"Quiero confesar que hace casi 20 años fui yo quien asesinó a las estanqueras. No me arrepiento por ellas, sino por esos tres hombres que pagaron por un crimen que no había cometido".
Al fin se conocía la verdad de un sangriento crimen que había conmocionado a Sevilla. En el interior de un estanco de la Puerta de la Carne fueron encontrados los cadáveres de las hermanas Matilde y Encarnación Silva Montero. Habían sido acuchilladas de modo salvaje. Sin móvil aparente. Los asaltantes no tocaron ni se llevaron absolutamente nada.
Era mediados de julio del año 1952. El suceso produjo honda conmoción, dada la saña con que habían matado al par de señoras de avanza edad. Corrían tiempos difíciles y las autoridades se dieron mucha prisa para evitar una imagen poco edificante de aquella España en paz y tranquilidad que pretendían. Urgieron para que se resolviera el caso de inmediato.
La Policía no tardó en arrestar a tres delincuentes. Tras varios soplos no muy fiables fueron a por unos rateros que se dedicaban a pequeños hurtos: Juan Vázquez Pérez, Antonio Pérez Gómez y Francisco Castro Bueno, alias el Tarta. A los dos primeros los detuvieron cuando iban en tren a Madrid para alistarse en la Legión. El tercero tuvo que entregarse después de que la Policía incendiara el pajar en el que se ocultaba. Los había delatado, no muy convencido, su colega el Ojitos.
Al gobernador civil de la provincia, Alfonso Ortí Meléndez, lo único que le interesaba era poder presentar cuanto antes a los culpables. Destacado falangista en Sevilla durante la Guerra Civil, al que tres meses antes Franco le había impuesto la Gran Cruz de la Orden del Mérito Civil, no quería enturbiar su carrera política. Un crimen sin resolver de este estilo podía constituir su tumba política.
DECLARACIONES CONTRADICTORIAS
Tras intensas sesiones de interrogatorios, en los que los detenidos negaron una y mil veces su autoría, terminaron por derrotarse. Al menos esa era la versión oficial. Todo resuelto en 15 días. Efectividad máxima de la Policía. 'Han confesado los asesinos de las estanqueras', titulaba El Caso.
Pero sus manifestaciones eran totalmente contradictorias. Después, la reconstrucción en la escena del crimen resultó un fiasco. Los tres comenzaron a desdecirse en sus declaraciones mientras que entre la ciudadanía se extendía la creencia de que eran inocentes. Les consideraban unos pobres diablos que estaban cargando con la culpa de terceros. La opinión general era que hubo demasiadas prisas por zanjar el asunto y la Policía lo solucionó por la vía fácil trincando a unos mangutas.
El desatino se prolongó durante del juicio. La confesión de los hechos que se aportó parecía más bien elaborada por los propios agentes que por los delincuentes, dadas las palabras y expresiones empleadas, totalmente inapropiadas y casi desconocidas para gente casi analfabeta. No pasaban de conocer el código de los ladrones: realizar el robo, cubrir al compañero y nunca jamás colaborar con 'la pasma'.
Los acusados se retractaron de sus confesiones. Las huellas dactilares que se hallaron en el estanco no coincidían con ninguna de los encartados. Las armas homicidas no habían sido encontradas. Además, desaparecieron cinco folios del sumario.
La sentencia trataba de explicarlo de modo sencillo. Demasiado. Esperaron a que Matilde se dispusiera a salir del estanco, a la hora del almuerzo, para abalanzarse sobre ella y exigirle el dinero. La mujer intentó huir, lanzando gritos de socorro, pero Juan se le anticipó cerrando la puerta. Mientras, Antonio y el Tarta la apuñalaban 13 veces en el cuello, pecho y brazos, atravesándole el corazón. Al oír el escándalo se asomó su hermana, a la que dieron 16 cuchilladas, seccionándole la yugular.
¿Por qué no se llevaron nada?, era la pregunta que hacía la defensa. Bajo el mostrador habían quedado 600 pesetas y, guardado en una caja de puros, un fajo de billetes que superaba las 7.000. Según el fiscal no robaron a causa de que perdieron la serenidad y registraron de forma desordenada. Cualquier experto en criminología sabe que el ladrón que excepcionalmente se ve empujado a un delito con violencia, no se ensaña con la víctima.
Carecían de evidencias sólidas para procesarles. Decía Sócrates que “un indicio es un indicio, dos indicios son dos indicios, tres indicios son una prueba”. En este caso tan sólo unas pequeñas manchas de sangre en una camisa sin identificar. Constituyó la mayor pieza de convicción.
Tras un brutal doble asesinato lo lógico es que la prenda hubiera quedado empapada casi por completo. Además, como en aquella época aún no se trabajaba con el ADN, los peritos se limitaron a comprobar el grupo sanguíneo de la muestra (A, B, AB y O) y a cotejarlo con el de las difuntas. Era fácil que se diera la coincidencia.
Quedaba claro que no se habían aportado las debidas pruebas. Tan solo alguna circunstancial que convirtieron en concluyente. No existía una razón convincente para incriminarles, excepto unas discordantes confesiones logradas a la fuerza. Por todo ello la defensa solicitó la absolución. El fallo no se hizo esperar: pena capital.
Veredicto que indignó a muchísimos sevillanos, que confiaban en la exculpación de los acusados. En la ciudad de la Giralda no se había llevado a cabo ninguna ejecución ordinaria desde el año 1924. El alcalde, el obispo y numerosos ciudadanos suplicaron el indulto. Meses antes Franco había aplicado dicha gracia a varios presos políticos en su afán por lograr el beneplácito de EEUU.
Mientras en los despachos se intentaba a la desesperada evitar el ajusticiamiento, los reos buscaron refugio en la religión. Sus celdas se llenaron de crucifijos, estampas, cirios y rosarios. Rezaban por su alma, dado que ya no podían hacer nada por su cuerpo.
ANTE ELPATÍBULO CLAMARON POR SU INOCENCIA
Con paso firme acudieron a su cita con la muerte. Estaban concienciados desde hacía demasiado tiempo de que no quedaba salvación humana para ellos. La única era la de la otra vida. Por ello se la habían encomendado fervientemente a Dios. "Aunque este delito por el que morimos no lo hemos cometido, hemos realizado otros de los que esperamos que Dios nos perdone", reconocieron camino del cadalso.
El Tarta fue quien ofreció una imagen de mayor fe y decisión antes de ser ejecutado: "No he matado a las estanqueras, pero pago por mi mala vida".
El ajusticiamiento se efectuó de modo lento e irregular. El verdugo, Bernardo Sánchez Bascuñana, un sevillano que vivía en Granada, llegó borracho. De todos modos era algo habitual dar de beber abundante a los sayones con el fin de que a última hora no se echaran para atrás. Pese a su experiencia en el oficio, dado que había realizado con anterioridad una docena de ejecuciones, no atinaba debidamente con la argolla.
El garrote consistía en un collar de hierro que, por medio de un tornillo con una bola al final, retrocedía produciendo la muerte al romper el cuello. Pero cuando no se hacía de modo correcto provocaba el estrangulamiento, con lo que la agonía se alargaba terriblemente entre aullidos y contorsiones del ajusticiado. El Tarta y sus compañeros se retorcieron de modo espantoso hasta que expiraron.
Numerosas lágrimas brotaron en los ojos de todos los presentes. Era la expresión de que compartían el dolor de los familiares de unos infelices, delincuentes de tres al cuarto, pero lejos de ser crueles asesinos. Aún permanecía vivo en el recuerdo la grave tropelía jurídica de 'el crimen de Cuenca', en el año 1910, por el que fueron condenados un par de inocentes. Tras numerosos interrogatorios y torturas habían reconocido la autoría de la muerte de un pastor que estaba vivo y ajeno por completo al drama.
YO CONFIESO
La defensa no arrojó la toalla. Siguió peleando en pos de la verdad. Manuel Rojo Cabrera escribió un libro titulado El proceso por la muerte de las hermanas estanqueras. Minucioso informe en el que daba cuenta de la debilidad de los argumentos esgrimidos por la acusación. Rebatía la validez de las escasas pruebas aportadas por el fiscal, poniendo en entredicho los testimonios no muy fiables de los testigos y cuestionando la validez de las confesiones extraídas bajo tortura. Una diatriba en toda regla contra el tribunal.
Claro y contundente en sus manifestaciones: "No es lógico pegar 16 y 13 puñaladas para no llevarse nada. ¿Que tenían prisas? Lo que sucedió es que los asaltantes no iban buscando el robo. Por la forma de matar lo que había era odio. Y estas mujeres no se conocían de nada con los acusados. En mi larga carrera profesional no he visto cosa igual".
Un antiguo periodista de El Caso, el director cinematográfico Pedro Costa, lo eligió para su serie La huella del crimen, emitida con gran éxito por Televisión Española. Investigando el asunto para elaborar el guion entabló contacto con el religioso que los atendió en la última etapa de su vida, fray Hermenegildo de Antequera. Éste había solicitado al cardenal Segura que intercediera a favor del indulto, sin resultado. Fue un consuelo para ellos, después de que se volcaran hacia Dios, y les acompañó hasta el pie del garrote.
Aunque inicialmente se mostraba reacio a hablar del asunto, terminó por hacerle una gran revelación. El franciscano había colgado los hábitos y deseaba que al fin se conociera la verdad.
Transcurridas casi dos décadas de la ejecución de los tres condenados un hombre con buen porte y excelente aspecto se presentó en su confesionario. Después de preguntar por él le consultó si estaba obligado como sacerdote a guardar el secreto de lo que iba a decirle. Después de que el religioso asintiera el extraño visitante reconoció su culpabilidad como asesino de las estanqueras. Y le explicó cómo había llevado a cabo tan bárbaro salto.
Su identidad lógicamente ha permanecido en el anonimato. Nunca se ha podido saber de quién se trataba. Un hecho real que parece remontarnos a la película Yo confieso, de Alfred Hitchcock.
Personas próximas a las víctimas comentaron que, tras la Guerra Civil, las hermanas Silva habían delatado, en su localidad natal de Estepa, a gente de izquierdas que acabó ante el paredón. Una vez más se hizo válido lo de que la sangre llama a la sangre, desembocando en un brutal ajuste de cuentas.
En dicha localidad nadie quiere revivir el suceso. Prefieren dejarlo arrinconado en el baúl del olvido.
"La descripción del crimen que hizo en el confesionario fue amplia y exacta, revelando incluso detalles desconocidos del asalto. Estaba claro que era él. Los remordimientos por la ejecución de tres inocentes no le dejaban vivir y quería descargar su conciencia revelando un secreto que había mantenido oculto largo tiempo. El delito estaba a punto de prescribir y quería dejar en buen lugar el nombres de los ajusticiados", me comentaba Pedro Costa con motivo del 60 aniversario del semanario El Caso. Hace tres meses fallecía tan gran cineasta y periodista.
Diversos autores han tratado este impactante suceso que, a pesar del paso de los años, continúa vivo en la memoria colectiva. Basándose en esta oscura trama Alfonso Grosso expuso, en su novela El crimen de las estanqueras, una teoría a modo de ficción sobre base real. Describió como el hijo de una de aquellas víctimas, liquidada por rojeras, vino desde el extranjero, donde llevaba años residiendo, para desquitarse. Las acuchilló cual Orestes que vindica a su padre al grito de Los muertos matan a los vivos, que relató Esquilo.
La sangre en el suelo y paredes fue el eco de su ira. De inmediato regresó a su país de residencia, donde había montado una perfecta coartada para que no se notara la ausencia. Aplicó el refrán de que la venganza es un plato que se sirve frío.
Todavía persiste entre la gente de aquella época la convicción general sobre la muerte de tres inocentes, cuyo pecado fue moverse en los bajos fondos. Eran tiempos de caciquismo, hambre y desesperación. Las autoridades trataban de mantener por todos los medios sus principios de orden, fortaleza y paz. Y alguien tenía que pagar, a la mayor brevedad, por tan execrable delito.
Hace tres meses, con motivo de la serie de TVE El Caso. Crónica de Sucesos, el programa Informe Semanal dedicó un reportaje a este semanario y al asesinato de las dos hermanas en Sevilla, el primer suceso de sangre que publicó en su dilatada historia. Intervine en el mismo junto con Manuel Rojo y su hijo Enrique, también penalista.
A pesar de su avanzada edad, el defensor del Tarta recuerda bien lo que pasó: "Fue un zambombazo para Sevilla, que llegó a encender a España. Incluso, fuera de España". Argumenta que basó toda su defensa, evitando por ello un fuerte enfrentamiento con los jueces y el fiscal, "a ver si conseguíamos que no los mataran". Se movió mucho por Sevilla y también por Madrid buscando el indulto, pero su esfuerzo resultó estéril.
Tres inocentes acabaron en el garrote vil. Simples chivos expiatorios que pertenecían a un lumpen que intentaban sobrevivir en condiciones muy duras. Se orquestó una campaña de linchamiento en contra de ellos.
En el lenguaje popular andaluz ha quedado una cruel expresión: "¡Es más malo que el Tarta!". Un infeliz, al igual que los otros dos compinches, que pagaron con su vida para salvar el buen nombre de ciertas autoridades.
"Esos tres van al garrote porque yo no pierdo mi cargo", recuerdan que llegó a manifestar algún preboste cuando fueron detenidos. Historias de la España negra.
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