2020, España en cuatro palabras: muertos, paro, hambre y soledad
De aquel primer positivo de un turista alemán en La Gomera a los miles de muertos: repasamos minuciosamente el año de la Covid y el rastro que ha dejado en nuestro país.
27 diciembre, 2020 02:01Este draconiano 2020, en España, no empezó a la vez que el primer día del año, tras las campanadas, los abrazos al peso y las fiestas de Nochevieja. En realidad, arrancó tarde, casi un mes después, la noche de viernes del 31 de enero y en la localidad madrileña de Majadahonda. Hasta ahí, donde se encuentra la sede del Centro Nacional de Microbiología, habían viajado 17 muestras sospechosas de infección por un nuevo virus y fue una de ellas, sólo una, la de un turista alemán que andaba de paseo por La Gomera, la que escribía con una mano “feliz año nuevo” mientras calentaba la otra para abofetear a todos en la cara.
Ese día, esa noche, se confirmó el primer caso de coronavirus en España. Arrancaba así un año que ahora se puede resumir en cuatro palabras: muertos, paro, hambre y soledad.
La pesadilla de ahora se veía muy lejana en enero y las noticias del siguiente sábado recogían las palabras de un Ministerio de Sanidad que comunicaba que “el riesgo de que la epidemia se extienda por España sigue siendo muy bajo”. Entonces, eran los corresponsales en China los que hacían el agosto enseñando la desolación del confinamiento en la ciudad de Wuhan. Las imágenes mostraban arterias de ciudad absolutamente vacías, negocios que bajaban la persiana para no volver a subirla nunca y gente en casa, pasándolo mal.
Desde España se observaban esas imágenes como a través de una ventana, como quien asiste a un espectáculo del Zoo: fascinado pero ajeno, protegido del león por la distancia y la jaula. Cuando se detectó el primer caso de Covid-19 en España, la enfermedad ni siquiera se llamaba así. Era la neumonía de Wuhan o, directamente, coronavirus y los médicos no sabían absolutamente nada sobre ella. Menos aún los ciudadanos. Resuenan esas palabras del periodista Lorenzo Milá cuando en febrero dijo que “chico, parece que se extiende más el alarmismo que los datos”. Su error fue un poco el de todos. Si sólo entonces se hubiera intuido…
No todos los años disponibles en el calendario optan a quedar marcados en rojo y para la posteridad. 2020 sí. A la gente se le han muerto los seres queridos, sabiendo que decían adiós pero sin poder despedirse de ellos. Las pistas de patinaje sobre hielo, que estas fechas estarían repletas de novatos cayéndose de culo, se han llenado de ataúdes. Los niños no han podido ir a clase, los jóvenes no han ido a la universidad. Los autónomos han cerrado sus negocios y los trabajadores por cuenta ajena han acabado en ERTE o viendo cómo despedían a sus compañeros. La gente ha pasado y sigue pasando hambre, ha aplaudido a las 20.00 y ha cumplido años en soledad, soplando las velas por videoconferencia.
Y todo empezó con ese primer positivo del 31 de enero. El turista alemán de La Gomera había estado, en su país, con gente que había sido contagiada en una charla de empresa, impartida por una ciudadana china cuyos padres habían visitado Wuhan unos días antes de ir a verla a ella a Shanghái. Todo eso, en sólo dos o tres semanas. Ahora, España registra más de 1,7 millones de contagiados y los muertos ya llegan a los 49.000.
Pero esa es la cifra oficial. Sin embargo, los análisis apuntan a que, en realidad, son muchos más. El propio Instituto Nacional de Estadística ha detectado este 2020, a fecha del 22 de noviembre, la última cifra disponible, un total de 70.717 muertes más que en 2019. La principal explicación sería la Covid-19.
Durante los primeros meses se empezó a saber, un poco a cuentagotas, que se trataba de una enfermedad infecciosa en la que el daño, curiosamente, no lo hacía tanto el patógeno en sí como las defensas del propio organismo al intentar deshacerse de él. Es lo que los científicos -y algunos ciudadanos reconvertidos en expertos- llamaron la tormenta de citoquinas. Durante esos meses, se utilizó el prueba y error para intentar curar la enfermedad, con más buena voluntad que éxito científico.
Tras el primer contagio, el mes de febrero pasó como una suerte de limbo. El 9 aparecía el segundo caso, el 12 se cancelaba el Mobile World Congress y se oían los comentarios que decían eso de que estos chinos eran unos exagerados. Un día después, el 13 de febrero, moría en Valencia el primer positivo, pero no se supo hasta el 4 de marzo, cuando se echó la vista atrás. El 23 de febrero, ajeno a todo ello, un gitano de La Rioja y con afición al cante, Fernándo Pérez, de 52 años de edad y apodado Camarón, se fue a un funeral de un familiar en Vitoria. Y entonces… Entonces llegó marzo.
El marzo sangriento
Fue el 1 de marzo cuando Camarón acudió al Hospital Santiago Apóstol de Miranda de Ebro. 11 días después de los primeros síntomas de Pérez, en la ciudad riojana de Haro, donde se había cebado con especial virulencia el brote del que fue paciente cero, la regidora de la tahona La Vega comentaba a EL ESPAÑOL que empezaba a notar que su negocio peligraba.
“No sé cómo vender el pan, porque es un producto del día. Todavía no tengo claro cómo responder a esta situación”, decía. En el hotel que seguramente es el más bonito de la ciudad, Los Agustinos, el recepcionista maldecía porque unos británicos habían cancelado su reserva. Era la enésima cancelación.
-¿Hoy cuántas van, jefe?
-Hoy cinco… -respondía, antes de la hora de comer.
Todo, entonces, sonaba a novedad. “¡Qué juntas vais!”, le gritaba una señora a otras dos en la plaza de la Paz de Haro. “¿No veis que ahora no se puede estar tan juntos?”, y echaban a reír. “Claro, yo es que con esto, no sé si dar la mano”, le decía un jovenzuelo a un cura y “Lorena, la chica ésta del pelo corto… la han puesto en cuarentena, y eso que estuvo dando vueltas por ahí”, comentaba una farmacéutica a su compañera mientras decía que no les quedaba ni gel ni guantes. Todos sin mascarilla. Todos sin tenerlo aún del todo claro. Y a M. le enterraron en el cementerio municipal de Haro, un día de sol, sin que su nieto pudiera darle un abrazo a su viuda. Empezaban las retransmisiones de los sepelios, los funerales en diferido.
A 50 kilómetros de ahí, en Vitoria, el abuelo Marino explicaba que le parecía un poco drástico eso de dejar a los niños sin cole durante 15 días. Ese par de semanas luego se convirtieron en lo que quedaba de curso y Joaquín, un padre vasco pero español, empezó a teletrabajar con sus hijos sentados en el sofá, no el de su despacho sino de su salón. De vuelta a La Rioja, la consejera de Sanidad atribuía al foco creado por el Camarón el origen del 95% de los 259 contagios y el estigma caía sobre él. Por irresponsable y un poco por gitano. Pero si no hubiera sido por él, habrían sobrado candidatos.
Prueba de ello es que el fin de semana anterior, el del 7 de marzo, le preguntaron a la vicepresidenta del Gobierno Carmen Calvo que qué le diría a una mujer que estaba dudando sobre si ir o no a la manifestación del 8-M. “Que le va la vida en ello”, respondía. A quien no le fue la vida fue a los hombres y mujeres de Vox que, el mismo 8-M, acudieron al congreso de Vistalegre que se celebró sin sorpresa, consolidando a Santiago Abascal como el líder que ya era. A su secretario general, Javier Ortega Smith, ya se le vio recogiendo el moquillo con el pañuelo mientras repartía abrazos, como si eso del coronavirus fuera un invento del feminismo, y la semana siguiente ya daba positivo por Covid.
La izquierda se rio de lo de Ortega, hizo burlas, y acabaron cayendo también la titular de Igualdad, Irene Montero, y la first lady, Begoña Gómez. Entonces fue cuando se empezó a repetir el falso mantra de que esto de la Covid -que aún se escribía “el Covid”- era igual para todos. Mentira. Que pregunten en los barrios obreros.
Ese mismo fin de semana del 8-M, que ya queda para la posteridad como una negligencia con mayúsculas, en el Camp Nou Leo Messi le metió un gol de penalti a la Real Sociedad en uno de los 10 partidos de Liga que se celebraron y que reunieron a 284.726 espectadores. Todas las Españas posibles -la de izquierdas, la de derechas y la del fútbol, que aúna y separa a las anteriores- cometieron el mismo error: hicieron como si no pasara nada.
Que la cosa iba en serio, parafraseando al poeta Gil de Biedma, se empezó a comprender más tarde, el 14 de marzo, cuando todas esas negligencias etéreas se tradujeron en contagios efectivos. A mediodía, Fernando Simón, ya conocido pero aún no tan denostado, comunicó que en España ya había 5.232 contagiados y 133 muertos. Por la tarde, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, daba la primera de sus homilías, de más de una hora de duración, que se podría resumir en cuatro palabras: “Todos a sus casas”. Empezaba el estado de alarma.
Miles y miles de muertos
La noche del 20 al 21 de marzo, en el hospital madrileño de La Paz, Nelson, un inmigrante latinoamericano, aguantaba la lágrima porque su mujer llevaba 12 horas ingresada por neumonía y él aún no sabía nada. “Me han dicho que me vaya a casa, que ahí hay mucha gente infectada y que no puedo estar con ella. Ella está sola. Estoy fatal”. Finalmente, rompió a llorar. Él seguramente no lo sabía en ese momento, mejor, pero esa noche España pasaría a tener ya 1.000 muertos. Rompía la barrera. Sólo habían pasado seis días desde los 133 muertos que había cuando empezó el estado de alarma.
Esa noche, en el también madrileño Hospital Gregorio Marañón, un enfermero tiraba el cigarro en la puerta, se colocaba la mascarilla y volvía a entrar, cuando el guardia de seguridad le preguntó “¿De nuevo a la guerra?”. “De nuevo a la guerra”, respondió el enfermero, sin darse la vuelta a mirar a su interlocutor. Y tanto: hasta el 26 de noviembre se contagiaron 86.028 sanitarios en España y murieron 63. Pero la batalla la libraba también Carmen, aunque en soledad y a las puertas del Ramón y Cajal. Ella esperaba con los ojos llorosos y sus síntomas a una llamada que ojalá no llegue, porque el telefonazo le dirá lo que ya sabía, que tiene el bicho. Aunque no quiso decir su edad, apunta: “La suficiente como para que si tú también estás enfermo, te salven a ti y no a mí”.
Lo que vino después, fue lo peor. La gente se quedó en sus casas, aprendiendo a vivir consigo, que debe de ser la forma más desastrosa de vivir. Se agotaba el papel higiénico y la cerveza y la levadura para una repostería en soledad. La televisión pública lo mismo mostraba a tipos uniformados de militar que emitía un programa buscado para insuflar el buenrollismo ahí donde era imposible encontrarlo.
Se hablaba de que la situación bajaba a los infiernos económicos de la Guerra Civil, se recordaba la gripe española y se leía La Peste, de Albert Camus. Y se produjo algo insólito: si uno asomaba la oreja al patio interno, se oía en las televisiones la voz del presidente del Gobierno, colado en las casas de los españoles, para decir que de ésta saldremos más unidos, y demás eslóganes cuyo efecto duraba lo mismo que la velocidad a la que se pronunciaban las palabras.
Durante la primera ola y el estado de alarma, que se prolongó hasta el 21 de junio, murieron casi 20.000 ancianos en las residencias. “Avisamos en febrero y el Gobierno nos dijo que era una gripe normal”, lamentaba ya en verano Cinta Pascual, presidenta del Círculo Empresarial de Atención a Personas, la patronal de las residencias, mientras que el Gobierno y las autonomías se echaban los muertos los unos sobre los otros. Y surgieron unos héroes, los de la UME, que lo mismo desinfectaban ciudades enteras que movían los muertos en furgonetas camufladas.
“Son las residencias de ancianos o los propios hospitales los que te llaman. Te dicen, ‘oye, ya tenemos 20 cadáveres en la morgue y mañana vamos a llenar, venid a vaciar’”, contaba un soldado de la UME a EL ESPAÑOL. “A lo mejor en sus cámaras caben 30 personas y ya te avisan, saben que a lo largo del día morirán otros tantos y que ya no tendrán espacio, así que te piden que vayas al día siguiente, antes de que se congestione todo”, relataba el militar. De congestiones sabían, también, los encargados de las empresas funerarias: “En Madrid, a los fallecidos de este miércoles les están dando hora para el sábado”, comentaba un empresario del sector a finales de marzo.
“Y hoy, ¿cuántos llevas?”, le preguntaba un trabajador al enterrador de Tomelloso (Ciudad Real), el 3 de abril. “Hoy llevo tres”, respondía el enterrador, escudándose en la banalidad para no aceptar que hablaba de muertos. La localidad se convirtió pronto en lo que se llamó el Wuhan español. Según fuentes municipales, en Tomelloso murieron 200 personas por coronavirus en poco más de un mes. Es casi la mitad de todos los fallecidos que registró Ciudad Real en marzo de 2019, 479.
“La alcaldesa ha admitido que en los últimos 15 días ha habido una media de enterramientos de entre 10 y 11 por día”, explicaba la fuente municipal. A fin de cuentas, la zona de Madrid y las dos Castillas ha sido la más golpeada por la Covid, acumulando la mayoría de los casos. A fecha de diciembre, el top tres de las provincias más afectadas lo forman Cuenca, Soria y Madrid.
Caos de desconfinamiento
Fue durante esos días, que parecían no querer acabarse, cuando los españoles comprendieron que se les podía robar todo aquello que tenían. No sólo la vida, que eso ya quedaba patentado en las cifras que se anunciaban a diario. Se les robó también la primavera, la razón de ser un sábado a las 13.00 en una terraza al sol de mayo. Se les dijo que tenían que aprender a saludarse de nuevo, sin toqueteos y sin nada de eso que era firma de la españolidad. A la japonesa, decían, con reverencia. ¡Qué locura! Pero benefició a los fabricantes de mascarillas, que pasaron de elaborar 100.000 diarias, antes de la pandemia, a dos millones cada día.
Y, en esas, llegó el verano, con el fin del estado de alarma que Pedro Sánchez ya no pudo prorrogar más, dando lugar a un guirigay sin paliativos. Que si esta comunidad o aquella quiere pasar a fase uno, que si las reuniones de amigos quedan limitadas a allegados -¿qué son los allegados?- a cinco o 10 personas -¿cuántas fueron?- que si “a ti sí te invito a mi fiesta y a ti no, por las restricciones, claro”. Las vacaciones se fueron construyendo a modo de criba: “A ver dónde hay menos restricciones” y “oh, vaya, han cerrado la Mariña lucense, hay que buscar plan B”.
Durante esos días, la presidenta de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, se levantó como voz contra el Gobierno central. Vox planeaba una moción de censura contra Sánchez que en realidad es contra el líder popular Pablo Casado y la pone, ya si eso, a la vuelta de las vacaciones. Juan Carlos I puso tierra de por medio y se va de España, no se sabe a dónde, y Fernando Simón también se va, pero a Portugal y a surfear. Luego vuelve, graba un programa con el presentador Jesús Calleja, hace una entrevista en la que habla de enfermeras infecciosas y ya nada vuelve a ser lo mismo para él.
Así, como si nada estuviera pasando, se va cocinando la segunda ola. “Yo creo que no vamos a poder aguantar otra así”, relataba una enfermera. Con la mirada ahora puesta en la ocupación de las UCI, el coronavirus va diciendo que en realidad nunca llegó a irse. Que se lo cuenten, si no, a Emiliano, que cuando EL ESPAÑOL le entrevistó, en octubre, ya llevaba 200 días en la UCI. Apenas se reconocía físicamente en la imagen que tenía en su habitáculo, frente a él, en la que posaba con su mujer y sus dos hijos pequeños. A día de hoy aún sigue en el hospital.
Entre manifestaciones negacionistas, la vuelta al cole y a las universidades vivió una fiebre de pollos sin cabeza. Había falta de iniciativa y de respuesta por parte de la titular de Educación, Isabel Celaá, y se produjo la insólita desaparición del de Universidades, Manuel Castells, que permaneció atrincherado en su casa de paredes blancas por temor al virus. Pero ese aluvión de contagios que se preveía en las aulas nunca llegó a producirse.
¿Y ahora?
La vida siguió, como escribiría Joaquín Sabina, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido. Asturias, paraíso natural y otrora lugar covid-free protagonizó uno de los mayores picos del rebrote. Aragón cerró la hostelería, dejando a los autónomos en la calle. Cataluña también. Andalucía prohibió viajar entre municipios. Galicia decidió que los bares cerraran pronto y sólo se podía ir con allegados, sin entender que el bar siempre es el refugio para escapar de los allegados. Madrid abrió los bares pero cerró el ocio nocturno e inauguró un hospital de pandemias sin quirófanos, sin médicos, y prácticamente sin pacientes.
Se intuía, y se confirmó más tarde. La Covid no sólo ha matado personas. Ha matado empresas, un modo de vida y ha hecho que la gente pase más hambre. El PIB per cápita ha caído y es un 30% inferior al de la eurozona, algo que no pasaba desde 1999. Los desempleados han crecido a 3,8 millones. Según la Confederación Española del Comercio, el 15% de los comercios de España, unos 67.500 negocios, han tenido que cerrar por la Covid y la cifra podría aumentar al 20%. Actualmente hay 746.900 personas en ERTE y las colas del hambre se multiplican por doquier. El golpe se nota en los números.
En la otra parte del mundo, la sede china de la Organización Mundial de la Salud recibió su primer aviso de que se habían detectado unos pocos casos de una neumonía desconocida en Wuhan el 31 de diciembre de 2019. Sólo 11 meses y 10 días después, Margaret Keenan y un señor que de verdad se llama William Shakespeare, ambos ciudadanos británicos, fueron los primeros en vacunarse fuera de un ensayo clínico, y lo hicieron a principios de este mes de diciembre. Paradójicamente, la peor pandemia sufrida por la Humanidad en más de un siglo ha sido la prueba de que la ciencia hace milagros. Y los hace rápido.
Sin embargo, aún quedan muchas dudas sobre la Covid-19: se desconocen sus consecuencias a largo plazo, las implicaciones que podrán tener futuras mutaciones y si las vacunas protegerán durante poco o mucho tiempo. Pero hay una lección positiva que sin duda prevalecerá, y es que la ciencia puede con -casi- cualquier enemigo que se le presente.
En el otro lado de la baraja, dentro de las cosas no tan positivas que ha regalado 2020, si es que se pudiera jerarquizar tantas, la más llamativa es la capacidad de dar los muertos por sentado. Haga la prueba, pregunte a su vecino que cuánta gente murió ayer por coronavirus. Pregúnteselo al que organiza una fiesta en la que duplica el aforo permitido o a la que se baja la mascarilla para hablar por teléfono en el metro. Da igual. Sanidad promete vacuna y llega la Navidad. Eso sí, ya hay quien habla de una tercera ola, como advirtiendo para que la gente no se venga arriba con eso de desear un “feliz 2021”.