“¡Match!”. Como muchos jóvenes españoles encerrados en el punto álgido de la pandemia, Jaime, un madrileño de 32 años, pasaba horas entretenido en Tinder. Con la declaración del estado de alarma se quedó sin trabajo en un hotel de la capital y entró en un ERTE. El 9 de abril de 2020, después de una semana en la aplicación de citas más usada del mundo, conoció a Katherina, una chilena de 38 años… encerrada a 10.695 kilómetros de distancia.
La aplicación había abierto su funcionalidad “passport”, de pago, para que usuarios de todo el mundo pudiesen conectar. Lo que ninguno de ambos sabía es que aquella conversación que arrancaron de forma lúdica e inocente les iba a llevar a la mayor aventura de sus vidas.
El primer día hablaron una hora y media por mensajes. Al día siguiente, pasaron al teléfono. “Hablábamos una media de tres y cuatro horas diarias”, explica Jaime. Él dividía su tiempo en hacer deporte, leer, ver series y… en Katherina. Y, en Santiago de Chile, ella igual. La pandemia había implicado el fin del contacto físico, pero también que ambos no tuviesen nada mejor que hacer que conocerse.
“A la semana me borré Tinder”, explica Jaime, que vio cómo las emociones le invadían. Por su parte, Katherina, se lo tomó con más calma: “Hablaba con muchas personas, pero a las dos semana de estar en contacto con él todos los días vi que era diferente, que ya me importaba”.
Lo que al principio eran unas horas al teléfono, se convirtió en casi una rutina de convivencia… virtual. “Un día vimos una película juntos, a través de la pantalla de mi móvil. Otro dormíamos con los teléfonos encendidos. También hacíamos deporte por videollamada”, comenta Jaime. En el círculo de Katherina no faltaron quienes le decían que perdía el tiempo, pero ella, según dice, siguió “a su corazón”.
Los días pasaban y las emociones agradables se unían a una pregunta que no parecía tener respuesta: ¿cuándo se verían? “Sentía mucha felicidad, pero también frustración e incertidumbre”, dice Jaime. Mientras, Katherina confiesa que había momentos en los que quería que se acabara. “Soy muy de piel, necesito tocar, besar, oler. El olor es esencial para mí”, dice.
Al desgaste emocional se unía el físico. La distancia no era solo en kilómetros, sino que ambos tenían que adaptar sus horarios para coincidir. Con cinco horas de diferencia horaria entre Madrid y Santiago, Jaime se quedaba a veces despierto de madrugada para hablar con Katherina, y viceversa: ella se acostaba más tarde para hablar con él.
Encuentro
El 20 de mayo ambos decidieron que tenían que verse. El mundo entero estaba cerrado, no había un solo avión en el aire. Pero ellos estaban dispuestos a lograr lo imposible. Katherina tenía una hija de una anterior relación en Florencia, con la que ya pensaba reunirse en mayo antes de que todo saltase por los aires.
Dentro de las restricciones a la movilidad, la reagrupación familiar estaba contemplada como una de las excepciones en Italia. Katherina compraría un vuelo a Italia con una escala de unos días en Madrid para conocer a Jaime.
El 9 de junio le dio la sorpresa diciéndole que tenía los billetes para aterrizar en Madrid el día 20 del mismo mes. La relación, completamente virtual hasta el momento, ya había pasado por altibajos. Pero el hecho de tener una fecha en el horizonte les dio un último impulso.
“Es la situación más extrema que he vivido emocionalmente. El cuerpo te dice que no te metas en el embolado, pero estaba determinado a ir adelante”, expresa Jaime.
La euforia en la cuenta atrás de los días se hizo presente para ambos. En el caso de Katherina, tan solo había cogido un avión en su vida para ir a Argentina y la emoción era doble, por Jaime, y por Sofía, su hija de ocho años.
El 19 de junio, Jaime quedó con un amigo. Al día siguiente iría al aeropuerto a recibir a Katherina. Ella salió de casa con un nerviosismo evidente: “¡Imagínate que le veo y que no me gusta!”, recuerda de aquel día. Salió de un encierro total a subirse a un avión para saltar a la otra punta del mundo, y dejaba todo atrás. Su plan era reunirse con su hija en Italia y quedarse en Europa.
El mundo cerrado
El vuelo salió de Santiago sin problemas pero, en el aeropuerto de São Paulo, algo se torció. La aerolínea le impidió subir al avión hacia Madrid. El motivo de Katherina podría ser válido en Italia, pero no en España, que en ese momento tenía las fronteras cerradas con todo el mundo.
Katherina se vio encerrada en el aeropuerto de la ciudad paulista durante tres días. Tenía que regresar a Chile pero tampoco había vuelos. En ese momento se desmoronó. Tenía que desandar todo y las dudas entraron con fuerza. La frustración de Jaime también era enorme. “Lloré mucho aquella tarde”. Pero dio un paso al frente: compró un vuelo a Santiago con escala en São Paulo para recogerla.
A su llegada a Barajas tampoco tuvo suerte: no podía volar a Chile bajo ningún concepto. Y así, Jaime estaba de nuevo en su piso de Madrid, y Katherina, al cabo de tres días, en su casa de Santiago. Todo había vuelto al punto cero, o peor.
“Discutíamos por todo. Sin conocerte en persona, no hay confianza, y cualquier tontería molesta más”, dice Jaime. La misma opinión comparte Katherina, que ahora estaba obligada a hacer una cuarentena total en Santiago. “Estaba cansada por todo, y planteé que cada uno siguiese su camino”, dice. Pero Jaime no se rendía. “No hay vuelta atrás”, le insistía.
El mes de julio fue malo para ambos. En España todo el mundo comenzaba a disfrutar del verano y eso hizo que aumentasen las tensiones. Jaime decidió autoconfinarse para acompañar, a la distancia, a Katherina, que no podía salir ni de su habitación. Al mismo tiempo, ambos miraban todos los días las noticias y la lista de países que abrían o cerraban sus fronteras. Se convirtió en una obsesión, al igual que la relación.
Jaime intentó desplazarse a Chile con un salvoconducto de trabajador humanitario, a través de un voluntariado que había cerrado con una ONG internacional. Pero el consulado chileno le dijo que su labor no era esencial. Las posibilidades de un encuentro físico cada vez eran más lejanas. Sin embargo, el 29 de julio, en pleno pico de contagios, Jair Bolsonaro decidió abrir las fronteras de Brasil.
Un encuentro irrepetible
“O lo hacemos ahora, o se acabó”, dijo Katherina. En un momento en que el virus era mucho más desconocido, embarcarse hacia el país con las peores cifras del mundo parecía un suicidio. Aún así, ambos reutilizaron los vuelos que no pudieron usar antes y se citaron en São Paulo el 9 de agosto, justo cuatro meses después de que intercambiasen sus primeras palabras.
Antes de salir de casa, una amiga le dijo a Katherina: “No vas a volver”. Ella llevaba una maleta con ropa de verano para tres semanas, nada más. Y esta vez no hubo contratiempos. Jaime llegó primero, y la esperó en el aeropuerto. Se fue al baño a ponerse una camisa y a asearse. Horas después, llegó Katherina, que describe el encuentro así: “No había casi nadie en el aeropuerto. Lo vi sentado, a lo lejos. Por videollamada parecía mayor, en persona, me pareció muy pequeño. La sensación fue lo máximo, como la de un niño que experimenta algo por primera vez. No sabíamos qué nos pasaba, ambos tiritábamos y no podíamos hablar. Es algo que se siente muy pocas veces en la vida y que cada vez cuesta más que pase. El primer beso fue muy torpe”.
Cogieron un Uber hacia el centro de la ciudad. En el trayecto de media hora tan solo se miraban y se tocaban, algo que no habían podido hacer en cuatro meses de relación virtual ininterrumpida. En São Paulo, se quedaron en un AirBnb del que apenas salieron más que para lo esencial, estando la ciudad en plena ola de contagios. Lo que era una relación a distancia pasó a ser una relación de convivencia 24/7, de la noche a la mañana.
Después de tres semanas se había cumplido el tiempo que ambos tenían previsto estar juntos. La pregunta entonces fue: “¿Qué hacemos ahora?”. Con apenas 100 euros en la cuenta, había que tomar una decisión. Katherina reconoce que no estaba en su mejor momento, por las secuelas del segundo confinamiento, y sentía que estaba con la persona que le gustaba, pero sin ser su mejor versión. Ambos, en un nuevo salto al vacío, decidieron no tomar sus vuelos de regreso.
“Quería seguir conociéndole, no sentía que había llegado el momento de separarse pero, al día siguiente, te preguntas adónde irás sin dinero y qué harás con tu vida, hasta que a Jaime se le ocurrió la idea del workaway”, dice Katherina.
El “workaway” es un sistema que consiste en trabajar en un lugar a cambio de alojamiento y, a veces, comida. Así terminaron en Ubatuba, un paraíso costero a unas tres horas de São Paulo. Se alojaron en un hostal para surfistas, donde les dejaban quedarse a dormir a cambio de que acondicionaran el lugar.
Ubatuba fue un momento dulce. Junto al mar y, en plena naturaleza, estaban donde habían soñado, juntos, desde aquellos lejanos días del confinamiento. “Todo lo que imaginabas seis meses atrás se estaba cumpliendo”, recuerda Jaime.
Después de más de dos semanas, el hostal dejó de alojarles, pero ya tenían otro “workaway” en Monteiro Lobato, una remota población en el monte. Allí convivían con una pareja de jubilados, Chico y Marcia, en una casa en la que no había puertas y, por tanto, tampoco intimidad. Ni siquiera había nadie más con quien sociabilizar y el trabajo era mucho más físico, en el campo.
La aventura comenzaba a pasar factura. La incertidumbre que la había caracterizado desde su inicio era cada vez más fuerte. Vivían al día, pero sin dejar de pensar en el futuro, sin ver un final claro. Jaime no estaba seguro de continuar. Una noche, Katherina le pidió que la ayudara a llegar a Europa para encontrarse con su hija, sin que se sintiera comprometido. Jaime aceptó.
Odisea hacia Europa
“Estad seguros de que queréis hacerlo, porque no será fácil”, les dijo Marcia, la mujer que les alojaba, en la despedida. Jaime y Katherina fueron nuevamente al aeropuerto, después de haber intentado hablar con todas las aerolíneas posibles, sin éxito. Su plan era viajar a Reino Unido, el único país europeo con las fronteras abiertas a finales de octubre.
Con mucha tensión, como había sido hasta ahora cada vez antes de tomar un vuelo, llegaron a Londres. Pasaron el control de pasaportes y se dirigieron a Billingshurst, donde se alojaron en otra modalidad de “workaway”, con una familia que necesitaba que cuidasen a sus hijos.
La alegría de haber llegado a Europa duró cinco minutos. Katherina recibió una llamada que le comunicó la muerte de la abuela de su hija, con quien tenía una buena relación. “Llevábamos ya tres meses vagabundeando por el mundo, trabajando, sin saber qué sería de nosotros al día siguiente y conviviendo con alguien todo el tiempo a quien todavía no conoces al 100%. Y encima, ahora pasaba esto”, explica Katherina.
La situación no podía ser más estresante, y encima, pasaban 12 horas diarias cuidando niños. Katherina habló con un viejo amigo que vivía en Henley on Thames y les alojó en un tráiler convertido en autocaravana. Pero tampoco tuvieron tiempo para relajarse. El 31 de octubre, el gobierno de Boris Johnson anunció el cierre total del Reino Unido con efecto a partir del 5 de noviembre.
El 5 de noviembre habían cumplido exactamente 15 días desde su llegada a Reino Unido, y eso les permitía volar a Italia y, por fin, entrar en el espacio Schengen. Aquella noche la pasaron en Londres, en el piso de una inmobiliaria que les dejó un apartamento por 30 libras, ya que el hostal que habían reservado estaba incomprensiblemente cerrado.
Al día siguiente, con dos billetes a muy bajo precio, llegaron a Bolonia. “Antes de cada viaje siempre había una discusión. Teníamos mucha tensión porque las instrucciones de migración y restricciones por covid en muchos países no estaban del todo claras”, recuerda Jaime.
Antes de volar a Bolonia, temían que no dejasen entrar a Katherina. Pero como siempre, las cosas salían bien. “Nunca tuve un plan B -dice ella- simplemente, confiaba”. La policía de fronteras italiana le puso una visa Schengen de tres meses. Desde Bolonia, ambos subieron a un tren con destino a Florencia. En la plaza del Duomo, Katherina le mandó una foto a su hija, que contestó: “Mami, ¿estás acá?”.
El encuentro fue, nuevamente, emocionante. Katherina había recorrido medio mundo con Jaime, en plena pandemia, y ahora estaba abrazando a su hija. Allí pasaron unos días con su expareja y su novia. En total, permanecieron 10 días en la ciudad italiana. Transcurrido ese tiempo, el viaje continuaba.
Ya en la placidez del espacio Schengen, volaron a Valencia, desde donde fueron a Alcossebre, en la provincia de Castellón. Ahí vive un tío de Jaime. Ambos habían pasado por una infinidad de camas, habían comido mal, habían vivido un estrés y una alegría extremas antes y después de cada vuelo, de cada trayecto; habían tenido que conocerse a marchas forzadas, a aguantarse sin más remedio, a vivir las emociones más extremas en períodos de tiempo mínimos y, todo, con la pandemia más grande de los últimos 100 años como telón de fondo.
En Alcossebre por fin pudieron encontrar tiempo para ellos y, sobre todo, para digerir lo sucedido. Dos semanas después, a principios de diciembre y sin tenerlo previsto, Jaime recibió una llamada para reincorporarse. Katherina le acompañó. En Madrid, ambos se quedan en casa de un amigo. Katherina está pendiente de volar a Italia para regularizar sus papeles por reagrupación familiar. Jaime, de momento, se queda en Madrid. El futuro, con todo lo vivido a sus espaldas, está por definir.
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