Un caluroso lunes del estío madrileño los vecinos del barrio del Retiro se extrañaron de que la tienda Jusfer, dedicada a la contra y venta de objetos, permaneciera cerrada. Sus propietarios nunca faltaban a la cita con la clientela.
Aporrearon la puerta. Nadie respondía. Un amigo decidió telefonear a casa de uno de ellos. Tampoco obtuvo contestación. La gente se preguntaba por qué guardaban silencio. Simplemente que los muertos no hablan. Cuatro cadáveres fueron descubiertos poco después por la Policía. Se emprendía la caza del asesino.
El Caso vendió con esta noticia casi medio millón de ejemplares del año 1958. Estaba a punto de comenzar la leyenda de Jarabo, el criminal más famoso de la época moderna. Hay quienes afirman que no murió en el garrote vil.
LO DELATÓ EL TRAJE DEL CRIMEN
Una vez dentro del establecimiento, sito en la calle Alcalde Sainz de Baranda, 19, los inspectores descubrieron el cadáver de Félix López Robledo en la trastienda. Tenía dos tiros en la cabeza. De inmediato las sospechas se dirigieron hacia el socio, que no daba señales de vida.
Personados en su vivienda, en la vecina calle Lope de Rueda, 57, como nadie abría la puerta consiguieron rápidamente una orden judicial y un cerrajero facilitó el acceso. El cuadro que se encontraron fue impresionante. Emilio Fernández Díaz yacía en el baño, con un balazo en la testa. En el dormitorio estaba su mujer, Amparo, reclinada en la cama con otro disparo en la cabeza. En el cuarto del servicio hallaron a la sirvienta, Paulina, con un cuchillo de cocina clavado en el corazón.
No se descubrió signo alguno de lucha. Quedaba claro que las víctimas habían sido sorprendidas una tras otra. El robo quedaba descartado porque inicialmente en ninguno de los dos escenarios se echó en falta nada. Por tanto, se desconocía el motivo de la matanza.
Las sospechas apuntaron hacia el negocio de ambos socios, no muy limpio –adquirían objetos robados y ejercían de prestamistas– y contaban con ficha policial. Se pensó en un posible ajuste de cuentas.
La noticia del suceso se extendió por Madrid como un reguero de pólvora, lo que causó gran impacto. Sobre todo porque se había producido en una de las zonas más distinguidas de la capital. Numerosos ciudadanos acudieron hasta la tienda de empeños para saciar su morbosa curiosidad. Algunos no podían disimular en su rostro cierta complacencia por el final que habían tenido los usureros.
La autoridad decidió que tan brutal caso fuera solucionado cuanto antes. Al frente del operativo investigador se puso Antonio Viqueira Hinojosa, el mejor policía criminalista que ha tenido este país. Había esclarecido con rapidez varios de los principales casos de aquella época.
Dedujo que, a causa de la gran cantidad de sangre derramada, el asesino tuvo que mancharse el traje. De inmediato ordenó una batida por todas las tintorerías de la capital. Al poco se recibió la llamada telefónica del propietario de una de ellas, ubicada en la calle Orense, 49, comunicando que un cliente habitual había dejado para su limpieza un terno que respondía a tales características y un maletín. La Policía forzó la cerradura del mismo y encontró un par de plumas estilográficas, un reloj de oro, dos cámaras fotográficas y una radio de bolsillo, tipo de objetos con el que los asesinados solían negociar habitualmente.
El dueño del establecimiento, Julián García, explicó que se trataba de un hombre de constitución fuerte que acudía con asiduidad. Había excusado la sangre de la ropa argumentando que propinó una paliza a un sujeto durante una trifulca en una sala de fiestas.
A la Policía tan sólo le quedaba esperar. Al día siguiente lo detuvieron cuando acudió a recoger la prenda. Se trataba de José María Manuel Pablo de la Cruz Jarabo Pérez-Morris, perteneciente a la alta sociedad madrileña y emparentado con altos miembros de la judicatura.
LA AVARICIA LLEVÓ A LA MUERTE A LOS USUREROS
El nombre de su protagonista ha hecho historia. Un bont vivan perteneciente a una distinguida familia madrileña. Fue compañero en el colegio Nuestra Señora del Pilar de futuros altos cargos del Gobierno, incluso ministros. A él le dio por seguir otros derroteros.
Tras la Guerra Civil marchó a vivir a Puerto Rico y posteriormente a Estados Unidos, donde contrajo matrimonio y después se divorció. Tras algún problema con la justicia americana, retornó a Madrid. Ocho años más tarde se haría famoso por el cuádruple crimen. Se entregó de lleno a una vida disoluta. Quemaba de modo incesante el dinero en juergas, mujeres y drogas.
De fuerte complexión, atractiva apariencia y corte mundano, con grandes dotes de seducción, hasta los chulos le temían. Lo mismo invitaba a toda la barra que se liaba a guantazos con quien se le enfrentara por temas de faldas.
Tras dilapidar en un corto espacio de tiempo quince millones de pesetas, su familia le fue recortando los envíos de dinero que le efectuaba desde Puerto Rico. Acuciado por la necesidad, acudió a Jusfer -la tienda dedicada a la contra y venta de objetos- para pignorar un anillo a cambio de cuatro mil pesetas. Un establecimiento cuya legalidad siempre estuvo en tela de juicio. Se aprovechaba de gente en apuros que no podía obtener dinero rápido. Cobraba intereses del doscientos por cien.
La joya empeñada pertenecía a su amante británica, Beryl Martín Jones. Ésta había regresado a Inglaterra y su esposo, que se la había regalado, le preguntó por la misma. Así que era urgente recuperar el valioso solitario. Entonces los prestamistas le exigieron a Jarabo una autorización escrita de la propietaria. Acudió al poco con la carta, pero los usureros aprovecharon para exigirle cincuenta mil pesetas. En metálico o en alhajas. No le devolvieron la misiva de la mujer, que se quedaron como garantía hasta que regresara el sábado 19 de julio (de 1958) para liquidar el asunto.
“Les pedí la sortija de todas las maneras posibles, pero siempre me daban largas. Ante la llegada de una nueva carta de la inglesa, en que me metía prisa, decidí ir de nuevo a por ellos dispuesto a todo”, declaró a la Policía.
El día de la cita se dirigió a última hora a la tienda, pero llegó tarde porque se entretuvo con una mujer a la que acaba de conocer. Entonces decidió encaminarse hacia el domicilio de uno de los fiadores, Emilio Fernández, que residía en las proximidades. Procuró que no le viera el portero de la finca. Le abrió la puerta la sirvienta y, una vez en el salón, exigió al prestamista que le devolviera el anillo y la carta. Éste se resistió y, según el testimonio de Jarabo, intentó echar mano de una pistola. El visitante fue más rápido y le metió un balazo con la suya. Fin a la discusión.
La empleada salió al pasillo al escuchar el estampido y se dio de bruces en la puerta del baño con el agresor. Éste se fijó en el enorme cuchillo que llevaba en la mano, con el que estaba preparando la cena, y le golpeó en la cabeza con la pistola que acaba de utilizar. En el consiguiente forcejeo entre ambos consiguió clavárselo en el pecho. Hasta la empuñadura. De inmediato la joven cayó inerte.
Sin pérdida de tiempo se lavó las manos y se puso unos guantes de goma que había en la cocina. Empezó a rebuscar por toda la casa la sortija pignorada y el comprometedor escrito. De pronto oyó girar la cerradura de la puerta. Volvió al pasillo encontrándose con la esposa del difunto. Ante la sorpresa de ésta comentó con sumo aplomo que era inspector de Hacienda y que se encontraba allí por una investigación que estaban haciendo al negocio de su marido. Excusó la ausencia de éste y de la criada diciendo que habían marchado a la tienda, junto con unos compañeros suyos, para revisar ciertas cuentas.
La señora, tras observar unas pequeñas manchas de sangre en el pasillo, se asomó al baño. Horrorizada por la macabra escena que presenció, huyó por el pasillo hasta el dormitorio perseguida por Jarabo. Un tiro en la nuca ahogó sus gritos.
Con el fin de crear falsas pistas trasladó el cuerpo de la sirvienta al cuarto de servicio, desgarrándole la ropa y dejándolo sobre la cama para simular una escena de adulterio que habría derivado en tragedia. En una mesa del comedor colocó varias copas y botellas de alcohol para simular una noche de juerga. Incluso colocó un long play en el tocadiscos.
Después reanudó la búsqueda que había emprendido minutos antes. Hizo un reconocimiento minucioso de la vivienda mientras la sangre se deslizaba por cristales y paredes formando un tétrico cuadro impresionista. No dio con lo que buscaba. Lo que halló fue la llave de la tienda.
Sonaron doce campanadas y supuso que el portal estaría cerrado, por lo que optó por quedarse a descansar, con la macabra compañía de tres cadáveres aún calientes. Sabía que los serenos eran muy observadores y confidentes de la Policía.
Por la mañana salió a la calle con tranquilidad. Se había puesto una camisa del difunto, dado que la suya estaba bastante manchada de sangre. La segunda parte de la búsqueda del anillo y la misiva la dejaba para el día siguiente.
El lunes por la mañana, a primera hora, se dirigió a Jusfer. Se metió en el portal y accedió por la trastienda. Se ocultó en el almacén, a la espera del otro socio. No tuvo que aguadar mucho. A las ocho y media giraba la cerradura. Encontronazo frente a frente. Discutieron y al final se enzarzaron físicamente. Dos tiros acabaron con la vida del copropietario. Se apoderó de sus llaves de la caja fuerte pero no consiguió abrirla, pues desconocía la clave.
Llamó a casa del muerto para hablar con su amante, Ángeles, haciéndose pasar por un cliente. Le explicó que la tienda estaba cerrada, tenía prisa y a ver si podía acercarse para atenderle. Su intención era obligarla a que abriera dicha caja. La mujer se negó, razonando que hacía rato que su compañero había salido hacía allí y estaría a punto de llegar.
Mientras, se formó un gran charco de sangre y, como podía salir por debajo de la puerta, la taponó con su propia chaqueta. Echó mano de uno de los trajes en venta que había en la tienda y se lo puso. Después se apoderó de un maletín, donde metió su ropa manchada y también varios objetos suyos que estaban allí empeñados. Sustrajo el dinero de la cartera del muerto.
Abandonó presuroso el escenario del crimen y se dirigió a la tintorería, donde dejó su terno para que lo limpiaran rápido, pues al otro día pasaría a recogerlo. También les entregó el maletín para que se lo guardaran.
PENDENCIERO HASTA EL ÚLTIMO DÍA
Prosiguió con su vida habitual como si nada hubiera ocurrido. Anduvo de cabarés y por la noche se lió con un par de mujeres. Se empeñó en acostarse con las dos a la vez, pero no consiguió que les alquilaran una habitación. Pasaron toda la madrugada de copas y desplazamientos de taxi dando vueltas. A las doce del mediodía se dirigieron a la tintorería.
En la calle Orense, próxima a la tintorería, permanecían apostados los policías, a cuyo frente estaba el inspector Sebastián Fernández Rivas. El taxi se detuvo enfrente y Jarabo bajó mientras dejaba a la espera a sus dos compañeras de juerga. Cuando le dieron el alto no opuso la más mínima resistencia. Era consciente de que no había nada que hacer.
Una vez en comisaría, puso como condición, para empezar a cantar de plano, que trajeran comida, para él y para quienes le iban a interrogar, desde el famoso restaurante Lhardy, así como una botella de coñac. Francés, por supuesto. Incluso consiguió que le dieran una inyección de morfina, dado que era adicto y llevaba toda la noche sin dormir.
En plan charla de sobremesa, fue contando toda la historia criminal surgida a raíz de que empeñara un solitario de oro. Afirmó que sentía hondamente la muerte de las dos mujeres, pero no la de quienes le habían chantajeado.
El Caso vendió con dicho suceso la cantidad de 480.000 ejemplares, un hito del periodismo al romper el techo de tirada en la prensa nacional. La rotativa no daba más de sí. El papel, cuya adquisición el Gobierno autorizaba por cupos de bobinas, se agotó. Hasta entonces Marca ostentaba el récord, con 300.000 copias tras el memorable gol de Zarra a Inglaterra en los mundiales de Brasil de 1950.
El público se volcó con tan apasionante historia y un protagonista de la alta sociedad. “Cuando mataban las clases pudientes, vendíamos mucho más de lo normal. Sexo y un criminal de la burguesía. La muerte de la chica de servicio fue lo que le supuso la pena capital. Los otros eran unos sinvergüenzas, unos usureros”, manifestaba el fundador del semanario, Eugenio Suárez.
El juicio se celebró en la Audiencia Provincial de Madrid en medio de gran expectación. Durante las cinco jornadas que duró la vista, el reo cada día estrenó indumentaria. Convicto y confeso, trató de justificar el ataque a la empleada del hogar, ajena a los tejemanejes de los prestamistas. “No quería matar a la criada, mi propósito era que no gritase”. Se mostró sumamente correcto en todo momento, haciendo alarde de su españolidad.
Sentencia: cuatro penas capitales. Tuvo el luctuoso honor de ser el último condenado a muerte, en garrote vil, por la justicia ordinaria. Un año más tarde del cuádruple asesinato se ejecutó la condena.
INCIDENTES EN EL CEMENTERIO
El día anterior a su cita con el cadalso mantuvo la serenidad, fumando de modo incesante. Eugenio Suárez le había hecho llegar una caja de habanos, a través del policía que lo interrogó, Sebastián Fernández, como reconocimiento a su infausta contribución al fulminante éxito de ventas del periódico de sucesos. También bebió abundante whisky. A las cinco de la mañana oyó misa y comulgó.
Vestido impecable, tranquilo, casi impasible, con la misma frialdad y orgullo que le habían caracterizado de siempre, acudió a su cita con el patíbulo. Tenía 36 años. De constitución rocosa y pescuezo fuerte, tardó veinte minutos en morir asfixiado. Era el cuatro de julio de 1959.
El verdugo, Antonio López Sierra, alias El Corujo, bastante débil físicamente, iba bebido y no acertaba a rematar su labor. Era costumbre hacer tomar unas copas a los sayones antes del ajusticiamiento para que, a última hora, no se echaran para atrás y cumplieran debidamente con su cometido.
El garrote consistía en un collar de hierro que, por medio de un tornillo con una bola al final, retrocedía hasta romper el cuello. Pero cuando no se hacía de modo correcto provocaba el estrangulamiento, con lo que la agonía se alargaba terriblemente
Antes del entierro se produjeron incidentes en el camposanto de la Almudena, al circular el runrún de que no había sido ejecutado gracias a su relación familiar con la judicatura. El condenado era sobrino del presidente del Tribunal Supremo, Francisco Ruiz Jarabo. Se rumoreaba que en el ataúd habían colocado el cuerpo de un gitano fallecido poco antes. En suma, que no había existido tal ejecución, dado el dinero y la influencia de su familia en las altas instancias, y que había escapado ya rumbo a América.
Un comisario que acompañaba a los empleados de pompas fúnebres exigió, para desmentir tal patraña, que se abriera el féretro de inmediato y fuera mostrado el cadáver. Al parecer el enterrador se negó, alegando que constituía una irregularidad manifiesta, por lo que el policía tiró de pistola y apoyó el arma en la sien del operario. A éste no le quedó otro remedio que levantar la tapa del ataúd.
Testigos presenciales manifestaron posteriormente que no habían reconocido a Jarabo, quizá por el sufrimiento experimentado durante su ejecución. No hubo periodistas que dieran fe de ello, dado que no se les permitió el acceso al sacramental.
Tras sepultar al difunto, quedó en el ambiente del cementerio un cierto halo de misterio. Comenzaba la leyenda sobre si continuaba con vida al otro lado del Atlántico. Incluso había quienes manifestaban haberlo visto después en Puerto Rico, donde seguía residiendo su familia.
Su abogado defensor, Antonio Ferrer Sama, tenía clara su personalidad. “La prensa ha titulado El crimen del siglo. Dada la gravedad de sus espantosos resultados, más que crimen del siglo titularía La personalidad psicopática del siglo. El caso Jarabo es excepcional dentro de la criminología, por no decir único. Los juristas y los médicos estudiarán su curva vital e investigarán todas las facetas de su rara existencia”.
Hace unos meses, con motivo de la emisión de la serie El Caso. Crónica de sucesos en TVE, se emitió un documental relacionado con la misma, Dos crímenes por semana. El tema del famoso asesino fue tratado por diferentes personas expertas en dicho suceso. Eugenio Suárez, en su última entrevista, dado que poco después fallecía por su avanzada edad, se reiteraba en el motivo del crimen y la condena. “Que maten a prestamistas de esos me parece una labor puramente de higiene social. Pero es que mató también a la criadita y, tal como empezaba a ponerse el servicio doméstico, eso ya no se perdonaba”.
La muerte de la sirvienta es lo que forzó su condena al garrote vil. Llevó una vida pendenciera, pródiga en alcohol, mujeres y drogas. Su final, antes o después, estaba cantado.
Un nombre destacado para el museo de asesinos célebres. Una historia, apasionante hasta el final, que permanece viva en el recuerdo.
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