El hombre no puede apartar la vista del lienzo que se alza frente a él. Está en su salón, en una alejada casa de Oleiros (A Coruña), a la luz del día y frente al sofá, el sitio de siempre. Un día más, su interés se centra en un pequeño recuadro de medio metro de alto, gastado y polvoriento, que promete más de lo que realmente es. Ella, la chica de la pintura, gira la cabeza y mira a los ojos. Él, de pie, levanta la barbilla y devuelve el vistazo. Se pone las gafas y recorre escrupulosamente cada hebra, cada capa y cada trazo, la misma liturgia que lleva practicando los últimos 20 años, hasta llegar a la conclusión de siempre. “Sigue siendo una copia”.
El que habla es Santos Miguel Ribadeneira, cubano, gallego, profesor, coleccionista y lo que haga falta. No le escucha nadie, mucho menos la joven dama plasmada en la pintura, pero necesita ese recordatorio, la pequeña nota que le recuerde cómo fue traicionado, vendido y utilizado por los suyos para robarle su más preciada posesión: el retrato que Francisco de Goya le hizo a su hermana, Rita. Lleva más de 20 años gastando tiempo, dinero y energías en encontrarlo, y más cerca no podría estar. En el sótano lo tiene todo sobre él, las credenciales, los artículos, los sellos y los rastros. Todo. Menos el cuadro.
Ahora, cumplidos los 77, vive en un caserón, gasta gafas para ver de cerca y da la mano con ese optimismo desbordante de quien ha vivido todo lo que ha querido y todavía le quedan mil y una fuerzas para no darse por vencido. Recibe a EL ESPAÑOL en su jardín, recién comido y con los documentos sobre la mesa. También la copia del cuadro que sigue escrutando cada mañana desde que se lo robaron. Todos los culpables, menos uno, tienen nombre y apellido: “Mi primo Honorio, sus amigos y Esther Koplowitz”, desliza con la ceja levantada. Han leído bien. Retrocedamos.
El robo del siglo
El mayor robo de arte de una colección jamás realizado en España también tiene nombre y apellidos. Ocurrió el 8 de agosto de 2001 en casa de Esther Koplowitz, un golpe sencillo y limpio en el que desaparecieron 19 pinturas. La más valiosa era El columpio, un lienzo de Goya tasado en 12 millones de euros. Ese día, Santos Ribadeneira se encontraba en el aeropuerto de Barajas con otro Goya, el suyo, guardado en una cartera de cuero.
“Yo estaba yendo a Miami a venderlo, pero llevaron a una sala y me hicieron esperar a que viniera un experto del Museo del Prado. ¡Se pensaban que mi dama era uno de los cuadros robados!”, recuerda a este diario. Ni los documentos ni las cartas de posesión convencieron a los guardias, que pararon el tráfico aéreo hasta comprobar que, a pesar de todo, sólo era una coincidencia. Y Santos partió con un Goya bajo el brazo y una mosca detrás de la oreja.
La cosa hubiera quedado en anécdota si no fue por el precedente que generó. Llevaba en la mano la herencia de su padre y de su abuelo, una pintura que había pasado de valer 300.000 pesetas a dos millones de euros, a más de 10 millones de dólares, según estima un estudio realizado por Janice Kuhn ese mismo verano, y estaba a punto de encontrar comprador. Entonces surgió el segundo imprevisto.
“En ese momento yo estaba sin trabajo, y estando en Miami me llamó el rector de la Universidad de A Coruña para que volviera y firmara un contrato”, explica. Tenía que coger el primer vuelo de vuelta para llegar a tiempo, pero el incidente del aeropuerto y el robo a Esther Koplowitz le hicieron temer por su obra. Pensó que, estando las cosas como estaban, quizá no le dejaran sacarla de España una segunda vez, y cometió el primer error.
Optó por dejarle el cuadro a su primo, Honorio Ribadeneira, que residía en Miami; en el banco le cobraban 1.200 dólares al mes por guardarlo en una cámara acorazada, pero de quién te vas a fiar si no es de tu familia. Así, los primos firmaron un contrato el día 29 de agosto por el que autorizaba a Honorio la custodia de la pintura, nada más. Si el robo del siglo en casa de Esther Koplowitz no hubiera disparado las alarmas de Barajas, Santos habría viajado con su Goya de vuelta a Galicia hasta cerrar el contrato de compraventa. No fue así.
La traición
El día 1 de junio de 2002, un par de semanas antes de terminar el curso universitario, Santos recibió un fax de su primo Ignacio, hermano de Honorio. La carta, que ha podido comprobar este diario, detalla cómo Honorio llevaba un tiempo coqueteando con posibles compradores a pesar de no tener los permisos suficientes. Finalmente, según pudo saber la Policía de Miami, el retrato acabó empeñado y desaparecido. El primo no tenía dónde esconderse, y fue de cara.
“Me pidió que le pagara 5.400 dólares sólo por ver el cuadro, ¡mi cuadro!”, resopla Santos. Finalmente, logró quedar con Honorio mediante y varios intermediarios: el argentino Juan Enrique Prior, el iraní Bahman Amini y un tercer hombre llamado Alberto Otero. Así figura en la investigación policial y en la demanda presentada por Rubinstein & Associates, uno de los bufetes de abogados más conocidos de Miami. En el momento de la cita, el mes de septiembre, la tarifa de los cuatro amigos subió hasta los 8.700 dólares sólo por ver el retrato.
Fue entonces cuando Santos se puso en manos del detective Menéndez, un teniente de la policía miamense también originario de Cuba. El agente reconoció en Alberto Otero a un antiguo delincuente puesto en libertad recientemente, por lo que elaboró un plan para que confesara.
Santos y él se citaron el 27 de septiembre en el número 3632 de Calle Ocho, South Miami, en un restaurante cubano llamado La Carreta. Tras pedirse unas bebidas, Otero entregó al ahora vecino de Oleiros un papel con sus condiciones para ver el cuadro, 8.700 dólares mediante; en ese momento, una veintena de agentes de Policía vestidos de paisano, de traje y corbata y figurantes en mesas de los alrededores esposaron al delincuente y lo llevaron a un parking. En menos de diez minutos, Menéndez estaba de vuelta con Santos: “No se preocupe, ese mariconazo ya cantó”.
El cuadro estaba guardado en el almacén del iraní, en el número 5983 de Sunset Drive, South Miami, y allá que fue Santos. Le permitieron entrar después de conseguir la orden judicial, el 11 de octubre de 2002, y ahí estaba ella, Rita, intacta. “La cogí, le miré las costuras, lo comprobé todo y abracé el retrato como si fuese la primera vez”, recuerda, “pero no me dejaron llevármelo hasta que cerraran la investigación la semana siguiente”.
Esta vez dejó de apoderado del cuadro a un amigo cercano, el doctor Osvaldo Friger, residente en Miami, que tenía el encargo de rescatar la obra en cuanto la Policía le diese permiso. Éste nunca llegó, y el iraní dueño del almacén se negó a entregar el retrato. Se abrió una vía civil en los juzgados, pero para cuando la fiscal dio la razón a Santos sobre el robo de su cuadro, el Goya había vuelto a desaparecer.
—Han pasado casi 20 años desde ese momento. ¿Qué ha hecho todo este tiempo?
—Entre abogados, investigadores privados y viajes me he gastado más de 130.000 dólares en recuperar mi cuadro, pero nada. Le escribí cartas a George Bush, que en ese momento era presidente de los Estados Unidos, y a su hermano Jeb, que era gobernador de Florida. También a Aznar, y me respondieron -en realidad lo hicieron sus gabinetes- que estaban interesados en mi caso pero no podían hacer nada. Lo último que supimos de él es que Bahman Amini lo había vendido en 2015 a un brasileño amigo suyo, pero su nombre era falso y es imposible seguirle la pista.
La herencia
Santos heredó la pintura de su padre, que a su vez la heredó de su padre antes que él. Él estaba en Cuba y el retrato en Galicia, así que nunca le hizo mucho caso al cuento de su abuelo que hablaba sobre un cuadro de gran valor entre las cámaras de la familia. Durante 18 años, desde la muerte del padre en 1974 hasta llegar a Oleiros en 1992, el último de los Ribadeneira no supo nada de aquella vieja obra que representaba a una dama desconocida.
Al menos, eso se supone. La pintura estaba en tan mal estado que era difícil reconocer a la susodicha, mucho más identificar a su autor. Lo único que Santos tenía era una vieja carta de su abuelo que juraba y perjuraba que sí, que se fiasen, que ese cuadro era valioso. Y se fió.
Lo mandó restaurar dos veces, lo pasó por análisis químicos, lo limpió y lo entregó a los expertos y técnicos de arte más importantes que pudo encontrar. Primero fue Antonio Perales Martínez, del Instituto del Patrimonio Histórico Español; luego José Luis Morales, uno de los mayores expertos en Goya del mundo; finalmente Janice Kuhn, para probar la certificación en Estados Unidos. Todos coincidieron en el autor. Alguno incluso dijo lo de Indiana Jones, aquello de “debería estar en un museo”. Pero no coló. Y ahora está perdido.
“Pero volverá”.