El 17 de abril de 2009, el Festival de Cine de Málaga organizó una sesión doble con sendos documentales sobre las figuras de Santiago Carrillo y Manuel Fraga. Había un contraste extraño entre ambos: Carrillo, el simpático despiadado, apareció en la sala de cine a sus 94 años y se lanzó a un improvisado debate con el público. Era aquel un hombre pegado a una ideología, con un fervor tal, con tal dogmatismo, que, curiosamente, le desproveía en ocasiones de humanidad. “Entre mi padre y el Partido —decía en pantalla como la cosa más normal del mundo—, elegí al Partido”.
El documental de Fraga mostraba a un tipo de hombre parecido y a la vez muy distinto. Un hombre que, entre la familia y cualquier otra cosa, habría elegido la familia, solo por tradición. Un enamorado del orden. El funcionario por excelencia. Desde sus primeros pasos en la política en los años cincuenta hasta su última legislatura como presidente de la Xunta de Galicia, ya entrado el nuevo siglo, Fraga aparecía como lo que probablemente fuera: un hombre serio, sin concesiones, seco, pero, a la vez, tremendamente pragmático. En un momento dado, hablando de los orígenes de las familias Fraga e Iribarne, del amor entre sus padres en la Cuba poscolonial, se atreve a decir: “Si mi familia se hubiera quedado en Cuba, quizá yo hoy sería Fidel Castro”.
Parece disparatado, en principio, pero ¿por qué no? Castro y Fraga fueron íntimos amigos durante años, invitados mutuos a multitud de viajes institucionales y de placer. Ambos, al fin y al cabo, defendían el orden. Ambos, defendían la patria —la nominal y la chica—. Ambos creían en la burocracia del estado, en sus infinitos recursos, como forma de controlar cualquier tipo de exceso individual. Ambos, personalidades gigantescas, parecían necesitar de la estabilidad, la revolución entendida solo como un proceso en el que yo me encargo de que el mundo se pliegue a mi forma de entenderlo.
Carrillo y Fraga eran, por entonces, reliquias de oro de la política española. Un recuerdo cariñoso de lo que fueron tiempos llenos de aristas. Nadie mencionó en la sala Paracuellos como nadie mencionó Vitoria o Montejurra. No procedía. El líder comunista dedicó palabras de elogio a su otrora rival político y le deseó una mejoría en su salud. Al parecer, Fraga no se encontraba bien y por eso no había podido acudir al Teatro Albéniz. Don Manuel tenía ya 86 años y su vejez no estaba siendo fácil: problemas coronarios, de circulación, una hernia inguinal y otra de disco y ese extraño andar, bamboleándose, que indicaba que algo no iba como debía… o, más bien, que su cabeza iba a una velocidad que no podía permitirse el resto del cuerpo.
El último baile en la Xunta
Puede que, después de todo, ese fuera el precio a pagar por la agotadora campaña de 2005. Fraga, a sus 82 años, buscaba una nueva mayoría absoluta en Galicia. La quinta consecutiva desde que en 1989 hubiera dejado su Alianza Popular en Madrid con otro nombre y otro líder, José María Aznar, también enamorado del orden, pero suspicaz respecto a los límites del Estado. Aznar, hijo del reaganismo y el thatcherismo de los ochenta, no tenía demasiado que ver con el Fraga del millón de gaitas y los grandes fastos públicos… pero era fiable y tenía un proyecto, y eso bastaba.
La última legislatura de Fraga en Santiago había sido una pesadilla. Empezó en 2001, con 41 de 75 escaños, al rebufo del enorme éxito electoral del propio Aznar el año anterior a nivel nacional. Acabó en pleno zapaterismo, con las calles tomadas por manifestaciones de todo tipo —a favor de la familia, en contra de la negociación con ETA…— y una tensión insoportable entre los dos grandes partidos y sus votantes. Se acabaron las figuras de consenso. Se acabó el respeto al patriarca. Más allá del cataclismo que supuso el 11M en todo el país, Galicia tenía aún reciente el desastre del Prestige, el petrolero que llenó de chapapote la Costa da Morte durante el mes de noviembre de 2002.
El Prestige se llevó por delante muchas carreras políticas y, desde luego, hirió de muerte al PP de Galicia. La gestión había sido torpe y lenta, tanto desde Santiago, donde Fraga no parecía estar para estos trotes, como desde Madrid, donde uno de sus cachorros más díscolos, Mariano Rajoy, insistía en quitar importancia al asunto, dando una lección de cómo no se gestiona una catástrofe desde el poder. El que pagó los platos fue Xosé Cuiña, delfín de Fraga y consejero de infraestructuras, al que llevaban años queriendo quitarse de en medio en Madrid. Su sustituto fue el ambicioso presidente de la Sociedad Estatal Correos y Telégrafos, Alberto Núñez Feijóo. Al año siguiente, ya estaba de vicepresidente primero.
La precariedad física de Fraga chocaba con la gravedad de la situación. Las encuestas daban una posible mayoría al bloque de izquierdas encabezado por Emilio Pérez Touriño (PSdeG) y Anxo Quintana, sustituto del mítico Xosé Manuel Beiras en el BNG. La propia marcha de Beiras abundaba en la sensación de soledad generacional de Fraga. No solo se toleraban sino que se llevaban bien. Sus enfrentamientos dialécticos eran tremendos, como tremendo era su respeto mutuo. Sin Beiras, Fraga y el PP se empeñaron en una nueva campaña ante una generación que ya no era el futuro sino el presente. Agotado, Fraga se recorrió por quinta vez toda Galicia. Un escaño en Pontevedra le dejó sin gobierno. Un solo escaño. Llegaba la hora de retirarse.
El senador que no cesa
O no. Un Manuel Fraga no se retira nunca como no se retira un Felipe González. Son animales políticos. Fraga mantuvo su puesto de senador hasta 2008, cuando Zapatero disolvió las Cortes, y lo renovó después hasta 2011, por mandato de un parlamento gallego en el que su partido volvía a ser el más representado. Su salud, que, en 2009, según Carrillo, flojeaba, no fue precisamente a mejor. Pronto, cambió el bastón por la silla de ruedas. Su cara mostraba el paso del tiempo sin Photoshop que le salvara. Su habla se hizo aún más pastosa y débil.
Aun así, se podría decir, a Fraga no le preocupaba tanto el cómo sino el qué. En 2010, aún tuvo tiempo de ajustar cuentas con Rajoy, a quien probablemente siempre vio como responsable colateral del hundimiento de su imagen tras el Prestige. Eran los tiempos en los que la crisis azotaba a España, segunda legislatura del PSOE. Pedro Solbes había dimitido, dejando la economía española tiritando, y la palabra “crisis” había dejado de ser anatema dentro del propio gobierno.
Aun así, Rajoy no terminaba de despegar en las encuestas. Acababa de estallar el caso Gürtel en su ramificación valenciana y solo se hablaba de los trajes de Camps. Fraga, que aún asistía a las reuniones de la ejecutiva nacional en la calle Génova como presidente fundador, se permitió recomendarle a Rajoy que fuera más contundente —no se sabe si en la defensa de Camps o en su repudio— y a que se centrara en la defensa de la unidad de España, que tirara de patriotismo para ganar las siguientes elecciones.
Ni a Rajoy ni al resto del PP le gustó nada el comentario público. Pocos meses después, aún seguía vendiendo a Núñez Feijóo como posible sustituto en los colegios mayores de Santiago. “Si Rajoy no gana las próximas elecciones, hay chicos muy preparados para sustituirle y garantizar así un triunfo de Alianza Popular (sic)”.
No hizo falta nada de eso. El zapaterismo agonizaba entre congelaciones de sueldo, primas de riesgo y amenazas de intervención europea. Rajoy ganó las elecciones del 20 de noviembre de 2011 y las ganó fácilmente. Pocos días después, fue a casa de Manuel Fraga a departir con él. Acababa de cumplir 89 años y no se le veía en público desde el vigésimo aniversario del 23F, en el Congreso de los Diputados. El día en el que, de nuevo, casi dos años después de aquella doble sesión en Málaga, Carrillo insistió ante todo el mundo en que “no le había visto bien”. De hecho, Fraga se perdió y no llegó a tiempo a la foto institucional. La ausencia de uno de los grandes protagonistas de ese día sobresalía por encima de cualquier otra presencia.
Un final por todo lo alto
Manuel Fraga dejó oficialmente la política el 3 de septiembre de 2011. Llevaba meses recluido en casa tras una fractura de cadera que le hizo pasar por el quirófano. Aquel día, los periódicos le dijeron adiós en forma de necrológica adelantada: sus años de ministro de Información, sus años de ministro de Turismo, sus baños en Palomares, su embajada en Londres. Su ministerio de Interior y sus excesos, su Alianza Popular y sus “siete magníficos”. Sus derrotas continuas ante el PSOE que sirvieron, sin embargo, para apaciguar a los nostálgicos, para aglutinar al centro derecha en torno a una marca que pretendía eliminar los extremos. Orden, siempre orden. Orden por encima de todo.
Fraga nunca se calificó de centrista porque probablemente nunca supiera qué era eso exactamente. Nunca fue amigo de la tibieza siempre que el fuego lo llevara él. Pidió a Tejero que le disparara en el pecho y aseguró al país que la calle era suya, una frase que probablemente creyera cierta. Una frase que podría haber firmado Fidel Castro, por otro lado. Tras la visita de Rajoy, todo parecía ir en orden: el PP que él mismo fundara en 1978, concentraba más poder que ningún otro partido en ningún otro momento de la historia democrática del país. Ayuntamientos, comunidades autónomas, La Moncloa…
Tal vez era buen momento para decir adiós. El 1 de enero de 2012, cogió lo que parecía un buen catarro, sin más, pero los catarros a los 89 años los carga el diablo. Su estado empeoró hasta el punto de que, una semana después, sus hijos se reunieron en el domicilio familiar para despedirse. Fraga les tuvo aún unos cuantos días esperando. Una semana, de hecho. El 15 de enero de 2012, justo hoy hace diez años, la figura más importante de la derecha democrática fallecía entre los halagos de propios y ajenos, con la salvedad de los nacionalistas, que se mostraron más bien moderados. Por decir algo.
Preguntado Santiago Carrillo, el ex dirigente del PCE contestaba: “Era un hombre con talento, que supo adaptarse sin dejar de ser autoritario”. Como si le hubiera valido con vencer en esta última batalla, el propio líder comunista fallecería apenas ocho meses después, a los 97 años.
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