Una lágrima se desliza por la cara de María Asunción después de ser preguntada por cómo ha estado este mes. Otra comienza a brotar de sus ojos cuando lo recuerda. Y una última, esta más grande, rebota de su interior cuando responde. "Lo hemos perdido absolutamente todo, nuestra casa, nuestras fotos, nuestros recuerdos. No nos podéis dejar en el olvido. Lo que estamos viviendo va para largo", cuenta a EL ESPAÑOL desde Alfafar, Valencia, donde ahora mismo vive en un piso compartido con otros cinco familiares.
La comarca de Huerta Sur llora desde hace justo un mes, el 29 de octubre, cuando la peor DANA del siglo se transformó en una riada que arrasó con todo lo que se encontró a su paso. Vehículos, comercios y, sobre todo, personas: 133 hombres y 89 mujeres se fueron con el agua, según el último recuento oficial del Centro de Integración de Datos. Desde entonces, la vida en esta zona del Área Metropolitana de Valencia no es vida, sino otra cosa. Porque, dicen sus residentes, no se puede llamar vida al anhelo.
"Estamos intentando volver a la rutina, claro, pero eso es imposible. Sigues arreglando desperfectos de casa, rellenando documentación para los seguros y haciendo filas de horas para poder subir a un autobús", dice María Amor desde la puerta de su casa, en Paiporta. Aquí vive con su marido, Manuel, que un día después de la catástrofe atendió también a EL ESPAÑOL. Cuentan ahora que han perdido dos vehículos, los bienes y recuerdos familiares que almacenaban en su garaje y, en el caso de él, también a su madre. "No pude despedirme de ella", dice justamente antes de que todo se convierta en silencio.
Paiporta, que fue precisamente el lugar donde más fuerte golpeó la riada, se vio obligada a sacarse literalmente del barro. No hubo una calle o comercio que no fuera arrollado por, según describieron entonces los vecinos, "una ola gigante de color marrón". 31 días después, las Fuerzas Armadas se encargan de que la mayoría de las calles permanezcan limpias y transitables, se han organizado puntos de ayuda humanitaria por toda la ciudad, los negocios comienzan a reabrir y las ONG siguen ofreciendo comida caliente gratuita.
Pero la marca del nivel del agua en las paredes y el color de las aceras continúan ilustrando el horror de aquella tarde de octubre. Como si existiera una lucha entre el pasado, el presente y el futuro, Javier y Pablo trabajan en una peluquería a escasos metros del Ayuntamiento de Paiporta. "Nos pilló aquí dentro. Por poco no lo contamos, tuvimos la suerte de que la puerta de cristal cedió y escapamos gracias a un vecino", cuenta uno de los barberos mientras atiende a un hombre.
Todo el material dentro del local es de donaciones, cuentan, porque nada se salvó. Es de los pocos comercios que operan ya con normalidad, 37 en total, según fuentes del Ayuntamiento. Aunque el olor de la humedad, que no se va a pesar de los tres radiadores que tienen en funcionamiento, continúa siendo el protagonista de los cortes de pelo, al igual que sólo hay un tema de conversación entre clientes: lo que una vez fue y ya no será.
Algo similar le sucedió a Francisco Manzano, que tras la pandemia cumplió su sueño de abrir el que hasta hace nada era un muy popular restaurante de sushi en Paiporta: "Yo estaba con mis dos hijos pequeños en casa y cuando me avisaron de que se había desbordado el Barranco del Poyo fui rápido a sacar la furgoneta del garaje. Por pocos minutos no nos cogió, porque entonces quizás podía salvarle a uno, pero a los dos imposible", relata desde el interior de su restaurante, ahora vacío, en reformas y semidestrozado.
Es uno de los varios vecinos de la zona que denuncian la falta de ayuda institucional, desde un punto de vista económico, pero también de proximidad. "He contabilizado unos 33.000 euros en pérdidas. Es mucho. Pero es que además hay empresas aprovechándose de la situación. Me quieren cobrar un 30% más que hace una semana por reponerme la persiana, que necesito poner porque no puedo dejar esto abierto", concluye. No es el único que denuncia sobrecostes. El mismo día, otros cuatro hosteleros han afirmado lo mismo.
Más allá de Paiporta, la metamorfosis comienza a iluminar, poco a poco, la Huerta Sur. La Torre, Sedaví, Benetúser y Alfafar se intentan vestir de normalidad tras una exhausta limpieza, en la que colaboraron miles de voluntarios de toda España. Los vecinos insisten, sin embargo, en que temen caer en el olvido. "Todavía falta mucho. ¿Qué hacemos con todo lo que hemos perdido? ¿Y con los garajes que todavía tienen agua, con las casas que han caído desplomadas?", puntualiza José, provisto de una linterna y botas de agua tras salir del aparcamiento de su edificio.
Entre la desolación y la esperanza existe algo y es precisamente lo que sienten los valencianos. La limpieza de las calles en buena parte de la región colisiona de frente hasta explosionar con un colegio en Masanasa que, como si el tiempo no hubiera pasado, se mantiene con las paredes mutiladas, las aulas vacías y los patios sin columpios. Es el CEIP Lluís Vives, el centro donde hace unos días falleció un operario mientras realizaba tareas de limpieza. Permanecerá cerrado por peligro de derrumbe.
Es a tan sólo unos metros de este lugar donde María Asunción empuña una escoba y trata de limpiar una acera en Alfafar. Tres lágrimas después, explica su historia a EL ESPAÑOL, que no es más que la de una persona mayor de Montroy que "lo perdió todo" y "que no sabe qué hacer el resto de sus días". El lado positivo de la situación, dice, es que cuando el río creció 12 metros ella no se encontraba en casa. De haberlo estado su voz se habría silenciado para siempre. Pero no es así.
Pregunta-. ¿Cómo se sintió la primera vez que pudo regresar a Montoy y ver lo sucedido?
Respuesta-. Creí morir. He peleado 47 años por esa casa. Un albañil hizo cuatro paredes. El resto lo he construido yo con estas manos. Yo me he hecho mis muros. Yo me he hecho mis paredes. Yo me he hecho mi cocina. Yo me lo he hecho todo. Los recuerdos de mi padre, mi madre, mi hermana, estaban allí. Fotografías, hasta la grúa de mi hermana, que era tetrapléjica hasta la grúa de mi hermana estaba allí. Todo perdido. Ni una foto de mis padres, ni un recuerdo. Nada de nada.
Al caer la noche las unidades de limpieza, compuestas principalmente por militares y cuerpos de bomberos de todas partes de España, siguen limpiando. En Catarroja y Albal muchos bajos de los edificios continúan inundados. Y muchos vecinos se han visto en la obligación de mudarse a la ciudad de Valencia para continuar con sus vidas, ante la imposibilidad de reconstruir sus hogares y utilizar el transporte público, cuyos resfuerzos continúan intentando ser suficientes para la alta demanda.
La mayoría de las personas denuncian falta de apoyo económico, a pesar de las ayudas anunciadas. "Sólo unos pocos vecinos han cobrado 6.000 euros. ¿Qué son 6.000 euros cuando hemos perdido todo?", menciona Camilo, vecino de Catarroja. "Necesitamos medios y gente", sentencia. Y mientras los adultos hablan de dinero, un grupo de niños juega con bicicletas, dotados de mascarillas quirúrgicas de colores, entre decenas de coches inservibles y apilados a modo de depósito entre el fango.
Este artículo ha sido elaborado con la Leica M11-P, una compañera de confianza que ayuda a nuestros reporteros a elevar la narración periodística visual a otro nivel.
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