Los alegres arcos que acarician las cuerdas de los violines del otoño de Vivaldi derraman una melodía jubilosa por las catedralicias estancias de 'La Emperatriz', uno de los seis cascos de bodega que Lustau esconde en sus instalaciones de Jerez de la Frontera. Las notas musicales se funden con el aroma amaderado y dulzón de las cientos de botas o barricas envinadas que, en disposición lineal y colocadas en tres alturas, recogen las decenas de miles de litros de vino generoso que ansían estimular los paladares de las sobremesas con su regusto a uvas moscatel, pedro ximénez y palomino. Sergio Martínez, capataz y director de operaciones de la prestigiosa bodega, camina por los pasillos milimétricamente predispuestos de esta sacrosanta capilla que rinde culto a lo que José María Pemán llamaba "el licor de sol andaluz".
Lleva una venencia en una mano; con la otra, destapa un agujerito en el lomo de una de las barricas. De pronto, con el arte de un torero, eleva el metálico aparato y asesta una certera puñalada en el impasible recipiente. La punta atraviesa un velo de flor formado por levaduras naturales y queda bañada en una dulce sangre color pálido. Retira el venenciador su artilugio con destreza y rapidez insólitas –un mal gesto podría dañar la capa que separa el vino del oxígeno y echar a perder el caldo– y se acerca la muestra goteante a sus respiraderos. Todas las mañanas, a las 7:00, alejado de ruidos y llamadas, como un monje franciscano que acude a maitines, repite la liturgia.
Sergio Martínez es una leyenda. Ostenta seis premios al Mejor Enólogo del Mundo, galardón que todos los años concede la International Wine Challenge. Fuera de España, quizás en Nueva York o en Tokio, los fanáticos del vino de Jerez se pelearían por que les firmase un autógrafo en la etiqueta de uno de sus finos, de sus amontillados, de sus olorosos. En España, tan poco dada a admirar lo suyo, eso no pasa a menudo, aunque razones no les faltan a los catadores de caldos patrios: si Martínez volviera a ganar ese título –y no hay duda de que lo hará– empataría con el hombre que más veces ha sido premiado en el planeta, su maestro, Manuel Lozano Salado, anterior capataz de Lustau.
"Yo no me he dedicado a esto nunca por los premios", sostiene el enólogo con esa humildad propia de quien sabe que el verdadero reconocimiento está en el impacto de lo que hace y en la pasión con la que se entrega más allá de los aplausos. "Yo lo veo como un reconocimiento a todo el equipo, como cuando a Zidane le dan el premio a mejor entrenador. Lo recibe porque sus jugadores ganan los torneos, no porque el mérito sea sólo suyo. Yo llevo 8 años al frente de Lustau y nuestro equipo ha sido nominado desde entonces". Sólo no lograron alzarse con el reconocimiento en 2022, que lo ganó un enólogo portugués, y en 2023, que se lo llevó Osborne.
"Sin embargo, quien más premios tuvo en todo el mundo fue mi antecesor, Manolo, fallecido en 2015", continúa el guardés de las bodegas Lustau. Lozano ganó dicho galardón siete veces consecutivas, algo que nadie ha conseguido hasta la fecha. No obstante, se llevó su primer reconocimiento mundial con más edad de la que hoy tiene Sergio Martínez, por lo que el actual director general se convertirá, con toda probabilidad, en el enólogo más premiado dentro de poco.
El concurso International Wine Challenge (IWC), al que el propio Martínez bautiza como "la competición de vinos más rigurosa e influyente del mundo", 'los Premios Óscar del vino', se realiza mediante catas a ciegas en las que 200 jueces, entre ellos varios masters of wine, no saben qué marcas están probando. En función de las puntuaciones, se nomina a tres enólogos como mejores del mundo en varias categorías: tintos, blancos, espumosos, rosados, dulces y generosos o fortificados, que es donde vencemos".
"El nivel es muy alto, porque competimos con países como Italia, Nueva Zelanda, Portugal y Francia. Los españoles siempre quedamos en los primeros puestos del medallero, aunque los de Jerez estamos muy malacostumbrados porque a los jueces siempre les gustan nuestros vinos".
150 años de historia
El periplo existencial de Lustau comenzó en 1896, cuando un secretario judicial llamado José Ruiz-Berdejo montó una bodeguita para producir sus propios vinos, pero sin cuidar el producto ni mimar la excelencia. "Eran almacenistas. No vendían su vino como tal, sino que se lo suministraban a otras bodegas que tenían infraestructura. Comenzó como un hobby y fue creciendo hasta que llegó su yerno, Emilio Lustau. Él le vio filón al negocio y se centró en hacer vinos de calidad". Fue entonces cuando Lustau cambió su nombre (1957), se trasladó a la calle Muros de Jerez y comenzó a crecer y a expandirse.
A lo largo de décadas, Lustau trató de adoptar un enfoque innovador. En 1981, introdujo una nueva línea de productos que revolucionó el mercado: los Almacenistas de Lustau, una colección de vinos que rendía homenaje a los pequeños productores tradicionales jerezanos. Este movimiento no sólo puso en valor la figura del almacenista, sino que también ofreció al consumidor un acceso exclusivo a vinos únicos y de producción limitada.
"A lo largo de décadas, Lustau trató de destacar por tener un enfoque innovador y buscar y encontrar la calidad". En este contexto, la industria del Jerez vivía un auge internacional promovido por familias británicas que, desde el siglo XVIII, habían asentado en Andalucía una red de comercio y exportación que transformaría la región. Nombres como Harveys o Domecq ayudaron a popularizar los vinos de Jerez en Inglaterra, donde el fino y el oloroso se convirtieron en emblemas de sofisticación. Lustau supo aprovechar esta tradición exportadora, pero sin perder de vista la exclusividad que hoy la definen.
"En los años 90 entra Grupo Caballero, que estaba enamorado de los vinos de Jerez. Compró este complejo de 20.000 metros cuadrados, que era propiedad de Harveys", prosigue Martínez mientras abre el portón que conecta 'La Emperatriz' –el nombre rinde homenaje a la emperatriz Eugenia, esposa de Napoleón III– con un patio central en el que flota el aroma cítrico de varios naranjos. "Caballero le da el empujón final porque abre la puerta internacional. No queríamos vender mucho, sino poco y bien. Esa siempre ha sido la filosofía de la empresa, lo que nos da consistencia como marca".
El mimo por el detalle no sólo se atisba en los tornasolados sabores de sus vinos, sino en el diseño estético de sus botellas, que apenas superan el medio millón al año. En ese afán por diferenciarse, en los 80 Lustau también se desligó de la típica botella jerezana de hombros redondos y apostó por una de brazos caídos, más elegante y sutil, que es la actual marca de la casa. "Empezamos a producir también brandy, vinagre y vermut. Actualmente tenemos unas 50 o 60 referencias; de vinos, unos 30 o 35", lo que da una cuenta de casi 9 millones de euros de facturación anual.
"Actualmente estamos en unas 600.000 botellas por año, que para la media de producción nacional puede parecer poco, pero es porque nuestro nicho siempre ha sido un cliente de perfil medio-alto. Es decir, gente especializada, vinotecas y algunos chefs. Por ejemplo, trabajamos mucho con Ángel León en A-Poniente o con el Restaurante Mugaritz de Andoni Luis Aduriz, y nuestra distribuidora es Vila Viniteca, que, quizás, es la mejor de España y una de las más prestigiosas del mundo. Eso sí: ninguna de nuestras botellas cuesta más de 100 €".
De hecho, por 12 €, 15 € y 20 € se pueden encontrar manjares como la manzanilla 'Papirusa', el palo cortado 'Península', el pedro ximénez 'San Emilio' o el amontillado 'Escuadrilla', este último uno de los más sabrosos y elegantes de la marca.
Su enfoque de ventas también ha cambiado en las dos últimas décadas. En 2003, cuando Sergio Martínez entró a trabajar por primera vez en Lustau como becario, la empresa exportaba un 80 % de sus vinos, ya que en España costaba colocarlos. Alemania, Inglaterra, Estados Unidos y Japón fueron siempre –y lo siguen siendo– sus principales clientes en el extranjero. Con el paso de los años, consiguieron reducir a un 65 % las exportaciones y ampliar el nicho de mercado nacional hasta el 35 % actual. El mensaje ha calado, porque hasta la cantante Judeline llevó a La Revuelta un par de botellas de Lustau que les regaló a Grison y a Ricardo Castella.
Amontillado, oloroso, fino
Martínez se desplaza ahora hacia un barril hueco de otro de los cascos bodegueros, este bautizado como 'Los Arcos'. De su interior extrae una botella ya acabada de un amontillado cuya etiqueta lleva el mismo nombre que el lugar. La techumbre de la nave es tan alta como la de una iglesia románica. Riega un catavino. Realiza una rápida agitación orbital, la glicerina hace que las densas gotas color ámbar se deslicen por las paredes del cristal y al maestro inspira profundamente el bouquet hasta que el aroma le acaricia el cerebro.
Da un trago. Tostado y frutos secos. 18,5 º, pero no quema en garganta. Todo está bien integrado. La acidez, alta. No saliva. Los pigmentos son similares a los del ámbar, cortesía de la magia oxidativa del paso del tiempo. Ideal para maridar con aves, consomés y espárragos, a diferencia del fino, que es más para pescados, o el oloroso, cuyo maridaje brilla con carnes rojas y de caza.
"El amontillado es uno de mis favoritos. Es un vino elegante. En Jerez tenemos dos tipos de crianza: la biológica y la oxidativa. Cada cosecha del mosto, una vez fermenta, dependiendo de la crianza que le queramos dar, la mezclamos con las criaderas de otros años para integrarlas", explica. Las criaderas o filas de botas están dispuestas en tres alturas: en las barricas envinadas de arriba, de unos 600 litros de capacidad, está el vino más joven; en la intermedia está la que lleva mezcla de un año con otro; en las de abajo, la solera, que es el resultado de haber integrado las diferentes añadas previamente mezcladas entre sí. Es la solera la que se embotella.
"En el caso de la crianza biológica, nunca dejamos que las botas estén llenas hasta arriba. Sacamos, como máximo, un tercio de la capacidad que tiene. Ese vacío que se queda se repone con el vino de las botas de la fila de arriba. Es un ciclo. La cosecha se mezcla con la del año anterior, y así sucesivamente, año tras año, hasta llegar a la solera de abajo. ¿Por qué los techos son tan altos? Porque el aire caliente sube y sale por las ventanas de arriba. La orientación de la bodega es norte-sur para que los vientos de Levante, que en Cádiz son secos, calurosos y dañinos, no nos afecten; en verano, cuando sopla Poniente, abrimos las ventanas para que entre el fresco. Eso consigue un ambiente ideal para formar el velo de flor, que es muy delicado".
Quédense con este término, porque es el secreto de los finos y las manzanillas. El velo de flor. Se trata de una capa de levaduras que cubre la superficie del vino, pero para que se forme debe haber una humedad relativamente alta, unas temperaturas ni muy calientes en verano ni muy frías en invierno y que el vino tenga entre 15 y 17 grados de alcohol, porque más la mataría.
"Ese velo de flor interactúa de dos formas: directamente, porque consume el alcohol, el azúcar y la acidez y va aportando acetaldehídos y alcoholes volátiles; e indirectamente, impidiendo el contacto del vino con el oxígeno, por lo que no se oxida. De ahí que el color del fino o la manzanilla sea pálido. Es como una manzana a la que le pones el film: el velo de flor actúa para evitar que se oxide". El Consejo Regulador de la Denominación de Origen Jerez, explica el capataz, ha reconocido cuatro tipos de levaduras. "Nosotros hemos detectado nueve, cinco más que no tienen ni nombre", se jacta.
La otra técnica usada en las bodegas de Jerez es la oxidativa. Es decir, impedir que se forme el velo de flor llenando más las barricas y llevando la gradación del alcohol hasta los 17º o los 18º para impedir el crecimiento de las levaduras. El vino, por tanto, comienza a oxidarse, y tras 12 o 15 años de vejez, se vuelve más oscuro. Así es como se fabrica el oloroso. La mezcla de las dos crianzas –es decir, un vino que comienza con velo de flor y luego se permite su oxidación– da como resultado el amontillado, de ahí que tenga el suave color del cárabe.
"El amontillado no llega a ser caoba, y eso te da la idea de que ha tenido una fase previa de crianza biológica. Un amontillado, para que provenga de fino, debe tene 2 años mínimo. Hay algunos que tienen 2, 8, 10 y hasta 20 años de crianza oxidativa; hay otros que suman 5 años de biológica y 5 de oxidativa. La gente debe entender que en Jerez la vejez no implica que un vino sea mejor. Un vino con 12 años de crianza oxidativa pura y 5 de crianza biológica... ¿Es mejor que otro que tiene 7 de oxidativa? No. El gusto es el principal medidor".
"Lustau es la única bodega del marco que tiene instalaciones en las tres ciudades, Jerez, Sanlúcar y El Puerto", continúa Sergio Martínez mientras concluye la cata de vinos con una selección especial de una añada de 1995. "Es increíble cómo las condiciones climáticas cambian un mismo producto. Aquí tenemos este fino, pero, haciendo lo mismo, sus características organolépticas cambiarían sólo por estar en Sanlúcar. Misma materia prima, misma elaboración, ciudades diferentes y comportamientos distintos en sus levaduras".
Los pasos, pesados y vacilantes por el efecto narcótico de las catas, resuenan sordos sobre el suelo de albero. Las húmedas penumbras de los cascos albergan los finos y amontillados que, con paciencia y cuidado, darán forma a las 600.000 botellas que cada año llegan al mercado nacional e internacional. La imagen de las barricas impresiona, y más aún cuando el visitante percibe la presencia de una red de telas de araña delicadamente tejidas sobre la madera envejecida y que se mecen ligeramente con la brisa que mueven nuestros cuerpos.
"Esto no podemos tratarlo con químicos, porque podrían penetrar en el vino y dañarlo", explica Martínez mientras señala el sedoso y blanquecino entramado arácnido. "Aquí todo es natural: las arañas se encargan de eliminar los mosquitos y las larvas de termita, que, con tanta madera, encuentran en este lugar el paraíso", ríe. El equilibrio entre tradición y naturaleza se revela no sólo dentro, sino fuera de las bodegas.
No todo enemigo, sin embargo, es pequeño e invisible. Las lluvias torrenciales de la reciente DANA que asoló Valencia llegaron también, aunque con menor intensidad, a Jerez de la Frontera. En la región, el agua anegó varias calles cercanas a Lustau, aunque no alcanzó a provocar daños significativos. "Gracias a Dios, no hemos sufrido ni inundaciones en las bodegas ni pérdidas en las viñas", comenta Martínez.
"De hecho, aunque las imágenes de la costa levantina han sido desoladoras, aquí las lluvias han mostrado una cara más amable. En un solo mes hemos sumado un tercio de los 700 litros por metro cuadrado que solemos registrar en un año, algo muy positivo para la próxima cosecha" Así, incluso en un año de desafíos, Lustau avanza hacia una nueva temporada con la promesa de mantener intacta la excelencia que define su legado centenario.