Fallyn es una joven estadounidense de veinte años que reside en Wyoming. Su vida nunca ha sido fácil. Su padre no se hizo cargo de ella, por lo que la criaron sus abuelos. Tiene cierto grado de autismo aunque es capaz de comunicarse, lo que le permite preguntarle por teléfono cada dos semanas a su madre, Lisa Harris (46 años), que cuándo volverá a casa. “Le contesto que no lo sé”, dice Lisa, a sabiendas de que es mentira, porque quizá nunca regrese. En 1987, cuando tenía 17 años, condenaron a Lisa a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional por el asesinato de un hombre que presuntamente violó a su compañera de piso. Su destino está escrito desde hace casi tres décadas; morir en prisión.
Pese a todo, Lisa puede considerarse afortunada. Ha accedido a la maternidad, un derecho del que se priva a miles de niños y adolescentes sentenciados a morir en la cárcel en EEUU, única nación que mantiene vigente este tipo de castigos para los menores de edad. Eso sí, ella lo logró saltándose la ley. En 1991 protagonizó junto a otras reas una fuga y permaneció huida cinco años, tiempo en el que tuvo a su hija y estuvo a punto de casarse. Su historia parece sacada de una película, pero no es ficción, es la realidad que viven actualmente 2.500 presos que antes de los 18 fueron enviados a la cárcel de por vida en el país que llaman de las oportunidades.
Lisa Harris atiende a EL ESPAÑOL desde el Chillicothe Correctional Center, un centro penitenciario femenino de Misuri. La llamada se interrumpe cada cinco minutos dando aviso de que la conversación puede ser “grabada y monitorizada por razones de seguridad”, pero ella ni se inmuta. Deja de hablar y continúa la conversación tras la pausa, como quien lleva haciéndolo siempre. “Me gustaría estudiar y ser asistente terapéutica para ayudar a la gente. Tener un trabajo normal, una casita con jardín, mis muebles, mi cortina de ducha, mi perro, pagar mis facturas, hacer la compra... sólo ser una persona normal”, explica cuando se le pregunta sobre cómo desearía que fuera su futuro. Todavía intenta imaginarse una vida lejos de los barrotes: “En realidad tengo planes. Quiero conocer muchos lugares”.
Todos estos sueños se truncaron la noche del 10 de febrero de 1987 en Neosho (Misuri), cuando una Lisa adolescente pasaba el rato con sus amigos. Habían bebido y tomado drogas. Su compañera de piso, Jennifer, había acudido a una prueba de trabajo que no resultó ser tal. Regresó llorando y aseguraba que el hombre que debía entrevistarla la había violado. Volvieron al apartamento que ambas compartían, donde las esperaba Bill Harris (16 años), su hermano pequeño. El grupo de jóvenes decidió tomarse la justicia por su cuenta e ir en busca del presunto violador. “Fuimos demasiado lejos”, explica Bill, que relata cómo el hombre acabó muerto a consecuencia de varios martillazos en la cabeza que él mismo le propinó. “Mi hermana mayor me protegió. Confesó a la Policía que había sido ella, pero no era cierto. La condenaron por homicidio en primer grado a cadena perpetua sin revisión, y a mí en segundo grado, a 35 años de los que cumplí 15. A Jennifer también le cayó la perpetua, pero con revisión. Ya está fuera”.
"Teníamos la capacidad mental de un niño"
Bill Harris tiene hoy 45 años y vive en San Luis. Ya es un hombre libre y reinsertado, con una carrera, un trabajo y una casa en propiedad. Ahora pelea por liberar a su hermana y acabar con estas penas para menores. “Teníamos la capacidad mental de un niño”, lamenta. “Al día siguiente del crimen, volví a la casa del muerto y le robé la cartera. Intenté sacar dinero del cajero y de la ventanilla. Eso demuestra lo estúpido que era”, añade.
En España, en estas mismas circunstancias, ambos habrían sido juzgados como menores, no habrían ido a una prisión para adultos y tampoco recibirían un castigo de por vida. Pero en EEUU la ley permite tratar como a mayores de edad a los niños a partir de 12 años en ciertos delitos. “Cuando supe que iba a pasarme 35 años en la cárcel... Sentí que no había esperanza. Era el doble de lo que había vivido hasta entonces. Y la experiencia fue terrorífica”, afirma Bill. “No sabía pelear, medía 1.70 y pesaba 47 kilos. Me veían como una presa fácil. Sufrí agresiones y no podía pedir ayuda, porque eso significaba aislamiento”.
Que la vida en una prisión masculina de EEUU no es fácil no es un mito. Desde los 16 años, Bill pasó por varios centros, siempre de adultos, hasta llegar a una penitenciaría de máxima seguridad. “Cuando eres un niño en la cárcel desaparecen los días especiales. No existen los cumpleaños o la Navidad. Tuve que convertirme en un hombre, porque los otros prisioneros o te robaban o querían sexo. Por suerte nunca fui violado. Un reo mayor intentó hacerme ‘su chico’. Pedí la custodia protegida y fue la mejor decisión que tomé. Entré en un programa de ayuda terapéutica intensiva”.
A partir de entonces, su objetivo fue obtener el Bachillerato. “Nos llevaban a una clase a estudiar con un libro, pero no había profesor ni explicaciones, sólo tiempo y un vigilante”. El resto del día lo pasaba en su celda o en el patio. “Había pasado diez años sin querer pensar en el futuro, pero entonces empecé a imaginarme libre. Cambié y me dieron la posibilidad de demostrarlo. Pude salir el 12 de febrero de 2002, justo 15 años después de poner el pie por primera vez en prisión”, se felicita. Bill presume de que su caso prueba que la rehabilitación es posible.
La historia de Lisa, en cambio, no tiene de momento final feliz. Tras confesar el asesinato ingresó en el Instituto Correccional Renz de la Mujeres pero, a los cuatro años de internamiento, quiso salir. La habían condenado a una muerte en diferido, “a esperar entre rejas sin posibilidad de futuro, sin esperanza”. “Decidí escapar porque quería ser madre y no veía otra salida”, admite.
Durante esos cinco años de libertad clandestina, conoció a un hombre del que se enamoró y con el que tuvo a la pequeña Fallyn. Estaban preparando su boda cuando Lisa decidió confesarle su pasado. “Recuerdo que mi vida en aquel periodo fue bastante normal. Tuve mi apartamento, pagué mi renta, mis facturas... Conseguí trabajos en varios estados. Fui camarera, limpiadora, despaché en una tienda en la playa, enlaté pescado en una fábrica de Alaska, y fui asistente de conductor de autobuses para niños con necesidades especiales. Ése fue mi favorito”, rememora.
Tras sincerarse con su futuro esposo, éste cometió el error de contárselo todo a un amigo, que llamó al FBI para delatar a Lisa. Ahí acabó su nueva vida. Fue detenida y volvió a prisión para cumplir el resto de su condena -su vida-, teniendo que dejar a su pequeña con autismo a su pareja, que acabó desentendiéndose de su prometida y de la niña.
Fallyn cumplirá 21 años en noviembre. Sólo le queda un abuelo para cuidarla, porque su abuela falleció el pasado octubre. Su futuro es incierto. “Tengo una maravillosa relación con ella. Me la traen cinco días cada año y hablamos por teléfono cada dos semanas. Así he pasado las últimas dos décadas. Cuando su abuelo muera me temo que la ingresarán en una casa de acogida para personas con necesidades especiales. Si no estoy fuera no podré cuidarla. Y su padre no es muy responsable...”, se angustia Lisa.
Pese a este negro panorama, esta madre se aferra a que la Justicia le permita salir y dedicarse a su hija. En los últimos años la Corte Suprema de EEUU ha dictado varias sentencias que restringen el uso de la cadena perpetua a menores, lo que le da cierta esperanza de poder solicitar algún permiso, aunque reconoce que “Misuri es de los estados más inflexibles”. Escapar tampoco es una opción, porque “cuando tienes un hijo sabes que tienes responsabilidades”.
LEGISLAR EN CALIENTE
Jody Kent Lavy es la directora de la organización Fare Sentencing of Youth, dedicada a erradicar las sentencias de por vida para menores de EEUU. Nos atiende en Washington. “En los ochenta y noventa surgió la llamada teoría del ‘superpredador’, que predecía una ola de crímenes violentos cometidos por jóvenes, a los que esta corriente denominaba ‘monstruos sin Dios y sin padres’. La sociedad respondió a este miedo con leyes muy duras y abriendo la puerta del sistema penal adulto a niños y adolescentes. Se ha probado que esta teoría estaba equivocada. No hubo una oleada de crímenes. De hecho, están bajando, pero las leyes siguen ahí. Los estados más duros son Florida, California, Luisiana, Míchigan y Pensilvania”, alerta.
Una teoría de los años 80 y 90 que auguraba una generación de adolescentes asesinos llevó al país a endurecer las penas para niños
Pero hay más motivos. EEUU no abolió hasta 2005 la pena capital para niños, pero la cadena perpetua continúa. Esta dureza es el fruto de legislar en caliente. Durante los 90 se produjeron varios asesinatos muy mediáticos protagonizados por menores. La respuesta fue mano dura.
En 2010 la Corte Suprema declaró estas condenas ilegales para crímenes menores al homicidio. En 2012, estableció que esta pena no podía ser obligatoria por ley, sino que debía ser decidida caso a caso. En 2015, este mismo tribunal hizo retroactiva la medida de 2012, lo que abrió la puerta a la revisión de más de 2.000 expedientes, aunque el proceso es lento, según los datos de Fare Sentencing of Youth. “Desde 2012, para mandar de por vida a un menor a la cárcel hay que demostrar que es incorregible. Pero eso es imposible”, protesta la directora de esta organización, que denuncia además que las minorías -negros e hispanos- son las más afectadas.
"Es la primera entrevista que me hacen"
No es el caso de Bill y Lisa, que son blancos. Ambos coinciden en que estas sentencias no son la solución. “Las personas cambian y crecen. Cuando tenía 17 años pensaba que sabía todo, pero era una idiota. La Lisa que pusieron en prisión hace casi 30 años no tiene nada que ver con la mujer que soy ahora”, garantiza. Y esta evolución, pese a no haber podido estudiar. Su centro da prioridad en el acceso a la formación a las presas que pueden salir vivas de la cárcel.
La historia de estos hermanos no ha despertado demasiado interés en los medios americanos. “Es la primera entrevista que me hacen”, comenta Lisa. Y eso no ayuda. La atención mediática puede contribuir en estos casos. Cuando en 1999 Florida condenó a Lionel Tate (12 años) a cadena perpetua por matar a su amiga Tiffany (seis años) de un golpe mientras jugaban a la lucha libre, la presión social y la prensa fueron claves para lograr su salida en 2004 en libertad vigilada. Dos años después volvió a delinquir y hoy sigue en prisión.
Otro ejemplo de caso mediático es el de Kenneth Young. En junio de 2000, este chico negro de 14 años acompañado de un adulto cometió varios robos a mano armada. No hubo muertos ni heridos. Con 15 años fue juzgado como un adulto en Florida y recibió cuatro cadenas perpetuas consecutivas sin posibilidad de libertad condicional. Todas las apelaciones se le negaron. Fue la decisión del Supremo de 2010 la que anuló su condena. Según su pena revisada, saldrá en 2030.
National Geographic le dedicó un documental y, recientemente, la directora Nadine Pequeneza ha producido la película 15 to life sobre Young. “De los más de 2.500 niños condenados, Kenneth es paradigmático. Negro, indigente y abandonado, como la mayoría de casos. Y su castigo es brutal, pese a que no hubo heridos”, explica la cineasta a EL ESPAÑOL.
En su opinión, los EEUU están fuera del derecho internacional. “El Papa, Amnistía Internacional, Human Rights Watch y los colegios de abogados del mundo han condenado esta práctica”. Irónicamente, recuerda que este país fue el primero en establecer un sistema de justicia diferenciado para los menores. Ahora, en cambio, “hay cerca de 300.000 niños en prisiones para adultos”.
“PERDONÉ A SU ASESINO”
No sólo los condenados y sus familiares se oponen a estos castigos. Algunas víctimas también los ven excesivos. Linda White es una de ellas. En noviembre de 1986, en Texas, su hija Cathy O’Daniel de 26 años desapareció. Estaba embarazada de su segundo hijo e iba a casarse. Durante cuatro días de agonía, recibieron una llamada de un chico de 15 años, Gary Brown, que anónimamente les aseguró que Cathy estaba bien pero necesitaba tiempo a solas. Era falso. Él y otro quinceañero la habían secuestrado, violado y disparado de muerte. Fueron detenidos días más tarde. Se culparon mutuamente pero confesaron. La justicia los trató como adultos, excluyendo la pena capital. Los condenaron a 54 y 55 años, respectivamente.
“Estaba en shock”, relata Linda, “pero con el tiempo entendí que debía perdonar, con mi definición de perdón: pasar página y retomar tu vida”. Trabajó varios años como maestra en una cárcel. “Gracias a aquello supe que podía sentir compasión por esos criminales”, describe.
Linda White se reunió con el asesino y violador de su hija: “Perdonar es la única forma de pasar el duelo”
Decidió reunirse con Gary, uno de los asesinos, dentro de un programa de mediación llamado Justicia Restaurativa. Acudió con Ami, la hija de Cathy. “Fue increíblemente bueno. No me pidió perdón directamente, y yo nunca dije ‘te perdono’, pero cogí su mano y nos dimos un abrazo”, recuerda emocionándose. “Hasta entonces, no era capaz de imaginar el último momento de mi hija, pero tras aquello supe que murió en paz”. Linda es contraria a la cadena perpetua a menores, “esa es una barbaridad”, aunque comprende a quienes no pueden perdonar. “Es normal enfocar el dolor en enfado. Pero es la única manera de acabar el duelo”, aconseja.
De vuelta a a la cárcel de mujeres de Misuri, Lisa, condenada cuando tenía 17 años, espera que su historia “ayude a alguien, aunque sea sólo a un joven, a no pasar por esto”. Tras la entrevista irá al gimnasio. Quiere mantenerse sana. Alargar su vida todo lo posible. “Mi prioridad es Fallyn. No puedo fallarle. Soy fuerte, gracias a Dios, y espero seguir aquí y darle lo que necesite. Ese es mi sueño”.