Por qué Asier dejó su ejército de mercenarios: "En octubre dijeron que nos enviarían a Ucrania"
Hace cuatro meses entró en un campamento para ejércitos privados y advirtió de los movimientos del ejército ruso. Ahora da la cara y cuenta su experiencia entre los contratistas de seguridad.
13 febrero, 2022 03:01Noticias relacionadas
Es un mundo opaco, celoso. Se guardan las espaldas los unos a los otros y encubren un universo que se escapa a las banderas, los estados y la ideología. Los imperativos fuertes y la guerra de civilizaciones hace tiempo que no están en su vocabulario, tampoco la palabra que durante siglos ha definido su trabajo: mercenarios. Ellos prefieren “contratistas de seguridad”, un eufemismo que recuerda más a segurata de centro comercial que a los que se baten el cobre contra piratas, terroristas y ejércitos profesionales. La realidad, no obstante, les acerca más al fusil de asalto que a la porra extensible.
Son, a todos los efectos, pequeños ejércitos privados contratados por los grandes jugadores de la geopolítica. Para los gobiernos son un chollazo: salen más baratos, les suponen menos trabajo y no tienen que dar explicaciones si un pobre diablo se tropieza con una mina antipersona. Para ellos, los soldados, es dinero fácil, pocas preguntas y mucha adrenalina. El negocio del siglo XXI.
Hasta aquí es el relato oficial, el de cazadores de fortuna en los lugares más hostiles del planeta, protagonistas de dramas bélicos y aventureros por vocación, pero no es la historia completa. La época de los pistoleros en Irak y las milicias en Afganistán hace tiempo que terminó, y la nueva guerra privada está guionizada por las empresas militares privadas: los ejércitos de mercenarios. Su último botín está en el este de Europa.
“Hace años se hacía caja en Oriente Medio. La gallina de los huevos de oro era Afganistán, igual que antes fueron Libia o Siria, pero la nueva mina de dinero está en Ucrania. Ya en octubre nos avisaron de que iba a haber movimiento de tropas rusas y podían mandarnos allí”.
Quien habla es Asier, un joven vasco que durante el verano de 2021 dejó una prometedora carrera en la industria farmacéutica para enrolarse en un ejército privado, el de Asia Security and Protection, en República Srpska, una subdivisión administrativa de Bosnia. Atiende a EL ESPAÑOL por teléfono en varias entrevistas que se prolongan desde octubre hasta febrero, durante su instrucción militar y después de renunciar al mundo castrense. Ahora, de vuelta en España, desgrana desde dentro cómo entró en la tropa mercenaria y lo que se encontró entre sus filas.
El negocio
No siempre pensó en calzarse las botas. Hubo un tiempo en que vivía en Barcelona, trabajaba en una multinacional alemana, fabricaba vacunas para la industria farmacéutica y gastaba un carnet de afiliado al PNV. No parecía, en ningún caso, el típico perfil de tipo que acabaría vestido de mimeta en algún punto perdido del Sarajevo Oriental.
“Me pudo el estrés del trabajo, me cargué mucho. Empecé a tener unas actitudes muy tóxicas y acabé rompiendo con mi pareja, así que decidí romper con todo”, señala. En este caso, romper significó un cambio, asumir que el psicólogo no era ayuda suficiente y volverse adicto a los anabolizantes, en especial a la trembolona. “Me afectó a la cabeza, era como inyectarse furor en vena. Me sentía con fuerza para pegarme a puños con un tigre, así que me animé a cambiar mi vida”. Siempre tuvo ‘ese rollo castrense’, pero sin banderas de por medio. Quería aventura. Y pensó en Ucrania.
La primera idea que se le pasó por la cabeza fue alistarse como miliciano -”aunque fuese de telonero”-, pero desde 2014 todas las milicias de voluntarios del bando de Kiev fueron desmovilizadas o integradas en la Guardia Nacional del país. La otra opción era la vía de la seguridad privada, más segura, menos politizada y encima con sueldo. El paraíso para un liberal en busca de emociones fuertes.
Lo encontró a través de Silent Professionals, un portal de empleo para contratistas de seguridad que gestiona ofertas y formaciones para los ejércitos privados. En su caso, Asier fue a parar a Asia Security and Protection, una compañía de Hong Kong. Tampoco se esfuercen en quedarse con el nombre. Las empresas de contratistas de seguridad cambian de nombre tanto o más que de país, se fusionan y absorben las unas a las otras y resulta imposible seguirles el rastro a lo largo de los años y las decenas de campañas. Con esta pueden quedarse con que está especializada en Oriente Medio, hasta hace unos meses operaba desde Kabul y paga impuestos en Hong Kong. La mayoría, por contra, tienen sus sedes en EEUU y Reino Unido, los dos ejércitos que contratan más mercenarios. Perdón, contratistas.
En realidad sí, el lenguaje es más importante de lo que parece. Los Convenios de Ginebra no permiten el uso de mercenarios como fuerza de combate, pero no dicen nada sobre que los ejércitos profesionales subcontraten ciertas labores; por eso no existen las ofertas a mercenarios a sueldo. No explícitamente. En España, además, es ilegal la formación paramilitar sin consentimiento expreso, mucho más cuando se trata con armas de fuego. La solución: ofertas de trabajo en las que no se explica el trabajo, no se determina el sueldo y en las que piden superar unos inquietantes cursos en el extranjero. Nada sospechoso.
Narcisistas, sociopáticos y violentos
El proceso es sencillo. Tras mandar una solicitud, los mecanismos varían en función de la empresa, pero la inmensa mayoría no piden más que un test psicotécnico, una prueba de inglés, una entrevista telefónica, un currículum general y un certificado de antecedentes penales. Una vez superada esa barrera, te piden que una póliza de salud privada que pueda cubrirte durante la estancia y que lleves tu propio equipamiento, sobre todo protección antibalas. Unos mil euros en total. Él lo compró todo por Aliexpress.
Dejó el trabajo, la casa, guardó sus cosas en un trastero alquilado que pagó por adelantado y cambió de vida. La única referencia que tenía de su empleador era un nombre, el aeropuerto Nikola Tesla de Belgrado, una fecha y una hora. Ahí le reconocieron, le llevaron con otros 40 reclutas y los dividieron en seis furgonetas. Cinco horas después estaban en algún lugar de Srpska (Bosnia), en un campo de entrenamiento privado para los mercenarios del siglo XXI. Todavía no había firmado un solo papel.
“Recuerdo que ninguno hablamos durante el viaje. Alguno venía de un viaje transoceánico y necesitaba una ducha, pero por lo demás lo único que entendí es que el siguiente más bajito que yo me sacaba una cabeza y media y varios kilos de peso”, rememora. La mayoría, descubriría más tarde, eran belgas y franceses que habían servido en las fuerzas armadas o en otras empresas de seguridad privada. “Estaban cortados por el mismo patrón: narcisistas, sociopáticos y muy violentos. Lo vi desde el primer día de instrucción”.
El grupo representaba lo mejor de cada casa. Con el paso del tiempo, no tardaría en darse cuenta de que sus compañeros no eran como él. Si Asier había dedicado gran parte de su vida a fabricar vacunas en la industria farmacéutica, la gran mayoría de ellos negaba su utilidad y despreciaba el papel de la ciencia. ¿Negacionistas de la Covid? "Sí, pero lo último que quieres es ponerte a discutir con ellos". Si a él le habían pedido un historial delictivo impoluto, otros tantos acababan de salir de la cárcel por delitos de sangre. Un elenco variopinto.
“Había un francés que sí que había visto combate que cada vez que cogía un arma de fuego temblaba de miedo y sufría espasmos, esa persona claramente no estaba bien de la cabeza y sin embargo le dejaban estar allí. También había un holandés llamado Van Owen, que después de dos meses sin hablar nos enteramos que tenía cáncer de laringe, obviamente sin tratar. Y un señor alemán de 60 años, negro como el carbón, que era el mayor de todos y el mejor preparado del grupo”.
Tu primera AK
—¿Qué recuerdas del primer día?
—Nos presentaron a los tres instructores, uno de ellos ex legionario francés y los otros dos ex Spetsnaz rusos del FSB. Nos pusieron a pelear entre nosotros cuerpo a cuerpo, yo sin experiencia de ningún tipo, y me pegaron una paliza aun con las protecciones. Daba igual, acabé noqueado, cubierto de moratones… Me dieron mi primera AK y no tenía ni idea de cuál era el seguro, cambiaba de fuego automático a semi… El instructor se quedó flipado, no entendía que nunca hubiera cogido una. Me hizo hacer 20 flexiones y, cada vez que subía, me daba una patada en las costillas. Esa noche apenas pude dormir porque me dolía todo el cuerpo, estaba amoratado de los pies a la cabeza.
Desde el primer encuentro, la violencia se convirtió en rutina de cinco de la mañana a seis de la tarde. Además de las habituales prácticas de tiro con fuego real, la instrucción se centraba en formaciones de protección VIP, proteger líneas de suministro o asaltar posiciones en entornos urbanos, todo ello revestido de peleas entre reclutas, a veces por la espalda, siempre sin normas, “como si te fuera la vida en ello”. Los fusiles, sobre todo los AK-74 y los AR-15, eran deshechos de la Guerra Fría comprados a precio de saldo en Albania y Croacia. Las balas, muchas de ellas caducadas, provenían de antiguas factorías soviéticas obsoletas tras la implantación del calibre OTAN.
“A veces se ponían a disparar de noche para mantenernos en estado de vigilia, de tensión. Lo que hiciera falta para convertirnos en alarmas constantes, todo esto después de las palizas, las fracturas y el cansancio”. De todos los que empezaron la formación, tres de cada cuatro abandonaron por acumulación de lesiones. La única sanidad del campo era un botiquín de uso personal.
Retirada
Desde la primera semana, Asier tuvo claro a dónde le destinarían. Muchos de sus compañeros, además de los instructores, conocían las maniobras del ejército ruso, sus despliegues y su modus operandi a la salida del verano. Llegado el momento, los rumores de una invasión rusa a Ucrania empezaron a circular por el campamento desde el mes de octubre. Incluso le dieron fecha: finales de febrero, cuando el deshielo llena los campos de barro y ralentiza las operaciones acorazadas. Para entonces, pensó Asier, él ya estaría lejos de allí.
En realidad, se dio cuenta desde el principio de que este no era su mundo, al menos no como lo había imaginado. Las peleas y tensión constante, el cansancio y el frío hicieron mella en él. Un día, corriendo por la pista de obstáculos, un instructor empezó a disparar sobre su cabeza con un AK: “Sentí como si viniera un enjambre de abejas directo hacia mí, mi cuerpo quería echar a correr y tirarse al suelo a la vez. Me había meado de la impresión”.
—¿Fue la gota que colmó el vaso?
—No, eso fue el maltrato animal. Bosnia es un país en el que hay perros por todas partes, las calles están llenas, las carreteras están llenas e incluso te los encuentras por el monte. Son una plaga, y ellos los maltrataban. Aún peor, los usaban para enseñarnos primeros auxilios, los apuñalaban en el pecho o el abdomen y nos hacían practicar con ellos, parar las hemorragias, chapar arterias o estabilizar coágulos. En la mayoría de los casos logramos estabilizarlos, pero luego los tiraban a una zanja hasta que agonizaran. Ahí ya dije basta, a veces creo que soy más sensible a los animales que a ciertas personas.
El ambiente, en general, le cansó, pero le ayudó a ordenar la cabeza. Lo único que le recordaba a casa era ir de compras al Lidl más cercano. Volvió a España en diciembre, una semana antes de terminar la instrucción, para evitar un posible cierre de fronteras por la ola de ómicron. No le pusieron pegas, pero tampoco facilidades. De los 80 que empezaron el curso a finales de verano quedaban menos de 20.
Para ellos, la experiencia militar importaba, pero no merecía la pena. La mayoría pasaría a cobrar, dentro del pelotón cerca de 700 euros al mes; los más especializados, veteranos de guerra y licenciados con honores, pueden llegar a cobrar 700 euros al día. A muchos no les compensa.
"Al margen de lo que viéramos en la instrucción, en este negocio hay un montón de sicarios de Latinoamérica y de África que no saben el idioma y apenas sujetar un rifle. Hay palizas, precariedad, condiciones penosas y muy poca seguridad: nadie se va a jugar el pellejo por un sueldo de mierda”, aclara Asier, ya asentado en un nuevo trabajo. “Te lo venden todo en plan glamour, pero la inmensa mayoría son pobres diablos”.
Esta semana, el Ministerio de Exteriores ha recomendado a los españoles residentes en Ucrania que abandonen el país temporalmente ante el riesgo de conflicto armado en la frontera. De haber salido todo de otro modo, quizás el anuncio hubiera cogido a Asier con el fusil en la mano, guardando algún edificio del Donbáss o protegiendo a algún empresario en Kiev. No fue así, y volvió a su antigua vida, aunque piensa que no del todo.
“La experiencia me volvió más cínico, pero creo que soy bastante mejor persona que la que dejó España en septiembre. Todo lo que viví me enseñó que yo no encajaba en ese mundo, que todo había sido una ensoñación”, confiesa. “Entiendo que el ser humano es violento por naturaleza y que hay entes que necesitan equilibrar las cosas. La gente no entiende que la gasolina se vende un euro más cara porque hay gente muriendo en el frente, pero no pienso ser yo el que lo haga”.
Por eso ya no coquetea con fusiles, y prefiere a la gente en bata de laboratorio que en uniforme de combate. ¿Arrepentido? Para nada. Se queda con que el chaval bajito del carnet del PNV que no había pegado un puñetazo en su vida fue tan bueno como cualquiera y mejor que la mayoría. Ya no se despierta de noche por los tiros de una AK ni se mea encima cuando tiene miedo, pero ciertas cosas nunca se olvidan. Mejor no cabrearle, por si acaso.
Y Ucrania, mejor desde lejos. Con amor.