Desde hace siglos muchas son las historias sobre cadáveres de mujeres que han aparecido ocultos detrás de bloques de piedra, hormigón y ladrillo. Una macabra práctica que se ha seguido realizando hasta la actualidad. El caso del Mesón del Lobo Feroz en 1989, en las proximidades del Palacio de Oriente en Madrid, impactó por su brutalidad y también por la pachorra del asesino.
Se convertía en licántropo en las noches de plenilunio. Las atacaba a golpe de cuchillo y después, tras el emparedamiento, parecía olvidar lo sucedido. Pero una víctima pudo escapar malherida y fue la pista que tiempo después condujo a su detención.
TENEBROSO HALLAZGO
En medio de restos de botellas y sillas desvencijadas el albañil golpeó con fuerza la pared. La alcotana hizo un hueco considerable. Parecía un nicho de escayola y madera. Extrañado, miró dentro. Un escalofrío le recorrió el espinazo hasta la nuca. Había encontrado un esqueleto. Enero de 1989.
Personada la policía en el local donde se estaban efectuando obras de reforma, se descubrió otro cadáver más. Las víctimas llevaban muertas algo más de año y medio. Ambas desnudas de cintura para abajo. En el recinto había mucha humedad, por lo que la descomposición de los cuerpos se había desarrollado de modo distinto.
El informe forense fue realizado por el destacado especialista José Manuel Reverte Coma. Dictaminó que habían muerto atravesadas por el filo de un cuchillo jamonero de 25 centímetros. En cuanto al perfil psicológico del asesino: hombre con odio hacia su madre, sádico, dipsómano, impotente sexual y con adiestramiento militar por la forma de utilizar el arma blanca.
Hubo que tirar de historial del establecimiento, situado en la calle Luciente, 9, una rúa estrecha próxima al castizo mercado madrileño de la Cebada. El local había pertenecido hasta entonces al subcomisario de policía Cándido Morales. Un mesón al que le puso el apodo con el que era conocido entre las prostitutas del barrio de La Latina: Lobo Feroz. Cuando le veían aparecer, en vez de dar el acostumbrado grito de ¡agua!, exclamaban ¡qué viene el lobo feroz!
Lo cedió a su hermano para que lo explotara. Después fue subarrendado a Pilar, La Rubia, una madame que lo convirtió en puticlub. Finalmente a Irene Pardo, para que lo regentara su hijo, nuevamente como mesón. Cerró a finales de 1987. El policía vendió el establecimiento y el nuevo propietario emprendió obras de reforma para dedicarlo a una actividad diferente a la hostelería.
Las pesquisas se dirigieron hacia la última persona que había explotado el negocio. En cuanto se tuvo conocimiento de que había apuñalado a una ramera, se emprendió la operación de búsqueda de ambos.
ERROR POLICIAL
La noche del 22 de diciembre, jornada con bastante movimiento pues se había celebrado el sorteo de la lotería de Navidad, Araceli Fernández hacía como siempre la acera en la calle de la Cruz, cerca de la Puerta del Sol. Su zona habitual desde que decidió alquilar sus encantos de veinteañera. Bajo la luz mortecina de alguna empolvada farola mostraba a los viandantes sus apretadas formas.
Se le acercó un individuo bigotudo. Tras examinarla de arriba abajo con mirada libidinosa le hizo una oferta: "Te doy cinco mil pesetas y te pago el taxi de vuelta".
La llevó a su bar. Para templar el cuerpo se metieron, acodados en el mostrador, un par de combinados de ron con limón. La joven observó que en la pared había colgada la cabeza disecada de un lobo. No le dio mayor importancia. Ignoraba que, el de carne y hueso, lo tenía acechando junto a ella. Se dirigió al comedor y con rapidez se desprendió de los pantalones. No quería perder más tiempo.
"Espera un poco, que voy a coger una cosa", oyó comentar al mesonero. Y, algo que no le había ocurrido con ningún cliente, lo vio aparecer todo excitado empuñando un cuchillo.
"¡Puta! No grites porque no te va oír nadie", le decía mientras empezaba a rajarla. La víctima, sangrando en las manos y en la cara, consiguió darle un empujón y echar a correr hacia la puerta. El atacante la siguió, echándosele encima, pero Araceli, desesperada, consiguió arrebatar el arma y tirarla lejos.
Entonces el atacante trató de estrangularla. Al ver que intentaba huir de nuevo le lanzó un barril de cerveza que no la alcanzó.
La fiereza de la pelea y los gritos de socorro alertaron a una vecina que telefoneó a la policía. Al poco se oyó el ulular de las sirenas de una patrulla. Los agentes llegaron justo en el momento en que Araceli estaba acorralada. Entonces el furibundo agresor le propuso un trato: "Devuélveme las cinco mil pelas y te marchas... No digas nada a nadie".
Los agentes golpeaban con fuerza en la puerta, pero el titular del negocio se resistía a abrir. Tuvieron que intervenir los bomberos. "Yo podría ir a la cárcel, pero de allí se sale. En cambio, del cementerio no. Así que ten cuidado con lo que haces y dices ahora", advirtió a la joven cuando vio que estaban a punto de entrar.
El agresor tenía las manos ensangrentadas. La mujer, semiinconsciente, mostraba nueve cuchilladas en el rostro y en las manos. Los dos fueron detenidos. Cada uno dio en comisaría una versión diferente. El agresor, que la sorprendió robando. La víctima, lo que en realidad había ocurrido.
Fue identificado como Santiago San José Pardo, el Legionario, de 32 años. Declaró que "aquella puta había pretendido robarle y que se había defendido". Tras unos días en los calabozos de comisaría, fue puesto en libertad sin cargos y se archivó el asunto. Quizá porque la agredida era una pobre lumi. Tiempo después, en cambio, tuvieron que solicitar su valiosa colaboración para esclarecer los asesinatos.
IMPOTENCIA SEXUAL, ATAQUE MORTAL
Las otras fulanas no habían corrido la misma suerte. Sucedió unos meses antes. En el mismo escenario.
Decía Margarita Landi, la famosa reportera de El Caso, que "las noches de calor estivales, con luna llena, son, como factor desencadenante, propicias para que los psicópatas maten". El lobo iba a entrar en acción.
Era finales de agosto. Hora tardía y apenas tenía público. Decidió echar la persiana. Cogió el dinero recaudado y se dirigió a su territorio de caza. Se encaminó andando por la calle de Toledo en dirección a la de la Cruz.
María Luz Varela, de 22 años y madre de dos hijos, hacía la carrera como siempre en pos de un dinero para comprar heroína. Intentaba mantenerse tiesa en uno de los portales tras meterse un pico de heroína.
Vio como se le acercaba un tipo ebrio que la estaba desnudando con la mirada. Le ofreció mil duros por un servicio. La llevó a su mesón. Entraron por el portal para no tener que levantar el cierre. Así todo mucho más discreto.
Pero, como en otras ocasiones anteriores, no pudo consumar el acto sexual a causa del exceso etílico. Ella tenía prisa por volver a su zona de trabajo. Se produjo una discusión. Empezó a insultar y golpearla. Debilitada por las drogas, no opuso resistencia. Tan sólo intentaba huir pero el que sería su último cliente le cortó, cuchillo en mano, el retorno para siempre.
Cubrió el ensangrentado cuerpo con una tela de arpillera. A la mañana siguiente lo bajó al sótano. Aprovechó un hueco existente debajo de la escalera para colocarlo cubierto de esparto y plásticos. Luego lo tapió con una capa de yeso, aprovechando un par de sacos que habían sobrado de una obra antigua. Delante, para disimular la improvisada pared, apiló unas cuantas cajas de cervezas. Alrededor, abundantes chapas, botellas, cascos y alguna bolsa de plástico.
Los vecinos del inmueble, acostumbrados al jaleo que se producía habitualmente en dicho bar, no habían dado mayor importancia a los gritos que se produjeron. La madre de la joven presentó una denuncia por la desaparición seis días después.
Transcurrido mes y medio, la historia se repetía con una mujer no identificada. Era la fiesta del Pilar. Quería celebrarlo por todo lo alto. Se dirigió otra vez calle de la Cruz. Tras echar un vistazo al panorama se acercó a una trotona, de unos 40 años, morena, conocida en el ambiente como Josefa o Teresa.
Lo acostumbrado, una vez más. "Vente conmigo, sirvo unas copas para que nos entonemos, bájate los pantalones...".
No logró consumar el acto sexual. Como siempre, surgió la discusión. Muy excitado, la golpeó. Después, una serie de cuchilladas hasta que la vida de la joven se apagó. Ebrio por completo y fuera de sus cabales terminó por perder la consciencia.
Cuando despertó puso manos a la obra. Emparedó el occiso junto al anterior y cubrió este pequeño cementerio con unas losetas. En ambos casos limpió posteriormente todo el suelo del establecimiento, fregona en mano, con zotal y lejía a fin de eliminar el hedor post mortem.
Después, como siempre, prosiguió con su vida habitual. Cuando echó la persiana de modo definitivo al mesón, lo abandonó sin preocuparse del macabro panteón que dejaba. El comisario, harto un poco del cambio de inquilinos, decidió vender el establecimiento. El nuevo propietario empezó a reformarlo. Intervinieron los albañiles y fue cuando se produjo el sorprendente hallazgo.
LARGA CONDENA, CORTA PRISIÓN
De carácter hosco y problemático, había mantenido una difícil relación con sus padres. Se alistó en la Legión para encaminar su vida pero la dureza del Tercio pudo con él. Acabó siendo expulsado por sus trastornos psíquicos. La fama de problemático y su desmedida afición al alcohol no le facilitaron su reingreso en la vida civil. Todo fueron fracasos laborales y personales.
La madre decidió montarle un bar, para que se ganara la vida. Su mala catadura, carácter adusto y comportamiento huraño le dificultaban la relación con la clientela, pero especialmente con las mujeres. Su hermano Fernando, que inicialmente trabajó con él detrás de la barra, le abandonó dado que el negocio iba mal.
Aprovechaba que tenía poco público para servirse coñac o cubatas uno tras otro. Así olvidaba sus problemas y creía afrontar mejor la situación. Pero su carácter adusto se agudizaba trago a trago y atendía de malas maneras a los parroquianos, por lo que se fue quedando solo.
Recurría habitualmente al comercio carnal sin ambages. Las furcias constituían la forma más sencilla de relacionarse a nivel sexual. Personas sin filiación –un alias protege su identidad, no su vida–, sin familia, casi sin rostro, tragadas por las sombras. Casi nadie las iba a reclamar. Y si alguien preguntaba, su vida itinerante servía como excusa de que habían marchado a otro lugar. Desconocido, por supuesto. No tenían nombre ni importaban. Tan sólo un número en su destino final, la morgue.
Su impotencia sexual, a causa de la excesiva ingestión alcohólica, le hacía sentirse insatisfecho y en cierto modo estafado. Consecuencia: riñas que zanjaba, como si estuviera cortando jamón, a golpe de cuchillo. Llegó a odiarlas. "Quería acabar con todas las que pudiera. Si no me detienen, hubiera seguido matando", reconoció ante la policía.
De todos modos intentaba excusarse argumentando que todas habían entrado en su establecimiento con la intención de robarle y que él, muy enojado, preso de excitación creciente, arremetió contra ellas. Negaba que hubiera ido a buscarlas ex profeso. Después empezó a simular cierta amnesia.
"Nos enteramos de que había regentado otro bar anteriormente y tuvimos que personarnos para hacer una serie de inspecciones. Pero, por ventura, no se detectó ningún enterramiento", recuerda el inspector jefe que llevó el caso, Ramón Gallego.
El juicio se celebró en la Audiencia Provincial de Madrid y alegó en su defensa que "sólo recuerdo que al día siguiente, cuando volví al local, encontré el cadáver de una de las jóvenes". Utilizaba su adicción a la bebida como atenuante para sus actos.
Fue condenado a 72 años de cárcel por tres asesinatos, uno de ellos en grado de frustración, cometidos en solo cuatro meses. El fallo dictado reconocía que al procesado se le diagnosticó, cuando pertenecía al tercio Gran Capitán, en Melilla, una esquizofrenia paranoide, agravada por su alcoholismo, lo que le provocaba impotencia sexual y agresividad. Los jueces confirmaron el informe del fiscal: "Es verdad que es un psicópata y un bebedor, pero su psicopatía no disminuye su responsabilidad penal".
La pregunta que se hicieron muchos fue por qué no se le detuvo y juzgó cuando el asalto a Araceli. Se podían haber evitado otros posibles crímenes. Se ignoran las andanzas anteriores y posteriores, tras que se deshiciera del mesón, de este lobo sediento de sangre.
Los psiquiatras lo definen como un serial killer en potencia. Si su tercera víctima, Araceli, no hubiera conseguido escapar habría sido incluido en dicha categoría. Agrupa a quienes matan a tres o más personas dejando, entre cada crimen, un período de enfriamiento. Actúan de modo canónico y las víctimas suelen compartir un perfil similar. El eminente forense García-Andrade reconoció que tenía "una personalidad sumamente peligrosa, que si bebe podría volver a repetir los hechos".
Ingresado en el penal de Herrera de la Mancha (Ciudad Real) sólo cumplió, por buena conducta, una parte pequeña de la condena. En el año 2004 fue puesto en libertad tras permanecer internado tres lustros. Marchó a vivir a Málaga donde, al parecer, consiguió empleo como vigilante de seguridad en un centro comercial.
Se desconoce si, tras la experiencia vivida y con el paso del tiempo, el lobo continúa sediento de sangre o se ha convertido en cordero.
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