En la calle Argumosa, una conocida vía del centro de Lavapiés, Darío mantiene un debate precario entre pedirse o no otra cerveza. Acaba de ver a Pablo Iglesias, secretario general de Podemos, renunciar a todos sus cargos y abandonar la política tras el fracaso de las elecciones. “Menudo viaje”, piensa desde la barra. En sus adentros se dice que ya está, que se ha cerrado el círculo. Hace diez años, ese mismo día, en ese mismo bar, se preparaba algo grande.
Recupera de su móvil una vieja grabación, un álbum de vídeos llamado 15-M, y busca la secuencia de dieciséis segundos en la que una multitud de jóvenes indignados e incombustibles sacan una pancarta, levantan el puño y dan un paso al frente. Se señala. Ahí está él. Así empezó todo.
Han pasado 10 años de aquello, y queda poco del Darío que acampó en la Puerta del Sol, que participó en las asambleas y que alzó la voz contra aquellos que “no nos representan”. Ahora vota al PSOE, sacó las oposiciones para el ayuntamiento y hace tiempo que cambió las rastas por la corbata. Sigue indignado, sí, pero a su manera, y perdió el pulso de la calle. Nada que ver con mayo del 2011.
El 15-M fue, a grandes rasgos, el mayor experimento de democracia directa jamás perpetrado en España. Entre los meses de mayo y septiembre de ese año, la generación perdida de los jóvenes afectados por la crisis comenzó un ciclo de movilización social que no se había visto desde la transición democrática. Sus principales demandas: fin de la reforma laboral, el derecho a la dación en pago, el refuerzo de lo público, la reforma fiscal y la eliminación de los privilegios de la clase política. Ninguna ha sido resuelta todavía.
En realidad, bajo los adoquines de la Puerta del Sol no había una playa, sino otro partido político. Porque, si algo ha quedado en el imaginario colectivo como herencia del 15-M, es el nacimiento de Podemos en marzo de 2014. Él estuvo ahí. Ahora, con la distancia del presente, lo ve de otra manera. “De asaltar los cielos a caerse del segundo piso”, sintetiza, entre risas, sobre la deriva del movimiento.
“Aún así, podíamos haberlo conseguido”, reflexiona.
La chispa del 15-M
Echemos la vista atrás. Es 7 de abril de 2011, falta un mes para la sonada movilización del 15 de mayo, pero una mecha está a punto de prenderse. En Madrid, un grupo de estudiantes de la Universidad Complutense y la Carlos III lleva un mes preparando una plataforma, la primera de las muchas que vendrán. Saben que algo está a punto de cambiar, y forman una coordinadora.
La llaman Juventud Sin Futuro, JSF, y su definición es complicada. Empiezan siendo unos 50, todos conectados por grupos de Facebook, “y cada uno de su padre y de su madre”, señala un exmiembro de la formación, disuelta en 2017. En ese momento, todavía, representan a la izquierda universitaria madrileña, pero su campaña por redes sociales ha atraído la atención de un sector mucho más amplio.
Su golpe de efecto será una manifestación en Madrid, esa misma tarde. Sin saberlo, han reunido en un mismo espacio a lo que años más tarde se convertirá en el núcleo duro de la izquierda española. De momento son jóvenes, estudiantes en su mayoría, y parten tanto de la militancia comunista como de los movimientos estudiantiles. Uno de ellos, de muchos, es Contrapoder, la asociación estudiantil fundada por Pablo Iglesias, Iñigo Errejón y Jorge Moruno a imagen y semejanza de los centros sociales italianos.
Este grupo, que ya vivía una “segunda generación” de miembros, estaba asentado en Somosaguas, una de las plazas fuertes de la izquierda universitaria, pero JSF era algo más. Sorpassaba, si se quiere, la militancia clásica, y reunió a todos los jóvenes que acabarían formando los círculos de confianza de Pablo Iglesias. Ellos fundaron Podemos. Y luego se fueron a Más Madrid.
Pero entonces todavía eran anónimos, un grupo de estudiantes indignados preparando una manifestación el 7 de abril en Madrid. El lema de la marcha resume bien lo que está por venir: “Sin casa, sin curro, sin pensión, sin miedo”, rezan las pancartas. Es el germen del 15-M un mes antes de su proclamación oficial, y ahí están todos. Jóvenes e indignados, son la juventud precaria y anónima que no tardará en dejar de serlo. Con ello, quizás consigan una casa más grande, quizás un chalet, quizás un curro en el Congreso y un coche oficial, quizás una pensión de vicepresidente. Por ejemplo. Quién sabe.
Pero todavía es 2011, y la calle hierve más que los despachos. Al frente de JSF están los portavoces: Rita Maestre, concejal del Ayuntamiento de Madrid; y Pablo Padilla, exdiputado de Podemos en la Asamblea de Madrid. Les siguen Ramón Espinar, ex secretario general de Podemos en Madrid; Tania González, exdiputada de Podemos en el Parlamento Europeo; y Eduardo Rubiño, senador de Más Madrid.
Algo más atrás, dos simpatizantes que no forman parte del espacio: unas jóvenes llamadas Irene e Ione, amigas de la Facultad de Psicología, convertidas en ministras 10 años después, con sus cohortes de asesores y el vehículo oficial en la puerta de sus ministerios de Igualdad y Derechos Sociales, respectivamente.
Por entonces, la proclama de Juventud Sin Futuro está clara: que los efectos de la crisis los paguen los culpables. Lo llaman democracia y no lo es. O por lo menos no lo parece. Falta un mes para el 15-M, pero las bases están montadas.
“JSF fue, entre otros muchos espacios, uno de los gérmenes que dio lugar al 15-M. Para muchos de nosotros fue una escuela de aprendizaje para intervenir en la vida política, y luego nos hemos ido encontrando en el camino, aunque a veces nos hayamos separado”, rememora Rubiño a EL ESPAÑOL. En su momento, con Podemos, fue el diputado más joven de la Asamblea de Madrid; ahora representa a Más Madrid en el Senado.
De Sol al Congreso
El movimiento de los indignados fue el proceso político de mayor impacto en España desde la Transición. “Cambió el paradigma, el discurso para los años siguientes, y puso sobre la mesa problemas de los que no se hablaban, como la vivienda o la precariedad juvenil”, comenta una exdirigente de la formación que prefiere no decir su nombre. “De todas formas, el 15-M es mucho más grande que Podemos, y a pesar de los errores no creo que nunca se haya querido apropiar”, matiza.
Los impulsores del 15-M reconocieron, en su momento, la inspiración de las primaveras árabes -especialmente a los concentrados de la plaza Tahrir-, un impulso del que luego también bebieron los morados para organizar su discurso anti-establishment. La herencia de la Puerta del Sol, cada vez menor, siguió con los años.
Pablo Iglesias, un profesor universitario con una incipiente carrera como tertuliano, empezó a ganar reputación como portavoz autoimpuesto de la movilización. De presentador de programas de izquierdas en Tele K mutó a polemista en espacios de derecha, y sus vídeos azotando a “la casta” dieron la vuelta a España como un reflejo de que, por fin, ‘el 99%’ tenía voz en los espacios. En 2014 decidió fundar un partido con cuatro compañeros. Hoy no queda ninguno.
“Ese primer Podemos estaba muy vinculado a los que habían empezado el 15-M, sobre todo a JSF”, refleja la misma persona. “Cuando Pablo se fue a Bruselas, Íñigo se encargó de montar las bases, y contó con nosotros. Nosotros fuimos los que montamos el partido, y por eso la mayoría nos fuimos con él cuando se fue de Podemos”.
El desencanto
Si el 15-M fue una odisea sin futuro para los indignados, que vieron fracasar prácticamente todas sus demandas, Podemos siguió una estela parecida. La entrada en las instituciones supuso, a ojos de muchos, que habían “abandonado la calle” de la que provenían, y empezaron los vicios de la 'vieja política', desde las purgas internas hasta la endogamia. A día de hoy, poco queda de aquel embrión quincemayista.
Por medio pasó el huracán de dos Asambleas ciudadanas, la de Vistalegre I (2014) y II (2017). Los dos procesos de debate interno, que pretendían enriquecer la democracia de la formación, acabaron desembocando en diferencias políticas irreconciliables entre los fundadores de Podemos; con la división entre oficialistas y anticapitalistas, primero, y entre entre pablistas y errejonistas, después. Entonces empezaron las purgas.
Hasta 2017, Íñigo Errejón había sido útil. Su carácter apacible y dialogante era un buen contrapunto a la dureza de Iglesias, y la faceta de director de campaña en la sombra le había valido a Podemos dos campañas exitosas hacia el Parlamento Europeo y el Congreso de los Diputados. Era, a todos los efectos, un perfecto número 2.
A partir de ese año, la cosa cambió. Las bases que Errejón había montado en Madrid pidieron más peso en el partido, mantener la línea transversal del 15-M, y desembocaron en una guerra civil contra el nuevo séquito de Iglesias. En Vistalegre II, los dos dos amigos que habían jurado asaltar los cielos, inevitablemente, acabaron asaltándose el uno al otro. Midieron sus fuerzas con líneas alternativas, aunque Errejón renunció a presentarse como candidato, y perdió. Tras ello, empezó la ruptura.
Por un lado, las bases votaron que Iglesias se hiciera con el control de Podemos. Volvió el léxico izquierdista, se abandonó "el discurso nacional-popular" y se asumió una nueva deriva. Por otro, Errejón pasó a un segundo plano, y los cuadros que había montado empezaron a ser purgados. A finales de 2019, él mismo decidió abandonar el partido y formar otra plataforma, Más Madrid, al calor de la entonces alcaldesa de la capital, Manuela Carmena.
“Si lo miras con los ojos del 15-M, sí que es cierto que un núcleo importante de lo que era JSF nos fuimos con Íñigo a Más Madrid”, precisa Rubiño. “Podemos ha acabado por ocupar más el espacio que tenía Izquierda Unida”, analiza, por otro lado, una exdirigente morada.
Matar al padre
“Matar al padre” es una figura metafórica que utilizaba Sigmund Freud para expresar el momento en el que las personas maduran y se apartan de sus progenitores. Es difícil de explicar y nada fácil de hacer, ya que no se trata sólo de buscarse un piso, independizarse y dejar de pasarles la factura del móvil, sino que lo realmente valiente -lo que de verdad mata- es dejar de admirar al padre como niños y verlo como realmente es, con sus defectos y sus virtudes.
En el caso de la política española, estaría bien saber qué opinaría el psicoanalista austriaco sobre la relación entre Podemos, Más Madrid y el PSOE. Los dos primeros, mellizos y herederos del 15-M en su etapa de rebeldía; el segundo, un padre repudiado, al principio, y abrazado después. Defectos y virtudes.
Al final, quien ha completado la tarea ha sido el hijo pequeño, Más Madrid, logrando el ansiado sorpasso socialista en las elecciones madrileñas del 4 de mayo. La cita, dentro de la izquierda, tiene una doble lectura: la profecía autocumplida de superar al padre, el PSOE, por un lado, y de reafirmarse por encima del hermano mayor, Iglesias, por otro. Él lo sabe. Por eso se va.
Hay quien dice que el 4-M ha confirmado el espejismo de la nueva política. Que Ciudadanos desapareció por no ser nada, que Unidas Podemos no era otra cosa que Izquierda Unida con otro nombre y que, al final, el juego se limita a los dos grandes, PP y PSOE. Para este viaje, dirán algunos, no hacían falta tantas alforjas, pero la historia reciente de España no sería la misma sin Pablo Iglesias. Tampoco, por extensión, sin el 15-M que le trajo hasta aquí.
Diez años después de aquel mayo caótico, el futuro vuelve a ser incierto para los herederos de los indignados. Ya lo adelanó Silvio, en aquella canción, e Iglesias, que se la pidió prestada para despedirse. ¿Quién sabe lo que es el destino?
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