Mientras suena el piano, ellos levantan la pierna y estiran al frente uno de los brazos. Muy lejos del resto del tronco. Serán unos 30 bailarines, en la mañana del miércoles, en las dependencias de la Compañía Nacional de Danza, junto al Matadero. Llevan mallas, zapatillas de ballet y camisetas de andar por casa. Miran sus movimientos en la pared de espejo, alzan las manos y las recogen sobre la cabeza. Tres jóvenes, algo más tímidas, observan todo aquello desde una de las esquinas al fondo. Es fácil distinguirlas gracias a su atuendo negro, ataviado con el logo de la CND. Se llaman Kateryna Chupina, Anastasiia Kovalevska y Yelyzaveta Semenenko. Vienen de Ucrania. Llegaron a Madrid a principios de marzo, acogidas por la compañía española para que puedan seguir trabajando en lo suyo, lo que hacían antes de la guerra: bailar.
Ninguna de ellas supera los 25 años. Algunas salieron de Ucrania en coche, junto a otras mujeres de sus familias. Pasaron días conduciendo por caminos secundarios y hasta cruzando el bosque, ya que las autopistas estaban destrozadas. Makarov, el pueblo de Anastasiia, fue de los primeros en verse ocupado por Rusia. Queda cerca de Kiev y en la misma carretera. Ella pasó una semana en un sótano, hasta que logró salir de allí.
Kateryna dejó el país en un tren abarrotado, donde ni siquiera los mayores podían sentarse. Logró alcanzar Polonia y luego Italia. Hasta que una compatriota, también bailarina y con contactos en el extranjero, empezó a ayudar a las artistas del Ballet Nacional de Ucrania, la formación a la que pertenecen. Ella las podría llevar hasta otras compañías de danza en Europa. Así que estas dejaron a sus familias, una vez a salvo y en países alejados de la guerra, y llegaron a España. Yelyzaveta es la mayor del grupo, la única que habla inglés y quien responde a las preguntas de este diario.
— ¿Cómo fue volver a bailar, por primera vez, tras dejar atrás la guerra?
— Ocurrió aquí, al llegar a Madrid. Llevaba semanas sin hacer ballet. En ese primer ensayo, me sentí fatal. Había estado tanto tiempo sin hacer ejercicio que notaba las piernas muy rígidas. Fue duro.
— Hace un segundo, le costaba salir a bailar. Prefería mirar desde la barrera.
— Porque es incómodo. Todo el mundo es muy amable con nosotras. Pero nos están prestando un espacio que no es el nuestro. Nos da pena ocupar ese hueco, el de otros bailarines. Así que, muchas veces, nos sale quedarnos atrás.
Al frente del cuerpo de baile, y entre una coreografía y otra, el tutor declama en francés el nombre de los pasos. Tras él, los bailarines apoyan los pies sobre la punta de los dedos. Entonces, las indicaciones llueven a trompicones y en varias lenguas. Los OK en inglés, el arriba y abajo en castellano y otros dejes en italiano. Las tres bailarinas ucranianas presentes en el ensayo actuarán junto a la CND en el ballet decimonónico Giselle. Pero la compañía está acogiendo, en total, hasta siete jóvenes como Yelyzaveta. Todas ellas son mujeres. De los 160 bailarines que componen el Ballet Nacional de Ucrania, los chicos se tuvieron que quedar allí, como el resto de sus compatriotas varones y por orden del Gobierno, para ayudar en la guerra.
— ¿Sigue en contacto con sus compañeros, con los chicos?
— Sí, todos los días. Algunos están viviendo en Kiev, a la espera de órdenes. A otros ya les ha tocado ir al frente.
— Desde aquí, ¿qué le llega de la guerra?
— Me levanto y leo las noticias. Muchísimo, todo lo que puedo. Nunca las había leído de esta forma. Después, desayuno y vengo a los ensayos. Algunas tardes, suelo trabajar en un voluntariado. A nosotras nos ayudaron mucho al llegar a España, así que ahora colaboro llevando ropa a gente de Ucrania.
Si la música para, los bailarines se relajan y dejan caer los brazos. El tutor repite, una a una, las posiciones que tendrán que seguir. Hay quienes dan el primer salto, que a veces acaba al apoyar un solo pie en el suelo. Entonces, los bailarines mantienen esa última posición durante unos segundos. Además de recibir comida y ropa, las jóvenes acogidas por la CND viven en un apartamento prestado. Cortesía de otro bailarín. Ellas han llegado a Madrid, paulatinamente, desde principios de marzo. Preguntadas por su rincón favorito de la ciudad, las artistas mencionan el parque del Retiro. Cuando se acerque el estreno, en mayo y sobre las tablas del Teatro Real, las bailarinas serán contratadas y contarán con su propio dinero.
— ¿Qué fue lo que más le chocó al llegar a Madrid?
— Que la gente es feliz, que sonríe mientras camina por la calle. En el aire hay un ambiente muy bonito. Aun así, yo quiero volver a mi tierra en cuanto pueda.
— ¿Cómo era su vida allí, antes de la guerra?
— Cogía el coche hasta el teatro y ensayaba mucho. Llevo bailando desde los seis años, desde que supe lo que era el ballet, gracias a la televisión. Se lo pedí a mi madre y entré en la escuela. Hasta ahora, en mis ratos libres, veía a mi familia y mis amigos. Visitaba a mi hermana, al otro lado de Kiev. Me gusta mucho mi ciudad, ya que me recuerda a la gente que quiero.
Los bailarines empiezan a girar sobre sí mismos. Saltan y realizan aún más piruetas en el aire. Kateryna, Yelyzaveta y Anastasiia, que hasta ahora seguían en la retaguardia, por fin dan un paso al frente y se arrojan al aire junto al resto. Sus camisetas negras se abren paso entre el cuerpo de baile, hasta llegar al centro de la sala. Acometido el ejercicio, cruzan del todo la tarima, como otros compañeros, a la espera del momento en el que volver a saltar. Joaquín de Luz, su coreógrafo en la producción que están preparando, pide un aplauso para ellas. Entre las palmadas, se cuela un viva a Ucrania, clamado en lengua extranjera y desde el corazón de la pista.
— ¿Es muy diferente bailar aquí y allí?
— No, no. Salvo algunos detalles muy pequeños, quizá en la forma de trabajar, el ballet es igual en todo el mundo.
— ¿Recuerda sus sueños como bailarina?
— Ahora mismo, no tengo ninguno. Todo está parado. Solo pienso en mi país y en lo que está ocurriendo allí.
— Le acaba de lanzar un viva a Ucrania. ¿Se sentía patriota ya antes de la guerra?
— Sí, sí. Mi padre estuvo en la revolución naranja de 2004. Ya entonces, los rusos trataron de amañar las elecciones, a la contra del candidato más soberanista y cercano a Europa. Mi familia es muy patriota, y yo amo a mi país desde pequeña. Pero ahora, mucho más, claro.