras cuatro de pie en la misma mesa y también tomando algo. En la otra, otros seis y una séptima persona sentada encima de otra, para que no haya más de seis sillas.
A escasos metros de todo esto, El Junco, uno de los locales más míticos de jazz en Madrid, sigue sin abrir sus puertas desde que el ocio nocturno cerró en agosto. Es la otra cara de la moneda, la que duele. La que dicta que, según las cifras de Noche Madrid, un 25% de los locales de ocio nocturno de la ciudad ha bajado la persiana para siempre y que 25 locales al día lo han hecho durante el mes de noviembre.
Son ya las diez, una hora que antes era un medio-tiempo de edades, donde jóvenes que se echaban a la noche y mayores que ya se recogían se cruzaban por la calle. Ya no hay nada de eso. La gente mayor ya no está por ahí, ahora se guarda, y los jóvenes se dedican a eso que a veces piensan que nadie, ni el coronavirus, les puede quitar: la vida. Por eso, caminar por la calle Tribunal da pena. Porque un viernes por la noche se convertía en avenida y ahora, aunque aún guarda sus personajes, ya casi nadie pasa por ahí. Y por eso dos jóvenes hacen cola para entrar a la discoteca Barceló.
“El problema no son las discotecas, son los bares”, dice uno de ellos, con la mascarilla bajada. “Cuando te estás tomando la copa y te levantas, vienen los de seguridad y te mandan sentarte”, añade, hablando peligrosamente cerca. Aún con todo, no tardan en revelar su verdadero yo: “La gente se cansa. Los políticos pueden decir lo que sea, ya sea Santiago Abascal o Pedro Sánchez, pero la gente al final se cansa de todo esto. Ya cansa eso de que si hoy ha habido no sé cuántos muertos”... y lo dice con una ligereza que es para echarse a temblar. “Pero yo antes de ver a mi abuela voy a hacerme una PCR, eh”, apuntala.
En la plaza Pedro Zerolo no hay tantas mesas de terraza como antes pero algún botellón salva la noche a los incautos. En la plaza Dos de Mayo pasa lo mismo. En la calle de la Cava Baja, en La Latina, son las 23.30 y los bares ya empiezan a recoger las mesas de las terrazas y a darles a los aventureros vasos de plástico en los que llevarse la bebida.
En todos, menos en la taberna Casa Curro. Ahí la fiesta sigue. Intentamos entrar y se hace imposible por la cantidad de personas que hay. Sin mascarilla y a copazos de balón, la gente hace aspavientos para acompañar a la saeta flamenca que un par de chicos, guitarra bajo el sobaco, cantan. El camarero dice desde la lejanía y el ruido que ya no se puede entrar más. El camarero dice desde la lejanía y el ruido lo que le debería haber dicho a los 30 que entraron antes y que ahora revientan el aforo como si, de verdad, nada pasara. Y no es ningún problema, porque ya rechazados no tarda en llegar un tipo que dice “¿la última, chicos?” y abre una puerta de su bar para que se oiga el "marihuana y bebida” de Bad Bunny.
Cuando ya suena la alarma ficticia de las 00.00 de la noche, cuando ya la gente debería estar en su casa, es cuando empiezan a cerrar los bares y los demás se empiezan a buscar la vida. Unos se empeñan en la tarea imposible de conseguir un taxi. Otros, con más o menos suerte, intentan seguir las fiestas en sus casas. Los hay que ya van con bolsas cargadas de botellas y algunos piden al chino que les vuelva a abrir la tienda para comprarlas. Y lo consiguen, convincentes ellos. Otros, simplemente, se abrazan y se desean “feliz Navidad”. A ver si es verdad.