Lidia Falcón O’Neill (Madrid, 1935) vivió el verano del 36, el primer verano de su vida, a trescientos metros escasos de los bombardeos franquistas que machacaban el parque del Oeste. Y dice que se acuerda. Su madre, la escritora y periodista Enriqueta O’Neill, la había tenido del también escritor y periodista peruano César Falcón, a la sazón casado, con lo cual la madre y la abuela materna de Lidia se quedaron solas criándola cuando el padre desapareció, tragado por su otra familia y por el exilio. Todos los hombres de aquella estirpe acabaron asesinados o desaparecidos. Se forja así el mítico carácter indomable de este icono de la lucha antifranquista y feminista por decir algo, porque Lidia Falcón es más, mucho más. Es una fuerza de la Naturaleza que ha vivido lo que ha vivido y que abomina del buenismo y las versiones corregidas y edulcoradas de la Historia vengan de donde vengan.
¿Con qué color asocia usted el verano del 36?
Rojo.
¿Rojo sangre?
También rojo de las banderas, sobre todo de según qué ciudades... Yo pasé el verano del 36 en Madrid con mi madre. Mis primeros recuerdos son del Madrid bombardeado, de bombardeos que incendian el mundo. Aquella fue la primera vez que en una guerra se bombardeó deliberadamente a la población civil. En Madrid no había industria de guerra que justificara los bombardeos. Yo nací al lado de la Casa de Campo, en la calle Guzmán el Bueno, barrio de Argüelles. A trescientos metros del parque del Oeste, que fue prácticamente destruido.
Pero, ¿de verdad se acuerda?
Recuerdo muy vagamente cómo jugaba con unos árboles destruidos, árboles de varios centenares de años, estaban cortados allí. Me recuerdo poniendo no sé qué cosas en aquellos árboles con mi pobre abuela, que era la que estaba a mi cuidado, porque habían fusilado en Melilla a mi tío, capitán de aviación, el 19 de julio. Fue el primer fusilado “legal”. A su mujer la habían detenido. Pasó cinco años en la cárcel de Melilla. Sus niñas, de 8 y 10 años, ingresaron en un colegio de huérfanos de militares en Aranjuez. Mi madre y mi abuela se pasaron tres años enteros sin tener noticias de ellos. Y no las tuvieron hasta el final de la guerra, porque claro, nosotras estábamos en Madrid y ellos en la zona facciosa, no había comunicación posible...
Los hombres se iban al exilio abandonando a su familia, pero las mujeres no
¿Y cómo se acabó sabiendo lo que había que saber?
Al cabo de dos años y medio recibieron una carta de la Cruz Roja, a la que habían pedido ayuda para saber qué había pasado. Pero mi madre y mi abuela no supieron que habían fusilado a su cuñado y yerno hasta el fin de la guerra. Y su mujer tardó más de un año en la cárcel en saberlo. En un momento dado nos llegó una nota escrita de ella. Nada, tres líneas para decir: estoy viva. Eso era todo lo que nos llegó.
¿Cómo es ser niña en un ambiente así?
Yo nazco un año antes de la guerra, me crío como una niña de la inmediata posguerra. Menuda época, esa sí que tiene un color negro... Siempre que oigo informaciones de guerra, que por desgracia las hay todos los días, pienso en las posguerras. Cuando se acaben los bombardeos, los que queden vivos, ¿qué será de ellos? Pienso en aquella España siniestra, por la miseria que padecía la inmensa mayoría de la población. Y la miseria implica muchas cosas: hambre, frío, vivir en casas sin equipamiento ninguno... Nosotras no teníamos armarios para meter ropa. La teníamos que meter en un baúl, en una caja de cartón... Tampoco teníamos tanta ropa. Las mujeres nos pasábamos horas y horas remendando, yo misma, al nacer mis hijos, me pasé muchos años cosiendo.
¿Hizo mucho calor aquel verano?
En mi infancia bastante peor que el calor fue siempre el frío, incluso cuando ya vivíamos en Barcelona, que no tiene fama de ser una ciudad fría, pero la humedad se la come. Vivíamos en una casa sin ni una gota de calor. Teníamos un brasero en una habitación que se encendía al anochecer, cuando volvíamos todas de trabajar y del colegio. Eso sí, en verano, cuando se podía, con unas pocas perras se cogía un tranvía y se iba a la Barceloneta. Esa era una felicidad que aquí en Madrid no se puede disfrutar.
Si tuviera que asociar el verano del 36 con un personaje, ¿quién sería?
Podría ser Enrique Líster. Seguro que nadie lo elige. Yo le conocí muchos años después. ¿La impresión que me causó? Bueno... Pero sin duda era un personaje. Mira, aquella generación era una generación de gigantes. Los camaradas que aún sobreviven, incluso el que no pasó de militante de base o de guerrillero, eran gente extraordinaria. Con una fuerza, un vigor y una lucidez que no tienen los de ahora. Líster fue el protagonista de aquella guerra desde el lado rojo.
¿Fue su héroe de niña, Líster?
No, de niña yo tenía muchos héroes posibles. Empezando por mi tío, aunque yo no le recordara en persona. Pero había muchos otros. Pasionaria. Miguel Hernández...
¿Qué le evocaban estos nombres entonces y qué le evocan ahora?
Yo recibía la información sin censura adulta. Yo era distinta de otras niñas; el destino natural nuestro no era habernos quedado en España, sino haber salido al exilio, como salieron miles de intelectuales. ¿Que qué pasó? Pues que con parte de la familia desaparecida no te podías ir sin mirar atrás, abandonándoles...
Pues hubo quien sí lo hizo...
Bueno, eso lo hacían los hombres. Mi padre. Mi padre salió corriendo en enero del 39 y no volvió nunca más. Naturalmente si llega a volver aquí, siendo quien era y llamándose como se llamaba, lo habrían matado. Sin ir más lejos había creado el programa Altavoz del Frente, las famosas fotos con Miguel Hernández. Pero no todos los hombres huyeron abandonando a su familia, otros se quedaron. Con consecuencias funestas. Pero las mujeres no solían hacerlo en ningún caso. No se iban dejando a nadie atrás. Mi madre y mi abuela no iban a huir.
¿Recuerda usted cuando tomó conciencia, infantil pero conciencia, de que aquello no era una situación normal?
Oiga, es que sí era normal. A los satisfechos ciudadanos europeos del siglo XXI les parecerá algo insólito o aterrador. Pero toda Europa, parte de América y de otros países asiáticos estaban en guerra entonces. Cuando yo abro el ojo y me entero, y me entero pronto porque en mi casa se hablaban estas cosas, no era de esas familias que estos temas se ocultaban, es muy pronto. Los niños de cuatro o cinco años de entonces sabíamos mucho más que la mayoría de los historiadores de hoy.
Los niños de cuatro o cinco años de entonces sabíamos mucho más que la mayoría de los historiadores de hoy
¿A qué olía aquel verano de la guerra, Lidia?
A muerte.
¿A qué huele la muerte?
Pues cada uno puede imaginarlo, pero todo lo malo de los olores que puede haber. A muerte, a miseria, a injusticia...
¿Qué recomendaría usted leer para entender mejor todo aquello?
Pues se acaba de reeditar Celia en la revolución, de Elena Fortún. Conseguíamos libros, entre otras cosas, porque mi madre trabajaba de administrativa en lo que primero fue la Oficina de Prensa y Propaganda, creada el 39 en Barcelona, y que luego se convirtió en la Delegación del Ministerio de Información y Turismo. Allí iban a parar los libros que recogían en camiones los censores del ministerio, pasaban por las librerías y las bibliotecas, y los libros que recogían pero no quemaban, se los llevaban en camiones y los tiraban en el sótano de la Delegación. Y, cuando podía, mamá se metía allí y cogía algún ejemplar. Estaban todas las obras prohibidas por la Iglesia, todas las del índice. Víctor Hugo, Pío Baroja, Unamuno, Emilia Pardo Bazán, etc, etc. Todos los grandes estaban en ese sótano. Y se conseguían algunas publicaciones que habían entrado por vías clandestinas. Celia en la revolución lo escribe Elena Fortún precisamente en el verano del 36.
Mi madre trabajaba en la Oficina de Prensa y Propaganda y robaba los libros prohibidos que se acumulaban en el sótano
¿Y alguna lectura NO recomendada?
Madrid, de corte a checa, de Agustín de Foxá. Es la basura fascista más repugnante que hay.
¿Alguna película?
Pim, pam, pum... ¡fuego! Con Concha Velasco y Fernando Fernán Gómez, dirigida por Pedro Olea en 1975. Es de las pocas películas que se han hecho sobre la posguerra. Todo el cine español sobre aquellos años está edulcorado, está embellecido, como sugiriendo que aquello fue una tragedia pero no tanto, que nos reprimieron pero no exageradamente, que todos fuimos héroes, como en Los girasoles ciegos de Alberto Méndez, hace diez años o así entramos todos de cabeza en ese buenismo, ese consenso, con la vergüenza además de clasificar la guerra civil española como una guerra fratricida, entre hermanos. Haciendo como que había dos bandos, los dos igual de buenos o malos. Como si no hubiera habido nunca un gobierno legítimo, la República, y un grupo de militares facciosos apoyados por Hitler y por Mussolini que la destrozaron. Ponerse a hablar de dos bandos como si fueran dos familias de mafiosos que se van matando... En cambio, en Pim, pam, pum…¡fuego! se hace una importante excepción. También me gusta mucho Ay, Carmela, que además la recuerda más la gente...
Casi todo el cine español sobre la guerra y la posguerra está edulcorado y embellecido, como si todos hubiéramos sido héroes, como en 'Los girasoles ciegos'
¿Una canción?
La Internacional.
¿Hasta qué punto la reconstrucción adulta e intelectual de hechos tan fuertes no altera, no modifica la vivencia real?
Para mí no hay ningún corte de la memoria a partir de la cual esta se tenga que reconstruir. La vivencia es contínua, no cesa nunca, no se interrumpe. A mi tío capitán de Aviación lo matan al principio de la guerra en Marruecos y mi tía sale cinco años después de un penal medieval de Melilla. No pudimos ni ir a buscarla el día que salió, le dieron un billete de tren de esos para los presos, más un mínimo dinero para que pudiera comer durante el viaje, transbordador a Algeciras y allí un tren hasta Madrid... Ese fue el reencuentro, mientras tanto mis primas estaban internadas en el colegio para huérfanos de militares en Aranjuez. De donde hubo que sacarlas con recomendaciones y peticiones de favores porque a la madre le habían quitado la custodia por roja. No se la volvieron a dar nunca más. Se consiguió que las dejaran convivir con la madre a condición de ir a un colegio de monjas.
A mi tía le quitaron la custodia de mis primas por roja y nunca se la devolvieron, pero les permitían convivir a condición de llevarlas a un colegio de monjas
El primer año en Barcelona fueron entonces a un colegio de monjas. Más tarde se consiguió que las monjas hicieran el informe mensual, les dieran notas y todo, pero sin necesidad de que ellas fueran a clase. Así pudimos ir todas juntas a una academia de barrio. En aquella época había que escoger entre la escuela fascista y el colegio de monjas. Pero había unas academias privadas que se abastecieron sobre todo de los profesores republicanos depurados, los que sobrevivieron, y ellas y yo tuvimos la suerte de poder ir a una de esas academias.
¿Van por ahí sus primeros recuerdos felices?
Yo fui feliz. Fíjate qué cosa, con todas estas historias tan siniestras que te estoy contando. Pero yo fui feliz, gracias a mi madre, mi abuela, mi tía, y seguramente también gracias a que yo tengo un temperamento bien predispuesto a ser feliz. Por mucho que otros han procurado impedirlo. Una cosa a mi favor, creo, era que yo sólo tenía mujeres en casa. Yo nunca experimenté ningún sentimiento de pérdida por no tener padre. Ya se sabía que a todos los hombres de nuestra familia los habían machacado, habían matado a mi tío, el abuelo separado de la abuela se había exiliado, etc. Yo oía a mis compañeras contar cosas de su familia, y estaban continuamente diciendo, es que mi padre se ha enfadado ayer, es que mi padre no me deja hacer esto o lo otro, hay que ver cómo se pone, no sé si podré ir a tal cosa porque le tengo que pedir permiso a mi padre, etc, etc... Y yo barruntaba que aquello no me iba a gustar nunca. Yo pensaba, pues a lo mejor no es tan malo esto de no tener padre, porque así yo puedo vivir de otra manera...
Yo tuve la suerte de ir a una de las academias privadas que se nutrían de profesores republicanos depurados
Suena como si usted se hubiese criado con las amazonas...
Vivir y crecer con aquellas mujeres inteligentes, generosas y valientes, que además te enseñaban todo lo que se podía enseñar, yo sabía de Política y de Historia y de Literatura a los diez años mucho más que ningún niño de ahora; además, me daban mucha libertad, iba y venía yo sola de la academia. En resumen, que con un fondo de tragedia terrible, pero yo era feliz. Era una niña, jugaba y me desarrollaba. En Barcelona, de niña, creé una banda de bandoleras urbanas...
¿Perdón?
Yo agitaba al personal, siempre lo he hecho. Hoy se habla del bullying escolar. Pero en aquella época lo que había era salvajismo escolar. Sobre todo contra las niñas, las pocas niñas que íbamos a estas academias privadas que te dije, las únicas escuelas de la época donde íbamos chicos y chicas juntos. Y ellos nos atacaban con un salvajismo, con una violencia... Yo tenía ocho años cuando empecé el bachillerato, siempre he sido muy precoz, y los chicos que iban a clase conmigo tenían diez o así. Y se divertían pegando a las niñas. Ahora el tema se denuncia, lo cual está muy bien, pero en mi opinión las víctimas se deprimen demasiado y en cambio se organizan poco para defenderse.
Piensa que en la época se llegaba a argumentar a favor de la educación segregada por sexos que era la única manera de proteger a las niñas de la violencia de los niños. A mí no me pegaron nunca, pero lo normal era que ellos empezaran la mañana tirando de las trenzas y dando empujones. Luego quitaban los libros, etc. Hasta el día que me lo pretendieron hacer a mí. Dejaron una cartera llena de libros en el asiento que me tocaba ocupar a mí. Yo la aparté para sentarme y entonces vino el machote con aires de propietario. "Eso lo dejas donde estaba", me gritó, yo agarré la cartera y la arrojé al otro extremo del aula. Él se me tiró encima. Era como el doble que yo. Empezó a pegarme como podía pero yo le mordí en una mano. Era pequeñuja y desvalida pero le mordí a fondo, como una rata. Me agarré a su mano y si no me llega a soltar ya te digo yo que acaba en el hospital, que le tienen que reconstruir la mano. Se quedó pasmado. Y con él todos los demás. Las niñas aterradas en un rincón, mirando despavoridas aquella pelotera, los chicos animándole a él... Y bueno, no recuerdo si con este llegué a caerme al suelo, con otro sí, con ese otro ya me tuve que pegar formalmente, dando tumbos por el suelo. Cuando por fin me soltó y vio que la mano empezaba a hinchársele se me quedó mirando como si yo fuera un monstruo... Una fiera... Ya nadie se atrevió a pegarme a mí ni a ninguna otra niña de mi escuela.
Mi colegio era mixto y los chicos a las chicas nos hacían no 'bullying' escolar sino directamente salvajismo escolar; para defendernos tuve que morderle la mano a uno y crear una banda de bandoleras urbanas
Aquel curso terminó así hasta que el curso siguiente llegó otro machote, en este caso la provocación inicial consistió en tirarme el abrigo al suelo, en este caso ya no esperé más para lanzarme encima de él y rodar por el suelo mientras los otros chicos comentaban del nuevo, uy, éste no la conoce...
La Calamity Jane de la posguerra…
Ante todo esto yo cogí a las dos o tres niñas que me parecieron menos pasivas o cobardes y con ellas pues lo dicho, organicé una banda. Nos hicimos unos látigos con unas cuerdas. Y además dábamos batalla en la calle, en la plaza Universidad, en la ronda Universidad, la plaza Sepúlveda, la calle Muntaner... Allá íbamos a dar correazos. Una vez hasta nos detuvieron porque se nos ocurrió quitar las pinzas de la ropa con que en los quioscos sujetaban los periódicos. Tampoco sé por qué me dio por ahí, pero claro, es que a la que te desorbitas, pues ya... Claro, un día nos cogió el quiosquero por banda y se lió. No digo que esto que hacíamos estuviera bien. Pero la vida es eso. Yo creo que lo sigue siendo, pero como ahora vivimos en la época de los corazones de colores, ya no hay lucha de clases, ya no somos ni siquiera mujeres, ya somos género. Todo ha cambiado, no existe controversia, todo es consenso. Puaj.
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