Chantal Delsol (París, 1947) es una de las primeras pensadoras que se tomó en serio el fenómeno del populismo, rehuyendo la tentación de amortizarlo como una simple enajenación irracional de las masas entregadas a caudillos demagogos. En un libro precoz y preclaro, Populismos. Una defensa de lo indefendible (2015), la filósofa francesa sostuvo una tesis provocadora: "El populismo sería el apodo con el cual las democracias pervertidas disimularían virtuosamente su menosprecio por el pluralismo".
Delsol arguyó que los populismos contemporáneos no hacen más que sacar a la superficie los déficits de la democracia, cuando el pueblo no se siente defendido por un sistema que en principio está hecho para él. A partir de las fuentes de la teoría política clásica, concluyó que el populismo es una excrecencia natural de la democracia, siempre que el sistema pensado para acortar las distancias entre gobernantes y gobernados acaba ensanchándolas.
Pero, desligadas de la realidad cotidiana de la gente, las formas de vida y el pensamiento de las élites se separan cada vez más de los de la plebe. Su virtual universo mental se demuestra incapaz de entender las reivindicaciones soberanistas y los sentimientos identitarios que privilegian el arraigo y el particularismo a entelequias ideológicas como los derechos humanos o el Estado de derecho.
Las conceptualizaciones de Delsol no han perdido actualidad. El discurso público dominante sigue entendiendo que quienes se oponen a la orgía progresista o bien son retrasados (primitivos descolgados de la dirección de la Historia); o bien están equivocados (víctimas del engaño y la intoxicación desinformativa); o bien son malvados (odian a las minorías); o bien son sectores acomodados que se resisten a perder sus privilegios.
La filósofa postuló que reaccionar con descalificaciones y excomulgar del juego democrático a los detractores del consenso progresista es justamente lo que ha engendrado las actuales sociedades cismáticas. Al impedir la posibilidad de un debate cortés, condenan a los populistas a tomar el camino del exceso verbal. El estilo provocador de los líderes antisistema, único medio que tienen para hacerse oír, recrudece a su vez la intransigencia de los defensores del statu quo, perpetuando el círculo vicioso de la demonización.
En el núcleo de esta brecha reside la forma de gobernanza preferida por el establishment, una suerte de despotismo ilustrado tecnocrático-leninista. A esta concepción de la política, que presupone que los ciudadanos carecen de la capacidad para conocer las condiciones de su propio bien, Delsol contrapone el principio de subsidiariedad.
Es el tema de su segunda gran obra, El Estado subsidiario (2021), donde aboga por la antítesis del Estado providencia. Una forma política federal que permite el "despliegue de responsabilidades cívicas", al no asumir aquellas funciones que pueden desempeñar los cuerpos intermedios de la sociedad.
Aunque ha publicado más de una treintena de ensayos (la mayoría de ellos sin traducir al español, amén de tristemente descatalogados), su bibliografía ha orbitado en torno a un puñado de preocupaciones reconocibles. Su último libro, El fin de la Cristiandad (2021), vuelve sobre su peritaje del clima intelectual contemporáneo, caracterizado por la voluntad de "rebasar y profanar los límites".
Delsol entiende que su rasgo definitorio es el nihilismo, expresión del cansancio de una sociedad individualista que ya ni siquiera abraza utopías, sino que se limita a abolir todos sus principios civilizatorios. Occidente se se odia a sí mismo, y está embarcado en una revolución cultural y antropológica que elimina las realidades naturales de la condición humana: la filiación, la muerte y la diferencia sexual.
Es el resultado del fin del imperio cultural de la Cristiandad, artesana de una evolución social que acabó volviéndose contra ella. Con el declive de la Iglesia católica en la segunda mitad del siglo XX, ahora es el Estado el que dicta la moral. Tal inversión de las costumbres, contra las que se levantan los populismos reaccionarios, se explica por la mutación de las creencias que las fundamentan.
Profesora en la Universidad de Marne-la-Vallée, miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas de Francia y directora del Instituto Hannah Arendt, Chantal Delsol ha visitado Barcelona para participar en el Seminario de Pensamiento Político del Club Tocqueville, con la conferencia El liberalismo hoy: la emancipación de sus raíces morales. Atiende a EL ESPAÑOL telemáticamente:
PREGUNTA.– Ha escrito que la victoria de Trump refleja la cristalización de una nueva corriente política occidental: el posliberalismo, un cambio de paradigma respecto a la mentalidad dominante en Occidente desde la posguerra europea. Los datos de voto al Partido Republicano parecen avalar esta tesis del hartazgo con el globalismo posmoderno.
RESPUESTA.– Los norteamericanos están apesadumbrados por el auge del wokismo, y sobre todo las clases más humildes, sean blancas o no. El wokismo no deja de ser el fin del acceso a la representación social según el mérito. Y, por tanto, es el retorno de alguna manera a la atribución de papeles aristocrática, en función del nacimiento.
Trump ha ganado porque esta corriente ha ido demasiado lejos. Aunque a su vez Trump va demasiado lejos: es como su reverso. Es la lucha entre dos extremos.
P.– Ha escrito también que "la izquierda es popular y la derecha populista". ¿Hoy los parias de la tierra están con la derecha?
R.– Depende del país. En Francia todavía tenemos una izquierda muy fuerte, la de Mélenchon, que es muy social. Pero lo que sí se observa a nivel europeo con carácter general es unos pueblos conservadores reaccionando a un exceso de mundialización.
Es muy fácil para las élites, que viajan y hablan idiomas, moverse en el mundo de la globalización. Pero para las personas de a pie, vinculadas a su principio terrestre, es mucho más complicada de digerir.
P.– Según la tesis de su libro, el populismo en realidad sólo puede ser de derechas.
R.– No necesariamente. Todo depende de qué es lo que haya que conservar, que no es lo mismo para todos.
Por ejemplo, tras la reunificación alemana, apareció un populismo que podríamos llamar de izquierda, como se puede apreciar en la película Good Bye, Lenin!. Uno que quería preservar para la Alemania del Este la estructura social de país soviético.
También el populismo de Mélenchon es de izquierdas, o el de los teóricos como Chantal Mouffe y compañía. Quieren conservar la organización social de la posguerra, los llamados Treinta Gloriosos, donde los sindicatos funcionaban y los trabajadores estaban bien tratados. Lo que quieren conservar es aquel sistema de protección social robusto.
P.– Opina que Trump no es un payaso.
R.– No digo exactamente eso. Trump es un payaso, pero tiene inteligencia de situación. Aunque creo que no es capaz de crear doctrina.
Pero precisamente porque es un clown, y tiene descaro, su atrevimiento es capaz de abrir determinadas puertas que habían estado cerradas a la intelligentsia, haciendo que llegue otra gente que desarrolle esa doctrina.
P.– Ha defendido la necesidad de que los biempensantes dejen la reductio ad hitlerum y se tomen en serio esta insurgencia contra el progreso sin límites. Pero parece que siguen atónitos y haciendo los mismos análisis que en 2016.
R.– Me parece que hay algunos periodistas de izquierdas, incluso en Francia, que están yendo más allá del insulto y están asumiendo que un 50% de los americanos no puede ser fascista. Que hay algo detrás que se expresa a través de Trump y que debe ser comprendido.
Los think tanks de Washington de todos los colores ideológicos están ya pasando el estadio de la descalificación y preguntándose por qué la mayoría del electorado ha votado a Trump.
P.– ¿Es posible salir del ciclo de retroalimentación de la polarización? Porque aunque "no son menos extremistas en sus delirios globalistas y transhumanistas", los defensores del pensamiento políticamente correcto siguen pensando que execrar el ideal emancipador ilustrado implica estar alienado o ser fascista.
R.– Empiezan a entender que no son todos idiotas, porque detrás hay un cuerpo teórico contra la mundialización que ha mostrado los problemas de la libertad sin límites.
Convencerles de que no son fascistas es más complicado. Porque es verdad que la historia nos dice que actitudes conservadoras a veces han evolucionado hacia formas dictatoriales. No siempre hacia el fascismo, que es un fenómeno particular. Pero todas las dictaduras del siglo XX en Europa comenzaron así: con el conservadurismo.
Cuando se ve un episodio como el del asalto al Capitolio, alimentado por una figura como Trump, uno se plantea si no se ha equivocado al apoyar un liderazgo que lleva la confrontación tan lejos. Es la deriva ordinaria del antiliberalismo conservador, lo que sucedió con Salazar, con Franco, con el dictador de Eslovaquia... Aunque el conservadurismo esté cargado de razones, puede dar lugar a formas terroríficas. Y es cierto que hay que prestar atención a eso.
P.– Conveniendo con usted que no es posible erradicar el conflicto de la política, ¿cómo encauzarlo para que siga existiendo amistad civil y no sucedan hechos como los del Capitolio?
R.– No es fácil. En el caso de Trump, hace falta que se rodee de teóricos moderados, que existen en los EEUU.
Fíjate en lo que ocurrió en Alemania en los años treinta. Había un pueblo muy conservador e inculto, y una intelligentsia, representada por figuras como Thomas Mann o los pintores abstractos, muy moderna, pero se puso del lado del pueblo y asumió su liderazgo.
P.– Por otro lado, ha escrito que "no hay nada menos democrático que el consenso, que excluye la diversidad y mata el debate en nombre de la paz". Aun con la querencia autocrática que señala, ¿son los populistas los auténticos demócratas?
R.– Son los auténticos demócratas en el sentido primigenio de la palabra de que la soberanía reside en el pueblo. Pero esto no tiene por qué ser necesariamente bueno.
Tenemos el ejemplo de la Alemania nazi, donde el pueblo democráticamente eligió tres veces a Hitler. U hoy en día en el caso de Gaza, donde los palestinos eligieron a Hamás. O en algunos países árabes, donde se le da la voz al pueblo y el pueblo vota por opciones fanáticas que desposeen de derechos a las mujeres. La elección del pueblo, aunque legítima, no es siempre acertada de por sí.
P.– ¿Es posible reformar la democracia liberal desde dentro? ¿O la democracia siempre engendra su propia destrucción y estamos condenados a soluciones rupturistas como las de Trump?
R.– Cuanto más descentralizada sea una democracia, menos riesgos populistas de este tipo afrontará.
Un presidente de la República tiene mucho poder y es votado por el pueblo de forma directa, como sucede en Francia. Ahí es más probable que surjan fenómenos populistas. Mientras que es más difícil si el poder está descentralizado, como puede ser en el caso de un alcalde elegido por los vecinos, donde el alcalde a su vez participa en la elección de los senadores, y así con toda la cadena de subsidiariedad. No tendrás un Donald Trump en Suiza.
P.– Usted es una firme defensora de ese principio de subsidiariedad, como una "desestatalización de la política" y "desconcentración de competencias". ¿Es también aplicable a un país con problemas de nacionalismos separatistas como España?
R.– Es difícil para mí opinar sobre este particular, porque no conozco lo suficiente el caso español como para evaluarlo.
P.– Ha contrapuesto el Estado subsidiario, que desconfía de sus ciudadanos, al Estado tutelar. Sin embargo, la derecha ha incorporado a su discurso esta defensa del asistencialismo público. ¿Considera que debería cambiar de registro y abogar más por el primero que por el segundo?
R.– La tecnocracia se ha convertido en la forma de gobierno de todos los países occidentales, una gobernanza que entiende que los que saben son los que gobiernan y los que no saben son los gobernados.
El Estado providencia dirigido por la tecnocracia considera que sabe cuál es el bien para el pueblo. En cambio, en el programa de populistas como Trump vemos la voluntad de limitar la libertad de la globalización, mediante el soberanismo económico, pero al mismo tiempo de permitir el desarrollo de la libertad en el nivel popular: dejar que cada cual haga fuego en su jardín o que porte armas. Esto es subsidiariedad.
P.– Analizó que Agrupación Nacional no consiguió ganar las últimas legislativas francesas gracias a una alianza puntual contra "los molinos de viento del fascismo". Pero añadía que "no conseguirán hacer creer eternamente a la gente que los molinos de viento son gigantes". En España, sin embargo, el presidente del Gobierno logró ser reelegido gracias a esa misma estrategia.
R.– En Francia funciona muy bien ese discurso todavía. Mismamente, mi marido hace años entró en una situación de muerte social, por haber recibido un par de votos de la extrema derecha.
[Delsol se refiere a Charles Millon, exministro de Defensa francés, que fue reelegido con mucha polémica presidente de la región de Rhône-Alpes en 1998 gracias a una alianza con el Frente Nacional]
P.– Su otro gran tema de estudio es el ocaso de la Cristiandad. Ha analizado que las sociedades poscristianas son en realidad precristianas. ¿El culmen del progreso es irónicamente el regreso a la barbarie?
R.– Para nada. La cristiandad se está difuminando pero no el cristianismo, que sigue siendo una religión muy potente en el mundo. Lo que nos está ocurriendo es algo que se asemeja a lo que pasa en China. Una forma de paganismo que, como suena peyorativo, llamaría panteísmo, y una sabiduría agnóstica, como la de los estoicos y los epicúreos. Un pensamiento que viene a decir: en realidad no sabemos, y tenemos que buscar la sabiduría cada día.
Pero eso no es barbarie. Porque hay una moral que se construye por encima. Mira el ejemplo de los juicios a la pedofilia, que hace cincuenta años no se hubieran producido. Se trata más bien de una moral que se reconstruye.
P.– Aún así, usted ha sido muy crítica con la aprobación de la ley del aborto, el matrimonio homosexual o la eutanasia. ¿No constituyen, a su juicio, una involución hacia algo que el cristianismo erradicó de la sociedad en su día?
R.– Como soy filósofa, permíteme ser un poco relativista. Es una regresión para alguien que cree en el cristianismo. Que piense que el feto es una persona. Que piense que alguien que se está muriendo es una persona que está cercana a Dios. Volver a la eutanasia o al aborto es volver a las culturas panteístas de las que hablaba antes.
P.– A su juicio, los movimientos populistas vienen a ser una revuelta del sentido común contra la "desmesura posmoderna". Pero ¿es una reacción completa? En Francia hubo 780 votos (y el 80% de la población) a favor de constitucionalizar el aborto. El 76% de los españoles aprueba el matrimonio homosexual. ¿No hay consensos sociales ya irreversibles?
R.– Efectivamente, no se podrá revertir el aborto si no se puede revertir la circunstancia de que las mujeres hayan dejado de creer en el hecho de que el feto es una persona. Es una cuestión de creencias.
Si tiene lugar la constitucionalización del aborto es porque la mayoría de gente (que sigue siendo cristiana pese a todo), cree que si los cristianos llegan al poder, lo prohibirán de nuevo. Es lo que ha ocurrido en ciertos Estados de EEUU o en Polonia. En Francia han tomado nota de que si los cristianos tradicionalistas pueden, imponen sus doctrinas. Y constitucionalizándolo pueden bloquear el proceso de reversión.