Me dice mi smartphone que de media lo utilizo unas cuatro horas al día, y que la mayoría las invierto en las redes sociales. No obstante, hay días, observo en los gráficos, que llego a utilizarlo hasta seis o siete. Una barbaridad ¿no? Una de esas ocasiones fue el pasado miércoles, 23 de junio, cuando al parecer, empezando a ser consciente de lo que iba a suceder en los próximos días, agoté con ansia hasta el último segundo en WhatsApp, Instagram y Twitter antes de que el reloj tocase las doce.
Eran, recuerdo, las 12:00 horas de ese día, cuando mi jefe lanzó al aire que quería que alguno de nosotros estuviese una semana sin redes sociales para relatar la experiencia. Y yo, confiado, alcé la mano. Está bien, lo haré. A ver qué ocurre, pensé.
Me resultó incluso divertido, al principio. Después, la cosa fue torciéndose. Aunque de eso hablaremos después. Lo primero fue poner en aviso a mi familia, mi novio, mi círculo de amigos y mis compañeros de trabajo. "¡Hola!, vengo a comunicaros que desde esta noche a las 00:00 horas hasta el próximo jueves tendré desconectados los dos teléfonos, el personal y el laboral. Si queréis contactarme deberéis hacerlo por email, sms o llamándome. Gracias", les dije. Aunque, irremediablemente, a muchos se les olvidó con el paso de los días. Entre ellos, alguno de mis jefes o mi padre, que, el penúltimo día, me llamó molesto preguntándome por qué narices no contestaba al chat familiar.
Lo de desconectar los datos por completo no estaba previsto. De hecho, el reto era no utilizar las redes sociales. No obstante, para evitar caer en la tentación deslizando el dedo, decidí dejar sin internet los dos dispositivos. Las reacciones fueron de todo tipo. Pasquale, mi pareja, me preguntó básicamente cómo íbamos a comunicarnos, después de estar acostumbrados a hablar constantemente vía WhatsApp durante el día. Tendremos que llamarnos, le dije. Una perdida para los buenos días y vamos viendo [el primer día nos llamamos 14 veces]. A eso se sumaba que, además, se iba de viaje los cuatro días siguientes. La cosa prometía.
El mono
Mi amiga Carmen, que me conoce muy bien, me aseguró que no aguantaría, convencida. Parecido pensaba el del anterior párrafo. Y mi amigo José Andrés me comentó, directamente, que me iba a convertir en un "soberano coñazo". Algo que me ha confirmado cuando he vuelto. Otros, en cambio, sintieron envidia por el experimento, como mi amiga Rocío, imagino que por la desconexión que suponía. Más aún tratándose, en mi caso, de un periodista que está pendiente constantemente de la última hora informativa. Eso fue cierto, pero claro, no ha sido solo descanso lo que he vivido estos días.
Lo que he tenido, en realidad, ha sido mono. Sí, síndrome de abstinencia, como si hubiese dejado radicalmente las drogas o el tabaco. Este último, por cierto, ha sido mi gran compañero esta semana. [Me he fumado encima, sin contar que he arrasado con unas cuantas bolsas de gominolas, a las que estoy poco acostumbrado a recurrir]. Lo del mono, para los más escépticos, no es una conclusión propia, sino del psicólogo catalán Jordi Isidro Molina, experto en los distintos trastornos que genera la adicción a las redes sociales o el mal uso de ellas, y con el que he hablado para comprender lo que me iba ocurriendo durante la semana.
La lista de reacciones físicas, corporales y psicológicas es larga. Según cuenta, siguiendo el diagnóstico de sus numerosos pacientes, lo más cotidiano, tras una semana sin contacto con las redes, es tener ansiedad, insomnio y problemas digestivos; al mismo tiempo que estás tenso, irritable, nervioso, desorientado, aislado y con gran miedo por lo que puede ocurrir en adelante. Y es que de repente te conviertes en alguien invisible. En mi caso, sabía que esto duraba una semana, aún así es tiempo suficiente para comprobar como tu vida cambia sustancialmente. Muchos de los síntomas de los que habla Jordi, en efecto, los he vivido. Y para muestra de ello, a continuación relataré como han sido mis siete días sin redes sociales. Nadie confiaba en mí, nadie. Pero, como diría Belen Esteban, yo sí que confiaba en mí y he salido adelante.
Día 1
Todo estaba listo para empezar mi experimento. Así que, como he dicho al comienzo, gasté hasta el último segundo de mi tiempo en WhatsApp e Instagram, las dos apps que más uso según mi smartphone, hasta que llegó el apagón. Datos desactivados. Eran las 00:00 horas del jueves, me puse una película y me dormí. A la mañana siguiente, llegó la realidad. Me desperté tranquilo, pero recordando que no podía usar las redes sociales. Dio igual. Me senté en el lado de la cama. Y, como un auténtico imbécil (perdón), desbloquee, creo recordar, unas tres o cuatro veces el teléfono simplemente para mirar la hora. Obviamente, solo habían transcurrido un par de minutos.
Me fui a duchar y de vuelta a la habitación, hice lo mismo. Desbloquee el teléfono. Lo más ridículo es que también intenté abrir Instagram o WhatsApp; no pude hacer nada, claro. Solo mirar con cara de pánfilo. Este comportamiento lo repetí sobre todo al principio de mi desintoxicación. Es cuando te das cuenta de que realmente estás enganchado, más que a las redes sociales, a tener continuamente el teléfono controlado.
Me vestí, salí a la calle, le hice una perdida a mi novio para darle los buenos días y caminé hacia el metro, escuchando música mientras tanto. Antes de la desconexión, descargué mis listas favoritas de música en el móvil, menos mal. Con el móvil en el bolsillo, pude observar en el andén del metro de Tribunal, dirección Pinar de Chamartín, a más de una treintena de personas, todas ellas con el smartphone en la mano. Me creí guay sin hacer lo mismo. En el interior del vagón, idéntico panorama. Así que lo que hice, supongo que por entretenerme, fue observar a los viajeros y clasificarlos en tres grupos. El primero, el más mayoritario, los que siempre van mirando el móvil; cuando entran, durante el trayecto y a la salida. El segundo, los que duermen a pierna suelta. Y el tercero, el menos común, los que leen.
El viaje, de unos 20 minutos, se me hizo bastante largo. Y pensé que, ante esos tres tipos de escenario, lo mejor sería llevar un libro en el trayecto para ir entretenido en los días que quedaban. Si he de ser sincero, no soy mucho de leer libros, pero lo cierto es que lo cumplí a rajatabla y contribuyó, para mi sorpresa, a que llegase al trabajo o casa, tras terminar el día, mucho más relajado. Pretendo seguir haciéndolo.
Llegué al periódico sobre las 11:00 y abrí el email. Lo primero, un mensaje de Carmen: "¿Bajamos a fumar?" Ya mismo, le contesté. Pensé, bueno, pues la cosa no va tan mal. Hasta que recordé que ese día tenía que hacer un reportaje sobre los mejores alumnos de la EVAU por comunidades autónomas. Podía utilizar Google, pero no Whatsapp, a través de la cual suelo pedir las fotos o datos extra. Por suerte, no encontré problemas. Tuve que dar explicaciones continuamente por mi falta de redes sociales, pero los inteligentísimos protagonistas, de 17 y 18 años, accedieron a enviarme las fotos y otros datos a través del correo. Aunque he de admitir que lo pasé un poco mal, esperando a que ellos, sin yo poder insistir con mensajes, mandasen las instantáneas. Salió bien.
La parte más frustrante del primer día llegó durante la tarde. Cuando trabajaba, tuve que responder a bastantes llamadas, que, para quien no lo sepa, no me gustan un pelo. La primera, para mi sorpresa, fue de mi amiga Rocío, que tiene costumbre de enviarme largos audios por WhatsApp, cosa que tampoco sorporto. Me preguntó sobre el experimento y nos pusimos al día. Después, hizo lo mismo mi amiga Claudia. Y a ella, le siguieron unas ocho o nueve de mi novio, que se marchaba de vacaciones a Mallorca. Acostumbrados a mensajearnos varias veces al día, me llamó para contarme todo lo que le fue ocurriendo durante el viaje. Aunque, obviamente, agradecí que me diese todo tipo de detalle, concentrarme aquella tarde fue imposible. Y me di cuenta de que las llamadas iban a ser, en gran parte, durante esos siete días, el sustituto de las redes sociales.
Por la noche, quedé para cenar con unos amigos en casa de uno de ellos. La hora la habíamos puesto el día anterior; así que, sin saber si la gente llegaría a su hora o no (como estamos acostumbrados a verificar), me monté en el autobús y, tranquilo, llegué hasta allí, escuchando música. Para evitar pensar en el teléfono, aunque siempre lo tenía vigilado, me puse a ayudar en la cocina. Lo más curioso fue ver cómo, ante la falta de cobertura, mis amigos buscaron como verdaderos yonkies el wifi en el piso, adjunto foto. Yo me reía, claro. Aunque más se rieron ellos después cuando les rogué que me pidieran un uber para volver a casa. Lo conseguí, tras insistir bastante, y prometí pagarlo cuando volviese a la redes. Nunca llevo efectivo, claro.
Día 2
Al día siguiente, por la mañana, no hablé con absolutamente nadie. Eso sí, desbloquee el teléfono en innumerables ocasiones para, sorpresa, nada. Estuve relajado, escribiendo en casa hasta que por la tarde me tocó coordinar la sección en el periódico porque mi jefe tenía una boda. Locura. De pronto, asesinan a una cooperante española en Etiopía (África). Toca hacer llamadas para ver si podemos tener más información, sin éxito. Aunque por fuera parezco estar tranquilo, por dentro estoy al borde del infarto. Pues además de seguir la última hora, tengo que cerrar reportajes, titulares e ir comentando con mis compañeros, que no recuerdan que estoy sin redes sociales, los últimos detalles. Toca invertir mucho más tiempo y sobre todo, hacer llamadas y llamadas.
Para colmo, compruebo que mis amigos, Carmen y José Andrés, se han aliado para hacer un pseudochat a través del mail, en sustitución de WhatsApp. Y no solo ellos, sino que Pasquale también me envía fotos a través del mail y me dice que sigue escribiéndome a las redes sociales, porque tiene esa costumbre. Les intento parar los pies, pero no sirve de nada. Será mi reducida ventana a la vida social en internet. Cosa que, para qué engañarnos, agradeceré más adelante. Que suceda es algo lógico cuando eres un adicto, asegura Jordi Isidro. "Estamos tan acostumbrados al contacto cada pocos segundos que tu círculo, al final, encuentra la fórmula para seguir consiguiendo ese chute de vida social. En este caso, con el exceso de llamadas o creando conversaciones en el email", sostiene este experto.
Día 3 y 4
Con la ansiedad algo más disparada por lo sucedido el viernes, el sábado me levanto algo sudado. He tenido una pesadilla, al parecer. Aunque parezca ridículo, he soñado que se me activaban los datos móviles, no podía tocar el teléfono y no superaba la prueba. Es sábado y son las 08:00 horas. No tengo insomnio, simplemente me toca madrugar para coger el tren. Me marcho hasta el domingo a mi ciudad natal, Calatayud (Zaragoza).
Para que no haya problema, aviso con algunas llamadas a mi madre y a mi abuela de la hora a la que llego. Leo durante el viaje en el ave, escucho música y se pasa rápido. El sábado y el domingo serán los dos días en los que más relajado consiga estar. Charlo largo y tendido con mi familia en la casa de campo, disfruto hablando con mi tía de que mi tío está notando que se hace mayor, de que es una feliz recién jubilada... Juego con mis primos, tomo el sol, me baño en la piscina; consigo abstraerme del todo hasta que llega la noche y siento la necesidad de hacer algún plan.
Para entonces, ya he intercambiado unas cuantas llamadas con mi novio para darnos los buenos días y contarnos cómo está yendo el finde. Ya estoy medio acostumbrado. Él no tanto, me confesará después. Lo peor, llega durante la noche del sábado y la mañana y la tarde del domingo. Más de cien llamadas en total. La mayoría para tratar simplemente de quedar con algunos amigos y hacer planes. La frustración es total. Resulta imposible quedar a una hora y acudir. Antes, debemos verificarlo con decenas de llamadas. Agotador.
En el transcurso de esos días, por otro lado, cuando creía estar más relajado, me doy cuenta de que he incrementado notablemente la cantidad de cigarrillos que consumo; también la de gominolas, sobre todo a altas horas de la noche, que voy encontrando por casa de mi madre cuando todo está en silencio. A lo largo del finde y en adelante, veo varias series recomendadas por amigos, como Mare of EastDown (HBO) y Luis Miguel, la serie (Netflix), para aprovechar el tiempo y desconectar del teléfono. Lo consigo, pero al final del domingo, solo en casa, me siento más aislado que nunca. Y es ahí cuando siento la necesidad de escribir a mi novio, via mail. Me contesta al segundo y me quedo algo más tranquilo.
Día 5
Quedan tres días para terminar. Es lunes. Y ya de vuelta en Madrid, reflexiono cómo ha ido el fin de semana. Y lo primero que pienso es que acarreo desde hace algunos días problemas para ir al baño. En ningún momento creo que esté relacionado con esta experiencia, pero el psicólogo Jordi Isidro me dirá más tarde lo contrario. ¡Bingo! Un síntoma más que confirma que sufro un, aunque leve, síndrome de abstinencia. "Es lógico que suceda, has cambiado tu rutina diaria y el cuerpo se queja. También se nota a la hora de dormir o comiendo, puedes comer más o menos", explica este experto.
A pesar de esto, lo cierto es que el comienzo de la semana se me hace fácil. En el trabajo todo va bien e incluso noto mayor capacidad de concentración. De hecho, se me olvida hasta el partido de la Selección Española en la Eurocopa. Aunque he de admitir que tampoco soy muy fan del fútbol. Carmen y José Andrés, en su tónica de tentarme con las redes sociales, llegan hasta el punto de mandarme stickers, memes y capturas de Instagram por el correo. Soy fuerte y no los abro, aunque sí intercambio con ellos algunos mails.
Por la noche, me reencuentro en casa con mi novio y siento algo de alivio, después de cuatro días con tantas llamadas. Todo es genial hasta que, poco después, empiezo a notar que estoy algo más tenso y enfadado. ¿La razón? En ningún momento deja de prestar atención a las redes sociales, mientras yo, básicamente, miro a la nada. Después, me enseña las 300 fotos de Mallorca en el teléfono; y más que satisfecho por verlas, me siento tan anciano como mi abuela, cuando hago lo mismo con ella tras volver de alguno de mis viajes.
Era la primera vez que experimentaba estar algo más arisco con una persona. Tal vez porque hasta ese día, había estado la mayor parte del tiempo solo y sobre todo, abstraído de las redes sociales de los demás. Y, en esta ocasión, al pasar más tiempo con Pasquale, podía escucharlas e intuirlas, pero no disfrutarlas.
Día 6
No le dí demasiada importancia hasta que al día siguiente volvió a suceder y decidí comentárselo mientras preparábamos la cena. Después, incluso nos reímos, pues lo cierto es que, antes del experimento, era yo el que más pendiente estaba de las redes sociales y él el que más me lo reprochaba. Lección aprendida, espero.
Por la mañana, el momento, diría, más complicado de toda esta experiencia. Tengo que ponerme en contacto con una profesora extremeña, Ana, que ha ganado el premio a la mejor profesora del año en EEUU y, además, es la primera española que lo consigue. Ojo, logro dar con ella sin utilizar las redes sociales. El problema, no obstante, viene cuando tengo que entrevistarla por teléfono. Ella me dice que suele hacerlo por WhatsApp, pero le cuento en lo que ando metido y no me pone problema. Así que la llamo a su teléfono estadounidense, pero no me coge. Lo intento una segunda vez, tampoco. Al mismo tiempo, vamos intercambiado correos intentando averiguar qué es lo que ocurre. Lo hago una tercera llamada, una cuarta, una quinta y nada.
Yo, sinceramente, me veía activando los datos del teléfono del trabajo, lo último que podía hacer era no entrevistarla. Pero sucedió el milagro. Cayéndome ya la gota de sudor sobre la frente, a la sexta fue la vencida y pudimos hablar largo y tendido sobre su merecidísimo premio. Eso sí, a cobro revertido.
Día 7
El último día, fíjense qué tontería, me percaté de dos cosas. La primera, que llevaba siete días sin mirar la app del tiempo. No era ninguna red social, lo sé, pero no tenía datos móviles, así que cada día era una aventura; la mayoría de veces, fallida. Porque con el tiempo tan loco que hizo no acerté ningún día. Pasé frío, calor... En fin, un desastre. Y la segunda, que en una semana, solo había cargado los teléfonos un par de veces. Normalmente, mueren al final del día. Así que incluso ahorre electricidad, que no viene nada mal tal y como están las cosas.
Por lo demás, todo fue bien. El miércoles, 30 de junio, seguía teniendo controlado el móvil, pero tenía muchos menos impulsos de ver la hora constantemente o de meterme inconscientemente a Instagram para ver quién había subido la última foto, como sí me ocurría los primeros días. Parecía que me iba adaptando y el mono iba desapareciendo. Así que cuando, por la noche, llegó la cuenta atrás, activé los datos y, literalmente, los teléfonos empezaron a echar humo por todas las notificaciones [más de 1.500 en WhatsApp y cientos en otras aplicaciones], no sentí la necesidad inmediata de meterme en ellas.
Es más, incluso sentí algo de rechazo; me daba realmente pereza atender de golpe todos esos mensajes. Aunque sí estuve pendiente del teléfono durante 15 o 20 minutos para comprobar, con asombro y casi emoción, cómo mi novio o mi padre me habían seguido escribiendo (bastante) como si no hubiese dejado las redes; o cómo mi amiga Carmen me había dedicado un diario desde el día en el que me desconecté. Siete textos en los que describía cómo me veía cada día. me contaba cómo se sentía ella, los problemas que le habían surgido o el miedo que sentía de vez en cuando por si se me ocurría no volver. Gracias.
¿Qué conclusiones saco de esto? Que todos deberíamos hacerlo, sobre todo, para tratar de cambiar nuestros hábitos en las redes y darnos cuenta de que lo realmente valioso está más fuera que dentro de ellas. A lo largo de la semana he sentido en muchos momentos que la vida real desaparecía, que yo no existía, pero siempre con el alivio de que la gente importante ha seguido ahí, aunque fuese con una llamada. He tenido tiempo para pensar, ver que todo está en orden y, creo, he sido un poco más feliz. He estado más tranquilo, más concentrado [algo que escaseaba últimamente], y he ganado paciencia. Aunque tampoco me engaño, otros momentos han sido un auténtico infierno.
Es cierto que mi caso no es tan extremo como el de los pacientes que tiene en la consulta Jordi. Este psicólogo cuenta que tiene a jóvenes, de entre 20 y 25 años, que utilizan hasta 12 horas diarias el móvil. Es decir que, o duermen, o están con el teléfono. Su vida es su habitación. Un aislamiento que, en la mayoría de ocasiones, culmina en casos graves de depresión. Estamos a tiempo de evitarlo.